Capítulo 25: La Hora del Castigo
El silencio era espeso, sofocante, como si el mundo entero hubiese contenido la respiración ante la brutalidad de la escena. Ryuusei dejó escapar un suspiro pesado, casi de aburrimiento, mientras giraba su martillo entre los dedos, dejando un rastro pegajoso de sangre que goteaba al suelo en hilos espesos.
Frente a él, los cuerpos destrozados de Kenta y Haru agonizaban. No estaban muertos aún, pero lo que quedaba de ellos apenas podía considerarse humano. Carne desgarrada, huesos expuestos, sangre manchando el suelo como una pintura grotesca. Cada respiración que tomaban era un esfuerzo inútil, un gemido ahogado, un intento desesperado por aferrarse a una vida que ya no les pertenecía.
Patético.
Ryuusei movió la cabeza de un lado a otro, como si estuviera decepcionado, pero sus ojos brillaban con una oscura satisfacción. Levantó la mirada hacia Daichi, quien se encontraba de pie a unos metros de distancia, paralizado. Sus labios temblaban, pero no podía articular palabra. Sus pupilas estaban dilatadas, llenas de terror puro.
—¿Sabes algo, Daichi? —murmuró Ryuusei con voz suave, casi melancólica—. Ya me aburrí de estos dos.
El martillo giró en su mano con facilidad, el metal cubierto de trozos de carne y astillas de hueso reflejaba la luz de la luna en destellos siniestros.
Kenta gimió débilmente, su único ojo aún intacto buscó con desesperación en el rostro de Ryuusei una pizca de compasión. Haru intentó hablar, pero lo único que salió de su boca fue un burbujeo de sangre espesa, que se deslizó por su mentón y manchó su ropa hecha jirones.
Ryuusei sonrió.
—No se preocupen —susurró—. Ya van a descansar… de la manera más dolorosa posible.
Entonces, sin previo aviso, levantó su martillo y lo dejó caer con toda su fuerza sobre el cráneo de Kenta.
¡¡CRACK!!
El sonido fue grotesco, húmedo, como una sandía explotando bajo un mazo. La cabeza de Kenta se hundió contra el suelo, deformándose en un amasijo de sangre, cerebro y fragmentos de cráneo que volaron en todas direcciones. Sus extremidades se sacudieron en un espasmo final antes de quedarse completamente inmóviles. Un charco de viscosidad rojiza se expandió lentamente bajo su cuerpo inerte.
Daichi apretó los dientes con fuerza, pero el horror en su rostro era innegable.
—¡M-Maldito…!
Ryuusei ni siquiera lo miró.
Sus ojos estaban fijos en Haru, quien jadeaba con desesperación. Había perdido ambas manos, dejando muñones sangrantes que temblaban incontrolablemente. Sus piernas también estaban inutilizadas; lo único que podía hacer era intentar arrastrarse hacia atrás, como un animal herido.
—Vamos, Haru, no me hagas esto más difícil —dijo Ryuusei con un tono casi divertido.
El martillo se alzó una vez más y descendió sin piedad.
¡¡BOOM!!
El primer impacto hizo crujir las costillas de Haru, hundiendo su pecho con un sonido enfermizo.
¡¡BOOM!!
El segundo aplastó sus pulmones. Haru soltó un vómito de sangre, sus ojos desorbitados por el dolor.
¡¡BOOM!! ¡¡BOOM!! ¡¡BOOM!!
Cada golpe era un estruendo de carne y hueso triturándose. Su cuerpo se sacudía con cada impacto hasta que, finalmente, dejó de moverse.
Ryuusei retrocedió un paso, observando la carnicería con una calma perturbadora.
—Qué fácil…
Chasqueó la lengua y levantó la mirada hacia Daichi, quien temblaba como una hoja, incapaz de moverse. Sus puños estaban apretados, sus nudillos blancos por la presión, pero no hacía ningún intento de huir.
El asesino caminó lentamente hacia él, arrastrando su martillo por el suelo cubierto de sangre, dejando un eco metálico y siniestro en el aire.
—Ahora sí, Daichi… —susurró, inclinándose ligeramente, disfrutando del terror puro reflejado en los ojos de su última víctima.
Daichi intentó dar un paso atrás, pero sus piernas no respondieron.
Ryuusei sonrió.
—Es tu turno.
Daichi ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar antes de que el martillo descendiera sobre él.