Capítulo 10 — Empezando a cultivar
Poco después de que se fue Zhenlin Ye.
—¿Te has preguntado qué se hace con los lobos demoníacos, discípulo? —preguntó el anciano Du mientras cerraba lentamente las puertas de madera de la tienda.
—Lo he pensado, pero no me atrevía a preguntarle, maestro —respondió Yang Feng, firme y tranquilo, de pie en el centro de la sala.
—Mmm… ya veo —murmuró el anciano con una mirada breve—. Sígueme.
Pasó junto al joven y se dirigió hacia una puerta al fondo, cruzando hacia la zona donde se encontraba el lobo demoníaco.
Aquel lugar era oscuro; los rayos del sol apenas se colaban por las ranuras de la puerta de madera, por donde también se escapaban diversos olores aparentemente. El aroma de la bestia y la humedad dominaban el ambiente.
El anciano se detuvo un momento y, con un gesto simple, golpeó suavemente las palmas una contra otra. Acto seguido, los cristales instalados en las cuatro esquinas y en el centro del techo se encendieron con un zumbido casi imperceptible, revelando el interior del cuarto.
A la derecha había mesas de madera con herramientas de corte organizadas con precisión. Debajo, se acumulaban figuras de madera rotas y parcialmente quemadas, como si hubieran sido fallidos intentos de creación o experimentación.
El lobo yacía a la izquierda, cerca de un horno de piedra rojiza y ennegrecida, cubierto con sábanas que intentaban contener, sin éxito, su penetrante olor. Las paredes de la sala eran en su mayoría de piedra, y sostenían estantes repletos de piedras preciosas, botellas, figuras talladas —algunas terminadas, otras aún a medio hacer—, y pequeños brotes de árboles que emitían una luz suave y vital. A pesar de la oscuridad del lugar, esas plantas parecían florecer con fuerza, como si crecieran mejor en la sombra.
Yang Feng observaba todo con detenimiento desde la entrada, sin atreverse aún a dar un paso dentro. Su mirada era minuciosa, no se le escapaba detalle alguno. Más que simplemente ver, parecía percibir algo oculto: un aura cálida envolvía el ambiente, una neblina pálida, apenas perceptible, que flotaba en el aire. Si un mortal no se tomaba el tiempo para notarla, simplemente entraría... y quién sabe qué podría pasar al entrar en contacto con esa niebla, tenue pero cargada de una presencia silenciosa y, al mismo tiempo, inquietante.
El anciano, al notar que el chico no entraba, dejó escapar una ligera risita.
— Entra, ya te he dado permiso —dijo—. Nada puede pasarte.
Aquello sobresaltó a Yang Feng. No solo por las palabras, sino por lo que implicaban: “Si te permito entrar, nada te pasará… pero si no lo hiciera, solo la muerte te esperaría”. Aunque el joven aceptaba la muerte como parte del flujo natural de la vida, no por ello estaba dispuesto a buscarla.
Finalmente, después de un breve silencio, entró. Al cruzar el umbral, su cuerpo se sintió pesado por un momento. Los sonidos del exterior —las aves, el bullicio de los transeúntes, el murmullo del viento— desaparecieron por completo. No era miedo lo que lo invadía, sino la incertidumbre de no saber qué esperar. Mientras se adaptaba, intentó mover los brazos: eran pesados, sí, pero no inmóviles. Al volverse para ver la entrada, sus ojos se abrieron con sorpresa. El espacio se veía distorsionado, como el aire sobre el fuego cuando el calor ondula y desdibuja la imagen del entorno.
Se recompuso y dirigió su mirada al anciano.
— ¿Qué es este lugar? —preguntó con firmeza.
— No te asustes —respondió el maestro, tranquilo—. Es solo una neblina que utilizo para no escuchar el mundo exterior. Así evito interrupciones mientras trabajo en mis figuras.
Yang Feng volvió a mirar los objetos quemados en la sala. La respuesta del anciano tenía sentido.
— Entiendo... pero maestro...
— Dime.
— ¿Qué haremos con el lobo demoníaco?
