Capítulo 11 — Cultivando

Capítulo 11 — Cultivando

Esta sala era muy diferente a la anterior: había más luz y ningún aroma invadía el ambiente, salvo el fresco del aire puro. La madera de las cuatro paredes era lisa y brillante, y una de ellas tenía una pequeña ventana por donde se filtraban los rayos del sol, iluminando el piso igualmente de madera, pulido y bien cuidado. En el centro solo se hallaba una colcha colocada con cuidado, lista para meditar cómodamente. Sin perder más tiempo, Yang Feng se sentó. Cruzó las piernas, llevó las manos a la parte baja del abdomen, colocando una sobre la otra. Antes de cerrar los ojos, echó una última mirada a su alrededor, enfocó su mente en la sensación del suave viento, y finalmente cerró los ojos.

Él lo deseó, y su mente lo llevó a aquel lugar surrealista. Mientras su cuerpo permanecía en la sala con los ojos cerrados y las piernas cruzadas, su conciencia vagaba por la pequeña isla rodeada de agua, cubierta de flores vivas y vibrantes.

Caminaba lentamente, observando cada rincón, pero esta vez podía ver y oler con mayor intensidad. Al enfocar su mente, distinguía incluso una diminuta gota deslizándose por el pétalo de una flor, y si agudizaba aún más su percepción, podía ver el movimiento sutil del pasto bajo la brisa. Suspiró con tranquilidad y continuó su andar hacia el gran árbol. Al tocarlo, no fue como la vez anterior: ahora podía apreciar cada detalle de su corteza, lo fuerte y lleno de vitalidad que era. Observó cómo las ramas se mecían suavemente en lo alto, y cómo las hojas caían despacio, una a una.

Al volver la vista hacia el frente, rodeó el árbol y finalmente lo vio: el anciano estaba allí, en silencio. No emitía aura alguna, o si lo hacía, era tan tenue que Yang Feng no podía percibirla. Si aquel hombre lo atacara en ese instante, ni siquiera sabría qué lo golpeó, por la completa ausencia de presencia espiritual.

Sin molestarlo, se sentó en el mismo lugar donde lo había hecho antes. Tal como en el mundo real, cruzó las piernas, colocó una mano sobre la otra en su abdomen y cerró los ojos.

¿Qué era la cultivación sino meditar para conocerse a uno mismo? Conocer cada rincón del cuerpo: sentir el flujo de la sangre por las venas, el palpitar del corazón, la expansión y compresión de los pulmones, el recorrido del aire al entrar por la nariz. Y no solo eso, sino también percibir cada músculo, hasta poder controlarlos con total voluntad.

Muchos mortales podrían decir: "Yo puedo sentir el latido de mi corazón", u otros afirmar: "Puedo sentir el movimiento de mis músculos o mis venas". Pero entonces, ¿por qué no pueden convertirse en inmortales?

Si un gran inmortal los escuchara, se lamentaría y diría algo como: "El que puedas sentirlo por un segundo no te convierte en un inmortal. Un verdadero cultivador debe trabajar hasta poder sentir esas sensaciones siempre, de forma natural, sin esfuerzo consciente. Si fuera tan superficial como creen, el mundo estaría lleno de inmortales."

La mente de Yang Feng no estaba en blanco, pero eso no le preocupaba. La meditación no se trataba de vaciar la mente, sino de permitir que los pensamientos fluyeran, observarlos sin juzgarlos, vivirlos sin aferrarse. Pensamientos venían y se iban, y él los aceptaba porque todos habían ocurrido por alguna razón. Aunque desconociera esa razón, no intentaba hallarla: sabía que al final, todos esos fragmentos formarían su historia.

Mientras una parte de su conciencia se sumergía en esos recuerdos, otra se dedicaba a sentir el aire fresco a su alrededor y los sonidos que lo acompañaban. Una tercera parte regulaba su respiración: a veces agitada, a veces tranquila; a veces producía un leve sonido, y otras, ni un suspiro. La cuarta parte recorría su cuerpo: sentía su sangre fluyendo, el latido constante de su corazón, y un leve temblor en cada extremidad —señal de que el cuerpo aún se ajustaba a su postura. Percibía también un leve dolor en brazos y piernas, pero era soportable. Poco a poco, comenzaba a sentir cada músculo con claridad.

Por eso el anciano lo eligió como discípulo. Siempre le decía que era un genio. ¡Yang Feng realizaba cuatro tareas al mismo tiempo! Un mortal excepcional, con entrenamiento riguroso, apenas podría realizar dos. No digamos cuatro. Incluso entre los inmortales, eran pocos los que podían lograrlo.

Tomemos a Zhenlin Ye como ejemplo: un inmortal en el pico del rango espiritual tres. Incluso él solo era capaz de realizar tres tareas a la vez, y ya era considerado un prodigio. No nació con esa habilidad; al principio, como todos, solo podía con dos. Dedicó cien años de su vida para lograr la tercera, y aun así solo podía mantenerla con un sesenta por ciento de eficacia. En la práctica, prefería mantenerse en dos. Pero Yang Feng… Él aún no cumplía los veinte años, y podía realizar cuatro tareas al mismo tiempo con total eficacia. ¿No era eso un verdadero genio, bendecido por los cielos?

