Justo entonces, Ken miró hacia la puerta. —Jefe, ya está aquí.
Emily escuchó una voz ronca detrás de sí. —Sí, escuché que Miranda estaba aquí, así que vine a verla.
En ese momento, el tiempo pareció detenerse.
Todo a su alrededor se desvaneció en silencio. Emily podía oír su propia respiración y los pasos lentos, deliberados, del hombre que se acercaba. Cada segundo parecía estirarse hasta la eternidad, el sonido de sus zapatos bien lustrados en el suelo resonando nítidamente, cada pisada golpeando como un pesado martillo en su corazón.
De repente, sintió un agudo calambre en el bajo vientre.
El rostro de Emily se volvió pálido al instante y se agachó, sujetándose el vientre.
Ken, que estaba más cerca de ella, corrió a sostenerla. —Miranda, ¿estás bien?
Un sudor frío brotó en la frente de Emily. —Solo me siento un poco mal. Necesito usar el baño.
Giró rápidamente, pasando por su lado y saliendo del cuarto a toda prisa.