Gritos y llantos desoladores se escuchaban por todas partes, como si el mundo entero estuviera en agonía. Salí corriendo de mi cuarto, con el corazón latiendo con fuerza. Algo estaba mal, más mal de lo habitual.
Lo primero que hice fue buscar a mi madre. Revisé cada rincón de la casa, llamándola con desesperación:
—¡Bianca! ¡Bianca! ¿Dónde estás?
Solo el eco vacío de mi voz respondió. Ni un ruido, ni una señal de su presencia. La botella de licor que siempre estaba en su mano descansaba vacía sobre la mesa, como si marcara el final de algo.
Fue entonces cuando lo supe: me había abandonado. Por un momento, el silencio fue más ensordecedor que los gritos del exterior. Pero la verdad era que no dolía tanto como habría esperado. En el fondo, siempre supe que este día llegaría. Bianca nunca se preocupó realmente por mí. Yo no era su hijo; era una carga.
Una risa amarga escapó de mis labios mientras me dejaba caer en una de las sillas rotas de la sala.
—Claro —. Murmuré para mí mismo. —¿qué otra cosa podía esperar de ella?
El vacío que sentía no era tristeza, sino una resignación fría que se extendía por todo mi cuerpo. Por alguna razón, el caos afuera parecía reflejar exactamente cómo había sido mi vida hasta ahora: desordenada, cruel y completamente fuera de control.
Pero algo dentro de mí se negó a quedarse quieto. Si Bianca había decidido dejarme, entonces ya no tenía que cargar con ella. Mi vida era mía ahora, por inútil que pareciera.
Sin ningún motivo para quedarme en casa, agarré la espada y la máscara. La espada tenía un peso extraño, como si no fuera solo de metal, sino de algo más profundo y oscuro. La máscara, por otro lado, parecía mirar dentro de mí, incluso antes de ponérmela. No entendía por qué Lucifer me las había dado, pero no tenía tiempo para cuestionarlo.
Abrí la puerta y salí al exterior.
—¿Qué… carajos…? —. Murmuré, con los ojos abiertos de par en par.
El mundo era un infierno vivo. Cadáveres y sangre cubrían las calles; algunas personas corrían desesperadas, otras se agazapaban en rincones oscuros, esperando escapar de algo peor. A lo lejos, se alzaban columnas de humo negro, mezclándose con el cielo teñido de rojo. El olor a carne quemada y sangre me golpeó de inmediato, llenándome de náuseas. Sentí el estómago, revolverse, y luché por no vomitar.
Me quedé paralizado, incapaz de procesar lo que estaba viendo. Había oído historias de violencia y desesperación, pero esto… Esto era distinto. Era como si la cordura del mundo se hubiera desgarrado de golpe.
De repente, una figura surgió entre las sombras, corriendo directamente hacia mí. Era un hombre cubierto de suciedad, con los ojos inyectados en sangre y una expresión de pura locura. En sus manos sostenía una espada improvisada, un pedazo de metal afilado que parecía más una trampa que un arma.
No tuve tiempo para pensar.
Gritando, el hombre alzó su arma y la dejó caer hacia mí. Por puro instinto, levanté la espada que llevaba. El choque fue ensordecedor, el impacto vibró en mis brazos y me lanzó de espaldas contra el suelo.
—¡Mierda! —jadeé, tratando de recuperar el aliento.
El hombre me miró con furia, levantando su arma de nuevo. Mis manos temblaban al agarrar la espada. No tenía experiencia real en pelear, solo las horas de práctica contra enemigos imaginarios. Pero esto era diferente: si me equivocaba, moriría.
Me arrastré hacia atrás, tratando de ganar espacio, mientras el hombre se lanzaba hacia mí con una sonrisa demente. El tiempo pareció ralentizarse mientras mi mente gritaba una sola palabra: ¡Haz algo!