Sin esfuerzo, Yang Feng continuó con su práctica. El tiempo fluía sin que lo notara, las carpas revoloteaban a su alrededor, el aire rozaba suavemente su piel… pero parecía no sentirlo. Poco a poco, se fundía con la naturaleza. Esta lo envolvía como una manta suave, dándole paz y abrigo.

Un grillo comenzó a emitir su característico sonido mientras daba cortos y largos saltos, hasta detenerse finalmente sobre la mejilla izquierda de Yang Feng. Este último no reaccionó en absoluto, como si nada hubiera ocurrido. El grillo movía lentamente sus patas, acomodándose para un nuevo salto, pero al final no lo hizo. Se quedó allí, emitiendo su canto.

Con el paso del tiempo, más grillos y mariposas comenzaron a acercarse. Había mariposas de colores llamativos: rojas, verdes, algunas incluso traslúcidas. Eventualmente, Yang Feng ya se hallaba rodeado no solo por estos insectos, sino también por varias luciérnagas que, aunque no se posaban sobre él, volaban cerca.

Parecía una prueba de la naturaleza, queriendo saber si aquel mortal que deseaba unirse a ella lo hacía de verdad o solo fingía. Pero Yang Feng no mostró vacilación alguna. No reaccionó. Solo permaneció allí, en calma absoluta.

Mientras tanto, en el mundo real ya había caído la noche. Durante todo ese tiempo, ningún cliente había llegado a la tienda, por lo que el anciano no abrió los ojos. Pero lentamente, comenzó a entreabrirlos, notando cómo la noche se colaba por la ventana. Se quedó contemplando el cielo estrellado, y después de un instante dirigió su mirada hacia la sala donde meditaba su discípulo. No escuchó nada.

—Durar tanto tiempo meditando es señal de práctica. Qué discípulo tan interesante he conseguido —pensó el anciano.

Se levantó con suavidad, cerró la puerta, pero dejó la ventana abierta, permitiendo que el aire fresco entrara a la sala. Aunque había un cristal en el centro de la habitación que podía encender para iluminarla, no lo hizo. Volvió a su silla y cerró nuevamente los ojos.

Mientras tanto, Yang Feng se encontraba más sereno que nunca. La mayoría de los animales ya se habían ido, dejándolo meditar en completa paz.

El tiempo volaba, pero él no lo sabía. En aquel espacio donde se hallaba no había amaneceres ni atardeceres, solo una calma constante. En el mundo real, sin embargo, ya había amanecido nuevamente. El anciano se sorprendió al ver que su discípulo aún seguía meditando. Lo que él no sabía era que, dentro del plano donde estaba Yang Feng, el tiempo fluía tres veces más lento.

Ese día llegaron algunos clientes. Tres mujeres con túnicas finas acudieron a comprar piedras preciosas para collares. Solo con verlas, se podía deducir que eran del centro del pueblo, donde vivían los prósperos. También llegaron personas humildes de los barrios bajos, pidiendo remedios para infecciones. El anciano los atendía con respeto, cobrando apenas un penique en esos casos.

El anciano Du era una figura conocida en el pueblo. Todos lo saludaban con modestia, fueran ricos o pobres. Se sabía que podía curar casi cualquier mal, excepto la muerte. Entregaba las recetas anotadas en un trozo de papel, y sus precios variaban según la gravedad del padecimiento: desde un penique hasta una corona. Muchos se preguntaban qué tan grave debía ser una dolencia para costar una corona.

Aunque la mayoría de sus remedios eran preparados con ingredientes simples, no era porque fuesen baratos, sino porque el anciano intentaba adaptarlos al bolsillo del cliente. Sin embargo, en los casos más complejos, recurría a un polvo contenido en una botella misteriosa. Nunca reveló su nombre. Se decía que ese polvo era capaz de regenerar extremidades. Algunos necios, codiciosos, intentaron robarle la botella. Nadie volvió a saber de ellos. Ni de sus familias. Nadie se atrevía a preguntar.

Por eso, el respeto hacia el anciano no era solo por su sabiduría, sino también por el misterio que lo rodeaba. Aunque, en los últimos años, había demostrado ser alguien más cercano que temible: un sabio al que acudir en caso de necesidad.

Al final del día, dio una mirada hacia la puerta y supo que su discípulo aún seguía meditando.

—Interesante —pensó.

Volvió a su silla, se recostó con cuidado y, antes de cerrar los ojos, se aseguró de dejar la puerta cerrada y la ventana abierta.

Así pasaron varios días. El sol nacía y moría. Los clientes iban y venían. Algunos compraban, otros solo miraban. Mientras tanto, Yang Feng seguía envuelto por unas cuantas lianas, su presencia cada vez más débil, pero aún perceptible.

Continuará.