Encendamos los Quinqués: Parte 1

Narrador: Logan C. Krauther

El Mastodonte tiene una habilidad especial para complicarme la vida más de lo necesario. Lo que se suponía que era un simple favor terminó siendo otra forma de mantenerme controlado.

Rhaben, quiero que ayudes con la logística en la base de la Coalición de Fuego, —había dicho con su tono habitual, como si me estuviera asignando algo de vital importancia estratégica.

No lo era.

Mover cajas, organizar equipo, asistir en tareas menores. Nada que ver con combate o estrategia, pero algo para mantenerme ocupado. Acepté sin protestar demasiado: si así me libraba por un día del entrenamiento brutal de Krauther, bien. Lo que no calculé fue que Kim usaría esto para divertirse a mi costa.

Rhaben, te envían porque soy demasiado importante para malgastar mi tiempo en eso, —dijo ella con su sonrisa característica mientras me lanzaba una caja de suministros.

La Coalición de Fuego era... distinta. No en disciplina, sino en cómo se trataban entre ellos. Había más calor humano en el ambiente, a diferencia de la frialdad mecánica de la Coalición de Hierro. Los soldados conversaban con camaradería, algunos hasta bromeaban mientras trabajaban. No eran descuidados, pero su energía era más... explosiva.

También lo reflejaba su vestimenta. Los uniformes combinaban tonos rojo apagado, café y gris, evocando fuego, cenizas y roca volcánica. Para alguien habituado a los colores fríos y metálicos de la Coalición de Hierro, era un cambio llamativo.

La verdadera diferencia se vio cuando ocurrió el sismo. Breve pero suficiente para que los andamios en la fachada se tambalearan peligrosamente. Alcé la vista justo a tiempo para ver a una chica perder el equilibrio. Ni lo pensé: corrí hacia la base de la estructura y me posicioné debajo. La gravedad hizo el resto: ella cayó y la atrapé.

El impacto me hizo tambalear un poco, pero la sostuve antes de que se golpeara.

¿Estás bien? —pregunté, notando su rostro pálido.

Era más bajita que yo, la cabeza apenas a la altura de mis hombros. Tenía el cabello alborotado por la caída; sus manos temblaban un poco por el susto.

Sí... sí, —murmuró, todavía en shock.

Bien. —La solté con cuidado, asegurándome de que se mantuviera en pie.

Ella parpadeó un par de veces, asimilando lo ocurrido. Entonces, sin previo aviso, se inclinó y besó mi mejilla.

¡Gracias! De verdad, ¡eres increíble!

Antes de reaccionar, otros soldados llegaron corriendo. Uno, que la conocía, soltó una carcajada.

Verlognt, si querías atención, había maneras menos dramáticas de pedirla.

Ella se volteó rápidamente, entre avergonzada y divertida.

¡No lo hice a propósito, idiota!

Susan Verlognt. No tenía ni idea de quién era hasta ese momento, pero todos los demás sí. El revuelo no tardó en extenderse. Más de uno en la Coalición de Fuego encontró gracioso que el "chico de la Coalición de Hierro" fuera el héroe del día. Yo prefería desaparecer. Y, para colmo, todo quedó grabado en las cámaras de seguridad.

Horas después...

Volver a la base no mejoró mi situación. Kim y Crips ya habían visto el video.

Entonces, Rhaben, —comenzó Kim, con una satisfacción que solo podía presagiar problemas—. ¿Qué se siente ser el héroe de la Coalición de Fuego?

Me apoyé contra la pared, mirando el techo.

¿De qué hablas?

Oh, vamos. —Se cruzó de brazos—. Vi el video: tú, rescatando a una damisela en apuros, el beso en la mejilla... todo un caballero.

Crips se unió a la broma.

No todos los días te lo agradecen así, ¿eh, Rhaben?

Rodé los ojos.

¿Podemos dejarlo ya?

Pero Kim no había acabado.

Verás, casualmente conozco a Susan, —dijo, con una sonrisa que me puso nervioso.

Maldita sea.

¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

Kim suspiró como si hablara con un niño terco.