Cuando él se lanzó de nuevo, rodé hacia un lado, apenas esquivando su embestida. Tropezó con su propio ímpetu y cayó al suelo con un golpe seco. Aproveché el momento, levantándome lo más rápido que pude. Mi corazón latía con fuerza, y apenas podía mantener la espada firme en mis manos temblorosas.
Los ojos de la máscara comenzaron a brillar suavemente. Frente a mí, aparecieron unas líneas etéreas, como un trazo dibujado en el aire. Formaban un camino claro, guiándome sobre cómo blandir la espada.
Él se levantó con dificultad, sus ojos llenos de rabia y locura. Sin pensarlo, volvió a abalanzarse hacia mí, gritando como un animal salvaje.
Estaba aterrorizado, pero decidí confiar en lo que veía. Seguí el camino que la máscara me mostraba, moviendo la espada como si alguien más estuviera guiando mi mano.
Sentí la resistencia de su carne y el calor de la sangre salpicándome. La espada lo cortó en el brazo, no lo suficiente para incapacitarlo, pero sí para hacerlo retroceder, soltando un grito desgarrador.
—¡Agh! ¡Maldito bastardo! —rugió, sujetándose la herida.
Su expresión se torció aún más. El dolor no lo detuvo, sino que lo enfureció más. La espuma en sus labios y el fuego en sus ojos eran la prueba de que no tenía intención de rendirse.
—¡Te voy a matar! ¡Te voy a matar! —escupía saliva mientras corría hacia mí otra vez, sus pasos resonando como martillazos en mi mente.
Los ojos de la máscara volvieron a iluminarse, mostrando un nuevo trazo. Esta vez, el camino no era para herirlo, sino para matarlo. Comenzaba en su cabeza y terminaba en su entrepierna, un corte mortal y definitivo.
No pensé. No tuve tiempo para dudar. Mientras él se acercaba, con su espada alzada, seguí el trazo de la máscara.
La espada atravesó su cuerpo como si cortara aire. El impacto fue silencioso, casi irreal, hasta que escuché el sonido seco de algo cayendo al suelo.
Miré hacia abajo.
Ahí estaba. Su cuerpo partido en dos, sus ojos aún abiertos en una expresión de furia congelada. La sangre formaba un charco creciente a mi alrededor.
Me quedé inmóvil, incapaz de procesar lo que acababa de suceder. Mi respiración era pesada, y mis manos seguían apretando la empuñadura de la espada, manchadas con su sangre.
No sentí culpa, pero tampoco orgullo. Solo una mezcla extraña de vacío y desconcierto.
—¿Qué… qué acabo de hacer? —. Murmuré, sin apartar la vista del cadáver.
Entendí que, si quería sobrevivir y encontrarme nuevamente con Lucifer, debía utilizar la espada y la máscara para hacerme fuerte. No tenía otra opción.
Tras quedarme unos minutos inmóvil, procesando lo que había hecho, decidí avanzar. Si quería salir de Esperion con vida, no podía darme el lujo de quedarme quieto.
Corrí por las calles, evitando enfrentamientos siempre que podía. El olor a humo y sangre seguía invadiendo mis sentidos, y aunque llevaba la máscara puesta, no quería confiarme. Algo me decía que no era invencible, al menos no aún.
Mientras avanzaba, la devastación que veía era cada vez peor. Escuchaba gritos de ayuda, llantos desesperados y risas histéricas que parecían salir de las gargantas de personas poseídas. Las escenas que presenciaba eran grotescas: cuerpos mutilados, hogares en llamas, gente peleando por cualquier cosa que pareciera útil.
No podía evitar pensar: ¿Cómo puedo salir de aquí?
Tuve que enfrentarme a varios vándalos en el camino. Me atacaban con armas improvisadas y una ferocidad que nunca había visto antes. Cada vez que levantaba la espada, las líneas trazadas por la máscara me guiaban, y aunque todavía me sentía torpe, algo había cambiado. Con cada golpe, con cada enemigo derribado, sentía que mi manejo de la espada mejoraba. Era como si la máscara y la espada me estuvieran enseñando.
