A diferencia de los demás, Román Draven no tenía paciencia para juegos. Fue directamente al premio. Violeta jadeó cuando él enterró su rostro entre sus muslos, su lengua deslizando por su húmedo, dolorido centro como si lo poseyera.
—Oh dioses —gimió Violeta, su cabeza cayendo hacia atrás, su cuerpo arqueándose impotente contra las ataduras mientras Román se deleitaba con ella como un lobo hambriento. También era ruidoso al respecto, haciendo esos ruidos pecaminosos y húmedos que resonaban en las paredes, lamiendo y succionando, frotando su clítoris hasta que pensó que podría explotar.
Era demasiado. Él era demasiado. Violeta quería empujarlo, arañar a él, decirle que bajara el ritmo demonios, pero las ataduras la dejaban a su merced.
Y Román Draven no tenía misericordia.