Los días de julio oscurecían más temprano que los de junio.
Cuando el Emperador salió del Cuarto de Estudio Imperial, no quedaba más que el último vestigio de azul grisáceo en el cielo. Para cuando regresó lentamente al Palacio Huaqing, incluso eso se había desvanecido.
Cayó la noche y las estrellas parpadeaban en la bóveda celeste.
Al entrar al Palacio Huaqing, las doncellas del palacio le rindieron homenaje.
—¿Se ha retirado ya la Emperatriz Viuda? —preguntó.
—No, su majestad —respondió un joven eunuco.
—Visitaré a la Emperatriz Viuda. Puedes regresar —dijo el Emperador al Eunuco Wei.
El viejo sirviente no estaba cansado.
Suspiró.
—Sí —afirmó con algo de desgana el Eunuco Wei.
El Emperador se dirigió a los aposentos de la Emperatriz Viuda Jing, quien estaba arrodillada ante un altar budista, con una cuenta de Buda en una mano y un pez de madera en la otra. Estaba recitando escrituras budistas con los ojos cerrados.