— Calma, muchacho. Lo verás enseguida.
Sin decir más, comenzaron a retirar las mantas que cubrían al lobo. Yang Feng lo observó por unos segundos. Por un instante, recordó la batalla que casi le cuesta la vida, cuando luchó contra uno de esos seres y, contra todo pronóstico, sobrevivió.
Limpiaron la mesa de trabajo y colocaron al lobo sobre ella. Luego, el anciano se colocó unos guantes de cuero y tomó una cuchilla pequeña, de metal brillante, aparentemente de plata. Pero antes de cortar, sacó una pequeña botellita de vidrio que contenía un polvo blanquecino.
Yang Feng, al verlo, preguntó con curiosidad:
— ¿Qué es ese polvo?
— Esto... —dijo el anciano, mostrándolo entre sus dedos— es polvo de hueso de quimera.
Lo dijo con una naturalidad tal que parecía estar hablando de sal. Pero el rostro de Yang Feng mostró claramente asombro y desconcierto. ¿Cómo podía él saber qué era una quimera si nunca había salido de este lugar?
— ¿Qué es una quimera? —preguntó con la esperanza de obtener una respuesta.
— Mmm... eso es historia para otro momento. Ve y pon leña al horno —desvió el tema el anciano.
Yang Feng obedeció. Arrojó la leña y avivó las llamas. El calor comenzó a subir lentamente, y su frente empezó a sudar, no por el esfuerzo, sino por la temperatura creciente. Cuando el fuego ya no se apagaba, se incorporó. Entonces vio a su maestro maniobrando con la cuchilla de plata, cortando la piel del lobo con una destreza impresionante.
Qué agilidad tiene el anciano. Lo hace con tanta suavidad que el pelaje ni se entera cuando ya ha sido arrancado. ¿Cuándo llegaré a tener esa habilidad?, pensó Yang Feng.
— Maestro, su corte es tan gentil que, aunque parezca débil, es el más temible que he visto en mi vida —dijo, admirado.
El anciano le lanzó una mirada y soltó una risa discreta.
— Soy bueno para cortar —respondió con modestia.
— ¿Puede cortar todo? —insistió Yang Feng, intentando saber más.
— He cortado todo lo que me he propuesto.
La respuesta, aunque sutil, encendió algo dentro del joven. ¿No era eso una declaración de determinación total? ¿De que ningún obstáculo se interponía en su camino? ¿De que, si alguien osaba interrumpirlo, sería cortado también?
¿Quién era realmente su maestro? ¿De dónde venía? ¿Qué historias ocultaba? Yang Feng sentía cada vez más necesidad de conocer su pasado. Pero sabía que no podía simplemente acercarse y decir: “Maestro, cuénteme sus historias”. Sería como pedirle a alguien que revele sus debilidades... y nadie hace eso con un desconocido.
El anciano, al ver al pensativo Yang Feng, suspiró ligeramente antes de decir:
— Deja de pensar tanto, algún día cortarás con más facilidad que este viejo. —Lo dijo con modestia.
Yang Feng volvió en sí al escuchar las palabras. Sabía que no sería pronto, pero si era constante, algún día lo alcanzaría.
— Gracias por abrirme los ojos, maestro. —respondió con una breve reverencia.
— Deja eso, chico. Si el fuego está listo, coloca la olla que está en la esquina. No olvides añadir agua antes de ponerla al fuego.
Yang Feng obedeció y se dirigió a la esquina donde descansaba una enorme olla de metal, tan grande como perfecta para encajar sobre el horno. A su lado, varias jarras de barro cubiertas con tela reposaban en silencio. Al destapar una de ellas, confirmó por el olor y la claridad del líquido que contenía agua.
Realizó el procedimiento tal como su maestro le indicó y luego lo informó. Pero solo recibió un escueto:
— Mmm...
Al volver la vista, se sorprendió al ver que el anciano ya había retirado todo el pelaje del lobo demoníaco. De éste emergía un humo negruzco y un hedor penetrante que inundaba el ambiente. Mientras el anciano parecía ignorarlo por completo, Yang Feng cubrió su nariz y boca con la manga de su túnica.