Que vamos a hacer algo interesante. Tú y Susan van a salir a tomar algo.

Fruncí el ceño.

¿Qué?

Crips se cruzó de brazos, mirándola con suspicacia.

Kim, por favor. ¿Vas a jugar a ser casamentera ahora?

No es así, —dijo ella, con fingida inocencia—. Es solo que... Susan quiere conocerte mejor. Y como Logan nunca hace nada divertido, pensé en ayudar un poco.

Crips suspiró, pero su expresión indicaba que había perdido la batalla.

Bueno... al menos será gracioso verte sufrir.

Mi paciencia se agotaba.

No voy a salir con una chica solo porque tú lo digas.

No es una cita, —replicó Kim, encogiéndose de hombros—. Solo una charla. ¿Qué te cuesta?

Todo en su tono gritaba que, en su mente, ya me había vencido. Crips miró a Kim, luego a mí, y se rindió.

Al menos será entretenido, —dijo él.

Exhalé, pasándome la mano por la cara.

Si esto se sale de control, no me culpen.

Prometo que será inofensivo, —aseguró Kim.

Lo dudaba. Pero ya estaba metido.

Finalmente te diste cuenta, —dijo Crips con una risa burlona, dejándose caer en un banco a mi lado.

¿De qué hablas?

De Kim. Su obsesión de controlar todo: a ti, a mí, a sus drones, sus estrategias... todo.

Lo miré con escepticismo.

Creo que siempre lo supe, pero no había visto cuán lejos llegaba.

Crips soltó una carcajada, dándose una palmada en la pierna.

¡Bienvenido a la realidad, Rhaben!

Me crucé de brazos.

No sé si reír o preocuparme.

Él hizo un gesto despreocupado.

No lo hace con malicia. Es su forma de mostrar que le importas.

Fruncí el ceño.

¿Mostrar afecto controlándome?

Para ella, sí. —Se acomodó en el asiento—. Kim nunca ha tenido muchos amigos. Siempre fue distinta. Mientras los demás jugaban con armas de juguete o entrenaban, ella armaba y desarmaba drones. No le interesa nada fuera de su zona de confort. Pero si alguien le cae lo bastante bien para cruzar esa barrera, lo ve como una extensión de sí misma.

Eso suena... aterrador —bromeé con aparente preocupación.

Crips se rió.

Tal vez si lo ves desde fuera. En el fondo, es más simple de lo que parece. Si Kim te considera parte de su círculo, en su mente eres suyo. No en plan romántico, sino como uno de sus drones programados.

Rodé los ojos.

No soy un maldito dron.

Obvio —contestó—. Y eso la frustra, porque no puede controlarte como al resto. Eres impredecible.

Parece más su problema que el mío.

Crips alzó una ceja.

¿Ah, sí? ¿Y lo del otro día con Mhir?

Sentí cómo se me tensaba la mandíbula.

¿Qué pasa con eso?

Oh, vamos, Logan. ¿No viste cómo Kim se metió en medio de ustedes, marcando territorio con su sarcasmo? Hasta un ciego lo habría notado.

Permanecí callado. Crips sonrió, satisfecho.

Sí, lo notaste.

Suspiré.

¿Y qué se supone que haga?

Aprender a lidiar con ella —afirmó con naturalidad—. No va a cambiar. Tienes dos opciones: jugar a su juego y encontrar la forma de librarte de sus maniobras, o limitarte a disfrutar del espectáculo.

No quiero jugar.

Crips rió.

Buena suerte.

Cuando llegué al punto de encuentro, Kim ya esperaba con una expresión demasiado feliz para mi gusto. Junto a ella, vistiendo un uniforme impecable de la Coalición de Fuego, estaba Susan Verlognt.

Lo primero que noté fue su cabello blanco, corto y desordenado. Sus ojos de rubí mostraban curiosidad, como si analizara todo a su alrededor. Más baja que yo, apenas a mi hombro, y una postura suelta, sin la rigidez típica de un soldado.

Ya estamos —anunció Kim, con aire triunfal.

Susan me sonrió con franqueza.

Un gusto verte de nuevo, Logan.

