No lo pensaba a menudo, pero por alguna razón, ese día —el día que conocí a aquel extraño— se colaba en mis sueños cuando menos lo esperaba.
Hace cuatro años, la primera vez que pisé este país. Recuerdo cómo el cielo estaba cargado de nubes, oscuro e hinchado de lluvia. El viento tenía mordida, frío y cortante, atravesando mi chaqueta mientras deambulaba sin rumbo por calles desconocidas.
Acababa de llegar, y todo se sentía extranjero: los edificios, el idioma, incluso la manera en que la gente caminaba apresurada, con la cabeza baja, sujetando con firmeza los paraguas en sus manos.
En aquel entonces, era joven, con los ojos muy abiertos y rebosante de curiosidad por el mundo más allá del mío. No estaba acostumbrada a la lluvia. Donde yo venía, la lluvia era cálida, suave y gentil, pero aquí, era implacable, golpeando el pavimento como si tuviera rencor contra la tierra.