Altair había sido un alma tranquila desde el día de su nacimiento. Cuando Caspian Nestor sostuvo por primera vez a su hijo recién nacido, separado de su madre fallecida, inicialmente creyó que el bebé también había dejado este mundo. Sin embargo, como si fuera impulsado por el tierno abrazo de su padre, el pequeño, envuelto en un desgastado paño negro, finalmente desveló sus ojos rojo sangre, fijando la mirada en su padre, aunque ningún llanto escapó de sus labios.
Incluso en aquella fatídica noche en que Caspian encontró su prematura muerte a manos de los Caballeros Imperiales, Altair permaneció en silencio.
La vida en los sombríos tugurios cerca de la frontera Oriental era un sombrío relato de oscuridad, frío, suciedad y hambre perpetua. A pesar de soportar colosales adversidades al borde de la enfermedad y la inanición, Altair se negó rotundamente a derramar una lágrima, pues no encontraba motivo para hacerlo.