Rhaben, —corrigió Kim, con diversión.

Susan ladeó la cabeza, sin dejar de sonreír.

Me gusta más Logan.

No supe qué contestar.

Vamos, no lo hagas más incómodo —dijo Kim, empujándome un poco hacia Susan—. Charlen, hagan lo que hacen los humanos normales. Crips y yo... estaremos monitoreando desde lejos. O no.

Me giré despacio hacia ella.

¿Monitoreando?

Kim sonrió.

Nada. No pienses demasiado en ello.

Algo en su tono me hizo fruncir el ceño. Y entendí a qué se refería exactamente cuando divisé el dron unas calles más tarde.

Caminar junto a Susan era extraño, no por ella, sino por lo abierta que parecía ser. Era cálida, hablaba con soltura y sonreía sin fingir, lo que me incomodaba un poco. En mis intentos de conversación, me sentía torpe. Ella, en cambio, estaba relajada. Hasta que lo vi: un dron, flotando a una distancia prudente y con un diseño demasiado familiar.

Rodé los ojos.

Maldición, Kim.

Susan notó mi expresión y buscó con la mirada lo que yo veía.

Oh, no otra vez —murmuró.

Antes de añadir nada más, alzó la mano y lanzó un chorro de fuego que impactó en el dron. La máquina se precipitó en llamas, chocando contra el suelo. Me volví a verla, sorprendido. Susan me dedicó una sonrisa mezcla de disculpa y diversión.

Lo siento. Kim puede ser... intensa.

Alcé una ceja.

¿A veces?

Ella rió.

Tienes razón, es intensa siempre. Pero no es mala persona.

Todo el mundo dice eso —resoplé.

Porque es cierto —replicó Susan—. Aunque su modo de proceder sea... particular.

Solté un suspiro.

¿Y esto sucede mucho?

Si hablas de espiar, más de lo que debería —contestó, aún sonriente—. Si hablas de organizar 'citas', no lo hace a menos que piense que vale la pena.

Genial.

Susan volvió a reír. Y, por primera vez, la conversación dejó de resultarme forzada.

Seguimos caminando, y finalmente pregunté lo que me intrigaba:

¿A dónde me llevas, exactamente?

Susan alzó la cabeza, sonriendo.

Al centro del distrito Soar.

Fruncí el ceño.

¿Soar?

Significa luciérnaga en Zaerio —explicó—. Es el distrito con la vida nocturna más intensa de la Alianza.

Me detuve.

No soy de por aquí.

Susan parpadeó.

¿En serio? Pensé que todo el mundo conocía el centro.

Recordé la historia que Krauther me obligó a memorizar.

Vivía con mis abuelos fuera de las murallas. Era... campesino.

Ella me miró, como evaluándome. Luego sonrió.

No pareces campesino.

El entrenamiento hace maravillas —murmuré.

Susan se cruzó de brazos, con una sonrisa burlona.

O quizá no eres muy bueno mintiendo.

Su sonrisa tenía algo de travieso. Y por primera vez, me encontré sonriendo también.

Las luces del distrito Soar comenzaron a encenderse, transformando las calles en un espectáculo de neón y sombras cálidas. Los letreros de bares, cafeterías y discotecas iluminaban el camino con colores vibrantes, reflejándose en los adoquines pulidos del suelo. El sonido de la música, las voces animadas y el aroma de comida recién preparada llenaban el aire.

Era... extraño. No porque fuera particularmente llamativo, sino porque nunca había estado en un lugar así sin estar en una misión o un conflicto.

Susan caminaba a mi lado, relajada, con las manos en los bolsillos de su chaqueta. No parecía tener prisa, ni intentaba llenar el silencio incómodo que yo estaba dejando. Aun así, sus ojos rojos brillaban con curiosidad.

—Entonces, Logan, —dijo finalmente, con su tono ligero—. ¿Desde cuándo los campesinos tienen ese tipo de reflejos?

Me detuve un segundo.

Susan me observó de reojo, divertida.

—Digo, reaccionaste muy rápido cuando me atrapaste. No te tambaleaste, no dudaste. No pareció la reacción de alguien que pasó toda su vida cosechando trigo.

