El aire en el Coliseo era un sudario. No la brisa fría de la noche exterior, sino un peso denso de ozono quemado y el olor nauseabundo, casi dulce, de algo más antiguo y corrupto. Jake y Sophia estaban de rodillas junto al profesor Lysander Aldrich, un gigante de sabiduría y poder, ahora reducido a una cáscara inerte sobre las losas rotas. Sus cuerpos, tensos al punto del temblor incontrolable, se negaban a aceptar la verdad de lo que veían: los ojos vacíos de Aldrich, la marca oscura en su abdomen, un agujero de ausencia que absorbía la luz y la esperanza.
—Profesor… —la voz de Jake era un susurro rasgado, su garganta apretada por una emoción cruda. Trató de extender la mano hacia la marca, pero Sophia, con un gemido tembloroso y ahogado, lo detuvo. Las lágrimas corrían por su rostro sin vergüenza, una corriente cálida contra la frialdad opresiva del lugar.
Se inclinaron desesperadamente, buscando alguna señal de aliento. Si respiraba, era tan superficial que no se sentía en su rostro. Buscaron el pulso en su cuello, en su muñeca... Si había un latido, era tan débil que apenas se percibía. Su piel estaba fría, cerúlea. Estaba vivo, apenas. En un estado de coma o shock profundo, al borde del abismo, aferrado a la vida por un hilo. La marca en su abdomen no sangraba, sino que era un punto muerto, una herida donde la energía vital había sido anulada, una manifestación palpable de la aniquilación.
La marca en el brazo de Jake, esa que lo unía de forma intrínseca al origen de esta devastación, comenzó a arder. No como una quemadura superficial, sino como si una brasa candente se hubiera incrustado bajo su piel, pulsando al ritmo del eco persistente de la energía antinatural que todavía flotaba en el aire. Era la misma resonancia que sentía en la herida de Aldrich, solo que en él era un recordatorio, un vínculo. Una brújula dolorosa que apuntaba directo al corazón de la oscuridad.
Un crujido lento, como el de huesos antiguos o rocas retorciéndose, se extendió desde el centro del Coliseo. No era el sonido de un colapso al azar, sino uno con intención. La devastación, antes caótica, ahora se sentía… organizada.
Sophia se giró, con los ojos rojos y aterrados.—Jake… —su voz era un jadeo.
Desde el centro del anfiteatro, donde Raven había colapsado y luego se había alzado, la figura se movía. No era un movimiento errático ni salvaje, sino una coreografía. Raven, o lo que quedaba de él, no caminaba; se deslizaba. Sus pasos eran silenciosos, apenas un roce sobre los escombros, y el aire a su alrededor comenzó a distorsionarse. Las sombras en las ruinas se volvieron más densas, más vivas, reptando y alargándose como apéndices invisibles que envolvían los pilares rotos y las gradas destruidas.
Ya no era el muchacho consumido por la corrupción de Zephyr; era una extensión de la propia voluntad del Abismo. Su piel, donde se alcanzaba a ver, tenía un brillo cerúleo y antinatural; sus ojos, ahora pozos de oscuridad, no reflejaban nada, sino que absorbían la luz. Las cicatrices de su antiguo estado habían desaparecido, reemplazadas por la perfección fría de una forma renacida para el caos.
La pulsación en el brazo de Jake se intensificó hasta volverse insoportable. Era como si un tambor bajo su piel se hubiera convertido en un martillo, golpeando directamente sus nervios, no solo con dolor, sino con información. Imágenes, sensaciones. Gritos silenciosos de almas borradas. El sabor metálico del miedo cósmico. La pulsación en su brazo era un torrente. No le otorgaba un poder que pudiera controlar, sino una conexión cruda con la fuente de la energía antinatural que emanaba de Raven, infundiéndole visiones, dolor y una resonancia que era tanto una agonía como una especie de entendimiento forzado, casi como si una fuerza ajena anidara en su interior.
De pronto, una ola de energía antinatural, helada y cargada con la esencia de la anulación barrió el Coliseo. No fue una explosión, sino una marea. Una marea que no buscaba empujar, sino borrar. Las rocas rotas se desintegraban en motas de polvo al contacto. Los cuerpos destruidos del torneo se desdibujaban, como si la realidad misma se estuviera deshilachando a su alrededor.
Jake y Sophia fueron lanzados hacia atrás, no por un golpe físico, sino por la simple imposición de la presencia de Zephyr. Sophia se aferró al brazo con el Fulcro Luminar, su conexión al prisma siendo la única ancla en la marea de la nada. La energía del Fulcro Luminar, cálida y pura, luchaba por mantener la integridad a su alrededor, creando un pequeño microclima de resistencia en el corazón del caos.
