El principe del caos

**POV Laplace** 

Jajajaja. 

La melodía de su agonía resonaba en mi ser como un concierto de violines desafinados. Ignis, ese títere de carne y hueso, se desgarraba por dentro con cada paso que daba hacia la caravana. Su desesperación era un vino añejo en mi paladar; su tragedia, un poema escrito en lágrimas y barro. ¡Oh, cómo disfrutaba de su caída! 

Había arrancado la página del grimorio con la furia de un niño caprichoso rompiendo su juguete favorito. Y Aria... esa mojigata con aura de santurrona, tirada en el suelo como un trapo sucio. ¡Qué delicia ver cómo la abandonaba sin un ápice de remordimiento! Claro que no lo haría: el pobre Ignis estaba demasiado ocupado ahogándose en su propio mar de culpa. 

Podía sentir cada espasmo de su mente, cada jirón de pensamiento que flotaba en el torbellino de su conciencia. *"Nox... el ritual... mi culpa..."*. Un coro de voces quebradas, un caleidoscopio de locura. No era ruido: era una sinfonía. 

—Autopunición —susurré en las sombras de su psique, acariciando sus recuerdos como si fueran joyas—. Eres un artista, Ignis. Tu sufrimiento debería exhibirse en una catedral. 

Corría a través del bosque, ignorando las ramas que le arañaban los brazos y el barro que le salpicaba la cara. Sus pulmones ardían, sus músculos gritaban... pero él seguía. ¡Oh, sí! Cuanto más se castigaba, más se desgarraba el sello que me mantenía prisionero. Lira, esa ingenua, había creído que su ritual me debilitaría. Pero no entendía que cada lágrima de Ignis era un martillazo en mis cadenas. 

Y entonces llegó: una onda de energía oscura que electrizó el aire como un relámpago púrpura. 

—Oh. Oh. Esto se pone interesante —murmuré, sintiendo cómo la realidad misma se retorcía. 

La explosión en la caravana no fue un mero estallido de fuego. Fue un grito primigenio, un eco de los abismos que hacían temblar hasta los huesos de este cuerpo prestado. Ignis lo sintió también; su corazón aceleró el ritmo, bombeando adrenalina y miedo en igual medida. 

—"Oh, Ignis" —susurré con voz melosa, dibujando palabras en su mente como un poeta envenenando un poema—. "Parece que la has vuelto a cagar". 

Jajajajaja. 

No respondió, por supuesto. Su mente era un caballo desbocado, galopando hacia el precipicio que él mismo había cavado. Pero ah, cómo olía su culpa: ácida, penetrante, como fruta podrida bajo el sol. 

Al llegar al campamento, contuve una carcajada. ¡Era una pintura digna de Brueghel! Cuerpos de hippies esparcidos como muñecos rotos, sus túnicas teñidas de carmesí, ojos vidriosos reflejando las llamas que devoraban sus carromatos. El aire olía a carne chamuscada y azufre, una combinación que me recordaba a casa. 

—"Estás jodido" —murmuré, no sin cierta ternura—. "Pero no te preocupes... Yo disfrutaré por los dos". 

El crujido de huesos retumbó en la noche. 

Sobre un trono de cadáveres carbonizados se alzaba Azazel. Su mera presencia distorsionaba el espacio: extremidades alargadas como sombras al atardecer, ojos que eran pozos sin fondo, una aura que hacía hervir el aire. ¡Magnífico! Hacía siglos que no veía a un Príncipe del Abismo en todo su esplendor. 

Ignis se lanzó hacia él como un perro rabioso. Patético. Hermoso. Las ondas de energía lo arrojaban contra los árboles, pero él volvía a levantarse, sangrando, tosiendo, maldiciendo. 

—"Así se hace" —lo alenté, filtrándole un hilo de mi poder—. "Embriágate de tu ira...". 

Sus puños se incendiaron, pero no con ese fuego divino que tanto odiaba. No. Estas llamas eran negras en el centro, rojas en los bordes. Fuego infernal. *Mi* fuego. 

Azazel retrocedió ante el primer golpe. Ignis gruñó, un sonido más bestia que humano, y entonces lo vi: el sello en su brazo izquierdo comenzaba a agrietarse, líneas doradas desvaneciéndose como hielo bajo el sol. 

—"Hola, Azazel" —dije con voz que ya no era la de Ignis—. "Cuánto tiempo". 