— Maestro, este olor es aún más repugnante que antes. —comentó, manteniéndose a cierta distancia.
— Está corrompido —respondió sin levantar la voz—. Al ser cortado con plata y polvo de hueso de quimera, intenta expulsar todas sus impurezas.
Sin perder el ritmo, el anciano cargó el pelaje y lo depositó con cuidado en la olla, justo cuando el agua comenzaba a hervir. Acto seguido, espolvoreó sobre él el contenido de una pequeña botella de vidrio: un polvo blanquecino, casi traslúcido, que se esparció como sal fina sobre la piel empapada.
— Polvo de hueso de quimera —murmuró sin que nadie se lo preguntara.
Yang Feng apenas tuvo tiempo de procesarlo cuando el anciano sacó otra botella, esta vez con un polvo mucho más oscuro, de un negro profundo, casi azabache. Anticipándose a la inevitable pregunta de su discípulo, dijo con naturalidad:
— Este polvo es purificador.
— ¿Purificador? —pensó Yang Feng con escepticismo—. Si purifica, no lo parece… más bien parece polvo demoníaco.
El anciano medio se río al escuchar lo que dijo su discípulo.
De la olla comenzaron a brotar vapores de colores intensos: verdes, púrpuras, azul oscuro... hasta que, con el paso de los minutos, todos los tonos desaparecieron y solo quedó un vapor blanquecino, suave y sin olor.
Con unas pinzas, el pelaje fue retirado con cuidado y extendido sobre otra mesa vacía. Dentro de la olla, el líquido ya se había evaporado por completo, dejando su interior seco. El maestro y su discípulo volvieron su atención al lobo demoníaco, ahora desprovisto de piel. Su carne rojiza brillaba, aunque en ciertas zonas persistían manchas oscuras.
Además el pecho lo tenía abierto, esto era señal de que el núcleo había sido removido. Pero nadie hizo mención.
—Maestro, ¿qué haremos con ese cadáver? —preguntó Yang Feng.
—Ponte los guantes y ayúdame a colocarlo en la olla.
Los guantes, hechos de cuero grueso y curtido, se encontraban junto a la mesa. Aunque mostraban señales de uso, todavía eran funcionales. Yang Feng se los colocó rápidamente.
El anciano indicó que llenaran la olla con agua hasta la mitad. Luego, entre los dos, levantaron con esfuerzo el cuerpo del lobo demoníaco y lo sumergieron con cautela. El anciano se dirigió a una estantería y tomó una botella que parecía contener al menos tres litros de un líquido viscoso, de tonalidad morado verdosa. A medida que lo agitaba, su color cambiaba: pasaba a un amarillo vinoso, y luego a un azul pálido, dependiendo de la luz y el movimiento. Era una sustancia hipnótica, cambiante, casi viva. Yang Feng lo observaba con asombro. Solo ese día había presenciado más maravillas de las que imaginó en toda su vida.
Con una herramienta parecida a un gotero, el anciano extrajo una pequeña cantidad del líquido y la vertió lentamente en el agua hirviendo, sin tocar directamente el cadáver.
—Esto es Sangre del Dios Corrosivo —explicó con tono solemne—. Cualquier cadáver que se encuentre en agua y entre en contacto con este líquido, comenzará a desintegrarse lentamente... hasta que no quede rastro de su existencia, como si jamás hubiera vivido.
Aunque el ambiente seguía inmóvil, sin una sola brisa, Yang Feng sintió un escalofrío recorrerle la piel, como si un viento helado lo hubiera atravesado.
Qué líquido tan terrible, pensó Yang Feng, sin apartar la mirada del cuerpo sumergido.
—¿De dónde proviene ese líquido, maestro?