La marca en el brazo de Jake ardía. Vio, por un instante, no con los ojos, sino con la mente, una vasta oscuridad palpitante más allá de Raven. Un vacío. Un abismo insondable que se extendía más allá de las estrellas conocidas, lleno de una conciencia antigua y hambrienta. Una voz sin sonido resonó en su cabeza, no en palabras, sino como una sensación de... dominio.
Tuyo.
La marca era suya. La esencia que sentía en la herida de Aldrich y en el aire, era la misma que ahora intentaba entrar en Jake. La visión se desvaneció, dejándolo jadeando, el sudor frío empapando su frente. La realidad volvió: el Coliseo se retorcía. Las sombras se alargaban, formando barreras y espinas a su alrededor. El campo de juego letal de Raven se expandía.
Raven levantó una mano. Lento. Deliberado. Y las gradas rotas del Coliseo se elevaron, no por levitación, sino por una manipulación de la gravedad misma, suspendidas en el aire como si la realidad fuera plastilina en sus manos. Luego, con un movimiento de sus dedos, las rocas se dispararon hacia ellos, no como proyectiles, sino como astillas de una realidad fragmentada, cada una buscando anular su objetivo.
—¡Atrás! —gritó Jake, su voz áspera, su cuerpo al límite. La pulsación en su brazo le infundía terror y conocimiento, pero no control. Se aferró a Sophia, impulsándola hacia la salida más cercana, la misma por la que habían entrado. Sophia, con el Fulcro Luminar apretado contra su pecho, entendió sin palabras. La lógica brutal de la supervivencia se impuso sobre la desesperación.
Corrieron. No con la esperanza de una victoria, sino con la desesperación de la huida. Cada paso era una lucha contra el entorno distorsionado que Raven creaba. El aire se volvía denso, como si intentara ahogarlos. Las sombras tomaban forma, figuras vagas que susurraban promesas de oscuridad y anulación. El suelo parecía negarse a ceder, sus pies se hundían como en arena movediza.
El Fulcro Luminar en la mano de Sophia pulsaba con una luz tenue, resistiendo la corrupción que se expandía por el Coliseo. Era una pequeña burbuja de coherencia en un mundo que se deshacía. Jake sentía su propia energía, agotada, intentando sincronizarse con la de Sophia, intentando formar un escudo que no existía. La marca en su brazo irradiaba una mezcla de dolor y de una extraña, terrible familiaridad con la fuerza que los acechaba.
Raven no los persiguió con prisa. Se deslizó. Con la lentitud inexorable de una marea creciente, su figura ominosa avanzaba, con las manos alzadas, tejiendo los restos del Coliseo. Las rocas suspendidas estallaban donde habían estado segundos antes, dejando cráteres que exhalaban un vapor gélido. El Coliseo se estaba transformando en un monumento viviente a la aniquilación de Zephyr.
Llegaron al umbral de la salida, tropezando con los escombros. El olor a ozono y a sangre de estrellas era aún más fuerte aquí, mezclado con el hedor de la muerte. Jake se giró, su pecho agitado, para echar un último vistazo.
Raven estaba en el centro del Coliseo, una silueta fría y poderosa contra la oscuridad distorsionada. Los ojos de Jake se fijaron en él, y por un instante, el dolor de la marca en su brazo se convirtió en una claridad dolorosa. No era Raven. Era Zephyr. O la encarnación de su voluntad. Y lo que quería, lo que necesitaba, no era solo la destrucción, sino la absorción, la anulación.
La marca en su brazo, ahora, no solo ardía. Resonaba. Era una conexión. Una puerta. Y Jake supo, con una certeza que le heló la sangre, que esa marca no era solo el vestigio de una herida. Era un ancla. Y Raven, o Zephyr, acababa de afianzarlo aún más a ellos.
Sophia lo tiró hacia adelante, fuera del umbral, hacia la noche menos densa del campus.
—¡Tenemos que salir de aquí! —suplicó, su voz rota, su rostro pálido, pero sus ojos aún reflejaban una determinación férrea. No a la victoria, no todavía. A la supervivencia.
Corrieron por los jardines en ruinas, lejos del Coliseo que ahora era el altar de una nueva y oscura fe. La luna, un testigo pálido, iluminaba su huida desesperada. El eco del crujido de las rocas y el susurro de la energía antinatural los siguió, un recordatorio constante de que el vacío creciente de Zephyr los había alcanzado, y que la batalla apenas había comenzado. Jake sentía la marca en su brazo como una promesa ominosa, una invitación constante a la oscuridad. Este era solo el principio. Y el profesor Aldrich... su sacrificio había sido el precio de su despertar a una realidad mucho más aterradora.