El tiempo se volvía un borrón entre enfrentamientos y huidas. Finalmente, tras lo que parecieron quince minutos, llegué a la plaza principal.
Desde aquí comenzaba mi viaje. Si tomaba la calle principal, estaría a las afueras de Esperion en unos cinco minutos, pero estaba seguro de que esa ruta estaría repleta de vándalos. No podía arriesgarme a enfrentarme a tantos a la vez. Opté por una de las calles secundarias. Sería más lento, pero mucho más seguro.
Miré alrededor, tomando aire profundamente. El olor del caos seguía llenando mis pulmones, y las ruinas de la plaza eran un sombrío recordatorio de lo que había dejado atrás y de lo que aún me esperaba.
Con decisión, empecé a correr hacia la calle secundaria. Apenas llevaba unos minutos cuando me atacaron desde un callejón oscuro. Esta vez pude hacerle frente sin dificultad. Bloqueé su ataque y lo derroté rápidamente siguiendo los trazos de la máscara. Sin detenerme, continué corriendo.
Finalmente, llegué a una intersección, y fue ahí donde lo vi. Un chico, no mucho más joven que yo, quizás de 15 o 16 años, estaba siendo atacado por un vándalo. Intenté ignorarlo. Pensé que no era asunto mío y que lo mejor era seguir adelante. Pero algo en esa escena me detuvo.
Era como verme a mí mismo hace unos años, indefenso, al borde de ser aplastado por el mundo. Antes de darme cuenta, ya había actuado.
—¡Oye, bastardo! —. Grité, mi voz resonando más fuerte de lo que esperaba. —Déjalo o te mato.
El vándalo se giró hacia mí, sorprendido al principio. Luego, su rostro se torció en una sonrisa burlona.
—¿Y tú, quién eres, rarito? ¿Qué haces escondiéndote detrás de esa máscara?
Su tono era desafiante, y no tardó en lanzarse contra mí con su espada. Me preparé, dejando que la máscara trazara el camino como siempre.
Di un golpe confiado, pero esta vez algo fue diferente. El vándalo bloqueó mi ataque.
Mi mente se quedó en blanco por un momento. Nunca pensé que alguien pudiera detener mi espada tan pronto.
—¿Qué pasó? ¿No estabas confiado? —se burló el vándalo, con una sonrisa arrogante que me enfureció.
—Cállate y ataca —respondí, intentando sonar seguro, pero mis palabras no escondían el nerviosismo que sentía.
Sabía que debía intentar algo diferente. Si solo dependía de la máscara, no podría vencerlo. Tenía que pensar rápido.
—¿Qué debería hacer? —murmuré para mí mismo, buscando una estrategia.
El vándalo se rio, atacándome con una fuerza que apenas podía bloquear.
—¿Qué dices? ¡Habla más fuerte! —se burló, claramente disfrutando del enfrentamiento.
—No hablaba contigo, cerdito —le respondí entre dientes, aunque mi mente estaba concentrada en sus movimientos.
Era más fuerte que yo, y mis manos temblaban con cada choque de nuestras espadas. Bloquear era cada vez más difícil, y sabía que no podría seguir haciéndolo por mucho tiempo.
Esquivaba como podía, y entonces me di cuenta de algo. Cada vez que esquivaba, su costado quedaba expuesto, aunque solo por un breve instante.
Si quería ganar, tendría que atacar ahí. Tendría menos de un segundo para aprovechar la oportunidad, pero era todo lo que tenía.
Me preparé, ajustando mi postura, esperando el momento perfecto. Tanto mi cuerpo como mi mente estaban sincronizados. Justo cuando él atacó, di un paso hacia atrás, saliendo del alcance de su espada. En el mismo movimiento, me abalancé hacia él con toda la velocidad que mi cuerpo pudo reunir, cortándolo profundamente en el costado.
Dejó salir un grito desgarrador, cayendo de rodillas mientras sus manos temblorosas intentaban detener la hemorragia.
