—Román Draven hablaba con fluidez un idioma: el lenguaje universal del amor. Adoraba a las mujeres, ¿y por qué no habría de hacerlo? Las mujeres eran la perfección encarnada—sus curvas suaves y firmes eran una tentación divina. Sus senos, dos puñados perfectos, suplicaban ser acariciados, masajeados y succionados hasta que sus dulces gritos llenasen el aire, una sinfonía solo para él.
—Y luego estaba el trasero, dos mitades irresistibles y deliciosas diseñadas para sus manos—para ser azotadas, manoseadas y amasadas a su antojo. Pero el tesoro definitivo, la pièce de résistance, era la parte más dulce de todas—su coño. Para Román, no había ambrosía más exquisita que los jugos que podía saborear mientras su lengua adoraba su clítoris sensible.
—Para él, las mujeres eran el regalo más grande de Dios, tesoros que merecían ser apreciados, adorados y complacidos sin medida.