Fruncí el ceño.

—Tengo buena coordinación.

Claro, —dijo Susan, con el tono de quien le da la razón a un niño que afirma que el cielo es verde—. ¿Y cortabas el trigo con tus garras?

Maldición. La miré con cautela. No parecía buscar una pelea ni incomodarme, pero dejaba claro que no se tragaba mi historia. Suspiré y decidí intentar una evasión.

—Si tanto te interesa mi vida, hagamos esto más interesante.

Susan alzó una ceja.

¿Interesante cómo?

No respondí enseguida. En su lugar, me acerqué a un puesto de bebidas, agarré una lata de jugo y la bebí de un solo trago. Susan me miró entre confusa y entretenida.

—¿Eso formaba parte de alguna estrategia secreta?

No contesté. Solo la invité con la cabeza a que me siguiera.

Caminamos unos metros hasta toparnos con una gran palmera en el centro de la plaza. Dejé la lata vacía al pie del tronco, retrocedí unos pasos y nos alejamos hasta quedar a unos cuarenta metros. Entonces, con un gesto rápido de la mano, materialicé tres dagas de hielo.

Los ojos de Susan brillaron con genuina fascinación al ver la luz reflejada en el hielo translúcido.

Reglas simples, —dije, volviéndome hacia ella—. Tienes tres intentos para acertarle a la lata. Si fallas, me compras un helado.

—¿Y si gano? —preguntó, cruzándose de brazos.

Sonreí apenas.

—Te contaré algo de mi historia.

Susan se tomó unos segundos para calibrar el desafío. Luego, agarró una de las dagas de hielo sin miedo.

Trato hecho, —dijo con seguridad.

No esperaba que acertara en el primer intento. La daga de hielo giró en el aire con precisión quirúrgica, impactando en la lata de metal y volcando el recipiente con un estruendo sutil.

Me quedé sin decir nada. Susan sonrió, satisfecha.

—Vaya, fue rápido —comentó con una modestia fingida—. No pensé ser tan buena.

—Tuviste suerte.

¿Suerte? —repitió, alzando las cejas—. Lo hice a la primera.

—Pura coincidencia.

Claro, claro, —dijo, reprimiendo una risa—. Lo que digas, Rhaben.

Suspiré con pesadez.

—Está bien, ganaste.

¡Sí, lo hice!

—No lo empeores.

Susan se cruzó de brazos, con una expresión entre burlona y traviesa.

—No sabía que eras un mal perdedor.

—No lo soy.

Oh, definitivamente lo eres.

Rodé los ojos, resignado.

—Lo que sea. Vámonos antes de que cambie de opinión.

Susan asintió, su sonrisa de victoria aún dibujada en el rostro. Nos sentamos en un banco cerca de una fuente que cambiaba de color con luces subacuáticas.

—Bueno, —dijo ella, con los ojos encendidos de curiosidad—, empieza a hablar.

Exhalé con lentitud. No podía contarle la verdad, pero tampoco deseaba mentir torpemente.

—Viví con mis abuelos fuera de las murallas principales —comencé, recordando la farsa que Krauther me obligó a memorizar—. Nunca tuvimos mucho, pero no pasé hambre. Aprendí a sobrevivir sin depender del centro urbano.

Susan escuchaba en silencio, sin interrumpir.

—Cuando cumplí diecisiete, entré a la Alianza bajo la tutela de mi... tío lejano, el General Krauther.

Susan parpadeó.

—¿El Mastodonte es tu tío?

—Lejano —recalqué.

—¿Y Kim es... tu prima?

Asentí con lentitud.

Ella me miró más detenidamente. No lucía convencida del todo, pero tampoco me llamaba mentiroso. Al final, sonrió y negó con la cabeza.

—De acuerdo. No voy a presionarte más.

La miré, sorprendido.

—¿Eso es todo?

—Cuando estés listo para contarme más, dímelo —contestó, con suavidad—. No te obligues.

No supe qué responder.

Pero, sin quererlo, me encontré sonriendo otra vez.