La transición fue un orgasmo cósmico. 

Sentí cómo su carne se volvía mía, cómo las llamas obedecían a mis dedos, cómo el sello se desintegraba en polvo de estrellas muertas. ¡Libre! ¡Al fin! 

—"Mántente ahí" —le espeté a Azazel, aunque en verdad hablaba para la pequeña mosca que se acercaba a mi espalda—. "Cuando acabe, terminaré contigo". 

Me giré lentamente, disfrutando del crujido de huesos bajo mis botas. 

Ahí estaba ella. 

Aria. 

La Santa de los ojos de ámbar y el corazón de acero... ahora temblando como una hoja en la tormenta. Su daga brillaba con una luz pálida, insignificante comparada con mis llamaradas. 

—"Oh, querida Aria" —dije, acariciando cada sílaba—. "Te ves pálida. ¿No te gusta mi nueva vestimenta?". 

Ella apretó el arma, pero sus dedos delataban el pánico. 

—"Suéltalo" —exigió, con una voz que quiso ser firme y solo logró ser quebradiza—. "No eres bienvenido aquí". 

Reí. Un sonido grave que hizo vibrar los cristales rotos en el suelo. 

—"Ah, pero ya llegué" —extendí los brazos, y las llamas formaron un círculo a nuestro alrededor, encerrándonos en una jaula de calor y humo—. "Y parece que Ignis me ha dado la llave de la casa... y de todo lo que hay dentro". 

Azazel rugió a mis espaldas, pero su sonido se ahogó cuando levanté una mano. El fuego lo inmovilizó, serpientes de llamas azules estrangulando sus miembros. 

—"Laplace" —su voz era un terremoto en la mente—. "No creí que te volvería a ver". 

—"Lo sé, lo sé" —suspiré, caminando en círculo alrededor de Aria como un tigre alrededor de su presa—. "Debes de estar muriendo por contarme las novedades del Infierno... ¿Sigues celoso porque Belial se quedó con tu trono?". 

Aria intentó atacar entonces. Un movimiento torpe, predecible. Con un gesto, las llamas le arrancaron la daga de las manos. 

—"Vamos, cariño" —ceceé, acercándome hasta que el calor de mi cuerpo hizo sudar su piel—. "Tantos exorcismos... tantas noches rezando por el alma de este pobre diablo" —señalé el pecho de Ignis—. "Y ahora, cuando más importa... ¿Dónde está tu dios?". 

Ella retrocedió, pero el fuego la rodeaba. 

—"Voy a sacarte de ahí" —mintió, y hasta ella lo supo. 

Sonreí, mostrando los dientes de Ignis afilados como dagas. 

—"Para eso..." —susurré, acariciándole la mejilla con una llama que no quemaba—. "... tendrías que matarlo. ¿Podrías? ¿Apostarías su vida por el 'bien mayor'?". 

Sus ojos se dilataron. Ahí estaba: el conflicto perfecto. La duda que corroe, la ética que se resquebraja. 

—"No..." —tragó saliva—. "Hay otra forma". 

—"¿Como cuando salvaste a los huérfanos de Valdrak?" —soltó una carcajada—. "Oh, espera... esos niños murieron, ¿no? Quemados vivos porque tú llegaste tarde". 

Ella gritó, cargando contra mí con las manos desnudas. Fácil. La tomé del cuello, levantándola hasta que sus pies dejaron el suelo. 

—"Shhh" —musité, mientras mis llamas danzaban alrededor de su cuerpo sin tocarla—. "Míralo bien, Aria. Esta es tu obra. Tú lo empujaste a esto... Tú lo convertiste en mi llave". 

Azazel bramó de nuevo, rompiendo parte de mis ataduras. Una distracción. 

Aproveché para acercar mis labios al oído de Aria: 

—"Te dejaré vivir hoy" —prometí, y sentí su horror al entender que era una maldición, no una misericordia—. "Corre. Cuéntale al mundo cómo Laplace regresó... Y dile a Ignis..." 

La solté. Cayó de rodillas, tosiendo. 

—"... que cuando vuelva por él, le haré ver lo que realmente significa arder". 

Con un chasquido de dedos, el círculo de fuego se extinguió. Aria huyó, su silueta tambaleante devorada por la noche. 

Azazel se liberó entonces, rugiendo. 

—"Terminemos esto, Príncipe" —sonreí, y el infierno entero estalló a mi alrededor.