Manos frías se aferraron a las de Abuelita y el pavor se instauró, ardiendo en sus venas y extendiéndose por sus huesos.
—Tú no eres mi Nadia —gruñó entre el dolor.
—Tampoco soy una extraña —una sonrisa inquietante se dibujó en el rostro de Nadia—. Si no fuera por tu maravilloso robo, no habría tenido este cuerpo al que volver. Así que, tal vez, debería estar agradecida. —Su voz era áspera y gutural mientras acercaba a Abuelita en un abrazo apretado, drenando su poder y reclamándolo como propio—. Quizás también debería agradecerte por seguir viva.
—Kestra. —La voz de Abuelita era un susurro, el dolor era demasiado. Se instauró confusión—. Tomaste el cuerpo de mi hija.
—Mío. —Una luz roja destelló en los ojos marrones de Nadia, pero obviamente, no era ella quien hablaba.
Abuelita frunció el ceño, la ira se reflejó en sus facciones y era evidente en sus ojos.
—¡Déjala ir!
¡Chasquido!
El control se le escapó a Kestra, solo por un momento.