Las gotas de lluvia caían silenciosamente y encontraban la tierra abajo, pero su fuerza combinada convertía sus susurros en los rugidos de bestias, cubriendo la totalidad del Continente Central con el sonido de su repiqueteo.
En una cima de montaña anodina en algún lugar del camino, Damien estaba sentado en el tejado de una cabaña vieja, mirando a las nubes con una expresión perdida.
Había pasado una semana. Una semana desde el día en que Elena expresó sus agravios en su totalidad, y una semana desde el día en que se apartó de su lado.
Fue una semana tranquila. Una solitaria, pasada en la cima de esta montaña desconocida.
La lluvia pintaba a Damien en su color, pero él no se movía. Cerraba los ojos y se deleitaba en la atmósfera lúgubre creada a su alrededor.
Sentía como si la lluvia apareciera cada vez que la necesitaba, cada vez que necesitaba tiempo a solas para sumergirse tranquilamente en paz y tristeza.