Capítulo 38: Un Amor No Correspondido
Un abismo negro se expandía bajo los pies de Daichi, hambriento y voraz, devorando la realidad a su alrededor. La nada lo llamaba con un murmullo sordo, una melodía aterradora que amenazaba con tragárselo por completo.
Su cuerpo temblaba. No solo por el miedo, sino por la desesperación.
Con un último grito de resistencia, alzó la cabeza, sus ojos encendidos con una emoción febril, y miró a La Muerte directamente.
—¡Mi señora, yo... yo la amo!
El eco de sus palabras pareció congelar el universo.
Las copas cayeron de las manos de los heraldos comunes, sus miradas incrédulas clavadas en Daichi. El crujido de los dados rodando por el suelo resonó en el silencio absoluto. Las sombras que danzaban en los muros del trono se detuvieron abruptamente, como si el tiempo mismo se hubiera suspendido en incredulidad.
La Muerte parpadeó. Su expresión, antes divertida y burlona, se deformó en una mueca de absoluto asco.
—¿Perdón?
Los murmullos se esparcieron como fuego en un campo seco. Algunos heraldos se cubrieron la boca para reprimir la risa, pero otros no pudieron contenerse. Una carcajada sofocada se escapó de entre las sombras.
Daichi, con el rostro encendido y los ojos vibrando con fervor, avanzó un paso, desafiando la fuerza del abismo que lo llamaba.
—¡Sí, lo he sentido todo este tiempo! ¡Usted es la perfección encarnada! ¡Desde el momento en que la vi, supe que estaba destinada a ser mi reina, mi diosa... mi todo!
El rostro de La Muerte se torció en una expresión de puro desdén. Un heraldo soltó un bufido ahogado. Otro simplemente se tambaleó hacia atrás, llevándose una mano al pecho como si la risa lo hubiera herido.
—Prefiero al bastardo de Ryuusei antes que a ti, un perdedor.
El silencio duró apenas un instante antes de que estallaran las carcajadas. Fueron violentas, imparables, resonando como una tormenta. Un heraldo se dobló sobre sí mismo, golpeando el suelo con la palma mientras sus gritos de risa se mezclaban con el estruendo de otros que apenas podían mantenerse en pie. Alguien escupió su bebida de la impresión.
—¡"Prefiero a Ryuusei"! —jadeó un heraldo entre risotadas—. ¡No puedo más!
El rostro de Daichi palideció. Algo dentro de él se quebró, astillándose en un millón de pedazos afilados. Su respiración se volvió errática, sus puños se cerraron con tanta fuerza que las uñas se clavaron en su carne.
Pero no se rindió.
—¡Deme un ejército! —rugó, con la voz cargada de desesperación—. ¡Deme mil heraldos negros y juro que mataré a Ryuusei y Aiko, cueste lo que cueste! ¡Aunque me tome décadas, aunque tenga que entregar mi alma, los aniquilaré con mis propias manos!
El salón se sumió en un tenso silencio. Los heraldos comunes intercambiaron miradas expectantes, preguntándose si su osadía sería recompensada o castigada.
La Muerte lo recorrió con la mirada, de arriba abajo, como si estuviera evaluando un objeto defectuoso.
Luego, suspiró con evidente fastidio y se inclinó apenas hacia él.
—No.
Daichi sintió que el mundo se le derrumbaba.
—¿Q-Qué?
Ella chasqueó la lengua y giró sobre sus talones, regresando a su trono con absoluta indiferencia.
—Qué molesto... ¿De verdad creíste que te daría un ejército solo porque lo pediste? —se dejó caer en su asiento, apoyando la mejilla en su mano—. No me hagas perder más el tiempo, Daichi. Ya te dije que estás desterrado.
Las risas volvieron, más crueles que antes. Un heraldo se retorció en el suelo, golpeándolo con el puño mientras las lágrimas le caían de la risa. Otro, apenas logrando respirar, apoyó la frente en la mesa.
Daichi sintió que la rabia lo consumía desde dentro, un fuego negro que lo quemaba vivo.
—¡No puede hacerme esto! ¡Soy su mejor guerrero! ¡Soy el único que puede acabar con ellos!
La Muerte ni siquiera le dirigió la mirada.
Bostezó.
—¿Sigues aquí?
Chasqueó los dedos.
El abismo rugió y se cerró sobre Daichi sin piedad, tragándoselo entero en una espiral de sombras. Su grito, desgarrador y lleno de odio, se apagó en la oscuridad.
El silencio se instaló por un momento, interrumpido solo por la risa entrecortada de un heraldo que aún se recuperaba. Otro levantó la mano y, con una sonrisa burlona, se acercó al trono.
—Mi señora, eso fue brutal.
La Muerte suspiró, sin mostrar el menor interés.
—Aburrido, más que nada.
—¿Y qué hacemos con el 70% del botín de Daichi?
Ella sonrió con pura malicia.
—Envíenlo a Ryuusei y Aiko. Que disfruten su victoria.
Las carcajadas volvieron a estallar.
Y así, mientras el destino de Daichi se desvanecía en el abismo, la Muerte se reclinó en su trono, disfrutando de su entretenimiento como si nada hubiera pasado.