—Hace quinientos años, se cuenta que un inmortal, enloquecido por la alquimia, lo creó mientras intentaba sintetizar una píldora milagrosa. Sin saber que este líquido, al entrar en contacto con agua, se volvía extremadamente corrosivo, continuó sus experimentos con entusiasmo. Como solía probar sus propias creaciones, tomó una de esas píldoras... pero apenas tocó su paladar y descendió por su garganta, comenzó a quemarlo por dentro. Murió poco después, desintegrado desde el interior. —El anciano hizo una pausa antes de añadir con gravedad—. Un inmortal que se dedica a la alquimia rara vez tiene un cuerpo resistente por dentro.
—¿¡Qué?! —exclamó Yang Feng, impactado, pero luego respiró hondo y se serenó—. Una muerte causada por su exceso de confianza… su historia me enseña a no repetir ese error.
—Me tranquiliza saber que has comprendido la lección. El exceso de confianza es un veneno silencioso en el camino hacia la inmortalidad —dijo el anciano con calma.
En ese momento, Yang Feng notó con sorpresa que, a pesar de la violencia del proceso, no se percibía ningún olor proveniente de la olla. El agua hervía con fuerza, formando burbujas espesas, mientras la carne comenzaba a ablandarse visiblemente. Vapores oscuros —negros, rojizos— se elevaban en espirales lentas y densas, moviéndose en silencio, como si respetaran la solemnidad de lo que ocurría.
Yang Feng observó a su maestro, luego volvió la vista a la olla. Bajó un poco más la mirada y notó que la leña ya casi se había consumido.
—¿Le echo más leña? —preguntó.
El anciano también miró hacia abajo y asintió levemente.
—Por favor.
Yang Feng obedeció, y unos minutos después, el fuego volvió a avivarse. Pasados cerca de doce minutos, el cadáver se había disuelto por completo. No quedaba ni un hueso.
Yang Feng respiró con alivio, creyendo que todo había terminado, hasta que notó la piel en la mesa, ya casi seca gracias al calor ambiental.
—¿Qué hará con la piel, maestro?
El anciano se volvió hacia ella y la observó un momento.
—Ya no está corrompida. Cortarla con la cuchilla de plata, espolvorear el polvo de hueso de quimera y luego el polvo purificador la han limpiado. Ahora puede utilizarse para confeccionar una prenda para inmortales.
—Mmm... Así que para eso servía —murmuró Yang Feng, comprendiendo finalmente el propósito de todo. Memorizó cada paso con atención. No sabía cuándo le tocaría repetirlo, quizá para vender un pelaje y ganarse unas monedas… aunque, pensándolo mejor, ¿acaso serían monedas?
—Maestro, imagino que se pagaría con cristales, ¿verdad?
Este discípulo mío es muy perspicaz, pensó el anciano con una leve sonrisa.
—Así es. Por ser de una bestia débil, solo valdría un cristal.
Yang Feng entendió el mensaje oculto en la respuesta de su maestro. No insistió, simplemente asintió con respeto.
Ambos limpiaron y guardaron los utensilios en su sitio. Luego salieron de la habitación, dejando atrás la piel aún secándose. Al cruzar el umbral, los sonidos del mundo exterior regresaron: el canto de los pájaros, las voces lejanas, el susurro del viento. La pesada atmósfera que los envolvía desapareció como si nunca hubiese existido.
— ¿Qué hago ahora, maestro?
— Lo que debías aprender ya ha sido dicho. Ahora comienza a cultivar. Ve a la otra sala y empieza a meditar. Sé que tienes experiencia en ello —instruyó con serenidad.
— Lo haré como ha dicho, maestro. Si me disculpa, iré a la sala.
Yang Feng se dirigió hacia la segunda puerta y la abrió lentamente. Mientras tanto, el anciano abría la puerta principal, por si algún cliente llegaba.
Sus ojos se veían más cansados de lo habitual. No miraban a nadie en particular, ni a los objetos a su alrededor. Su mirada se perdía en la distancia, más allá del presente, como si intentara ver el hogar que lo vio crecer… como si lo extrañara. Sus labios se movieron apenas, murmurando un nombre que sólo él pudo oír:
— Elireya...
Luego, al comprobar que su discípulo ya había entrado en la sala, regresó a su silla, se sentó con lentitud y cerró los ojos en silencio.
Continuará.