—¡Agh! ¿Cómo es posible? Apenas podías bloquear y esquivar, ¿cómo lograste moverte tan rápido? —Su voz era débil, entrecortada por el dolor.
Lo miré con frialdad, sintiendo una mezcla de satisfacción y vacío al ver su condición.
—No sé de qué hablas —respondí, apretando con fuerza el mango de la espada—. Solo aproveché tu descuido. Ahora, cállate, voy a acabar con tu sufrimiento.
Sin dudarlo, me posicioné detrás de él y, con un movimiento firme, le atravesé el corazón. El vándalo dejó escapar un último jadeo antes de desplomarse por completo.
Me costó sacar la espada de su cuerpo. La hoja estaba atorada, como si la carne y los huesos se resistieran a dejarla ir. Finalmente, con un tirón, la espada salió, y con ella un chorro de sangre que salpicó el suelo y mis manos.
Luego de acabar con el vándalo, intenté acercarme al chico para asegurarme de que estaba bien, pero tan pronto como di un paso hacia él, retrocedió, temblando. Sus ojos estaban llenos de miedo, como si yo fuera un monstruo.
Para calmarlo, me quité la máscara, dejando al descubierto mi rostro.
—Aléjate, no me hagas nada —. Dijo con un tono entrecortado, el miedo evidente en su voz.
—No tengas miedo —. Le respondí suavemente. —No pretendo dañarte.
Extendí mi mano hacia él, esperando que confiara en mí. Por un momento, dudó, sus ojos moviéndose entre mi rostro y mi mano extendida. Finalmente, tomó mi mano con cierto recelo, y lo ayudé a levantarse.
A pesar de su alivio por estar de pie, el miedo seguía presente en sus ojos, aunque ya no tan intenso.
—¿Cómo te llamas? —. Pregunté con un tono amigable, intentando romper la tensión. Luego añadí, con algo de sinceridad. —Yo soy Orión. Tengo dieciocho. Te ayudé porque me recordaste a mí mismo hace unos años.
No estaba seguro de por qué le había contado eso, pero salió de manera natural. Al final, no importaba mucho.
—¿Y tú? ¿Cómo te llamas?
—Soy Finan—. Respondió, su voz aún temblorosa, pero con menos miedo que antes.
—Bueno, Finan, me voy. Tengo que llegar a Columba. Me alegro de que estés bien, pero tengo que irme.
Estaba por dar la vuelta y marcharme cuando sentí un tirón en mi brazo. Miré hacia atrás y vi que Finan me había agarrado con fuerza. No dijo nada, pero sus ojos hablaban por él: no me dejes solo.
Suspiré, intentando mantener la calma.
—¿Qué pasa, Finan? Tengo que irme.
—No… No me dejes —respondió, su voz apenas un murmullo. Después de un segundo de silencio, agregó apresuradamente—: Puedo ayudarte. Hace un rato, vi a la señorita Elena. Se iba en una caravana a Columba.
Me quedé mirándolo, esperando que dijera algo más.
—Sí… si me llevas contigo, te llevaré donde ella.
Su propuesta me tomó por sorpresa. La idea de una caravana significaba una forma más rápida y segura de salir de Esperion y llegar a Columba, pero viajar con alguien más podría retrasarme o complicar las cosas. Por otro lado, dejarlo aquí, solo y sin protección, probablemente sería condenarlo a una muerte segura.
Miré a Finan, que esperaba mi respuesta con una mezcla de esperanza y miedo.
—Está bien —. Dije, finalmente, con un suspiro—. Pero si vienes conmigo, tienes que seguir mis reglas. Nada de distracciones, y harás lo que yo diga. ¿Entendido?
Finan asintió rápidamente, casi como si temiera que cambiara de opinión.
—Gracias, Orión. Prometo que no te daré problemas.
Lo observé por un momento más, evaluando si era buena idea o no. Finalmente, me puse la máscara de nuevo.
—Bien, Finan. Llévame a esa caravana.