Rebelión contra el cielo - Part 39

Capítulo 39: Un Juego Peligroso

El Gran Salón de la Muerte estaba sumido en un inquietante silencio, apenas interrumpido por los murmullos de los heraldos comunes, quienes se deleitaban con la humillación de Daichi. Las sombras parecían respirar, extendiéndose como un mar de oscuridad viviente a través de los inmensos pilares de obsidiana. La atmósfera era densa, cargada de expectación, como si el mismo destino se estuviera forjando en aquel instante.

Un heraldo de ojos brillantes y túnica oscura se acercó al trono de la Muerte, con una sonrisa maliciosa en los labios.

—Mi señora, ¿qué haremos con la herencia de Kenta y Daichi? ¿Y sus armas?

La Muerte, sumida en sus pensamientos, giraba entre sus dedos una pieza de ajedrez. Una reina de marfil ennegrecida por la sombra. Sus ojos fríos reflejaban el fulgor etéreo del Salón.

—Entréguenlas a Ryuusei y Aiko —respondió con voz serena, pero firme—. Al final del día, ellos son los ganadores.

Los heraldos asintieron y se retiraron. Sin embargo, antes de que el silencio se asentara por completo, una voz profunda, curtida por los milenios, resonó desde las sombras.

—Mi señora…

La Muerte levantó la vista con leve curiosidad.

Desde el rincón más oscuro del salón, emergió una figura. Un heraldo anciano, su rostro era un mapa de arrugas y cicatrices, testigos de incontables eras. Su capa, desgastada por el tiempo, se mecía con una brisa invisible. Aquel era uno de los primeros sirvientes de la Muerte, un observador de infinitos destinos truncados.

—Habla —ordenó ella con desinterés.

El anciano avanzó con paso firme y sus ojos, llenos de conocimiento, reflejaban una advertencia.

—Tal vez necesitemos al perdedor, a Daichi.

Un pesado silencio se apoderó del salón. Los heraldos comunes intercambiaron miradas de desconcierto y burla.

La Muerte arqueó una ceja con diversión.

—¿Ah, sí? Explícate.

El anciano entrecerró los ojos, midiendo sus palabras con cautela.

—Ryuusei y Aiko… los estamos dejando vivir con demasiado poder. A este ritmo, su fuerza seguirá creciendo. Si no hacemos algo ahora, podrían convertirse en una amenaza real, incluso para usted, mi señora.

La Muerte giró la pieza de ajedrez entre sus dedos. Por primera vez en siglos, se encontraba indecisa. Un imperceptible brillo cruzó su mirada, una chispa de interés ante el planteamiento.

Finalmente, suspiró. Con un leve movimiento de su mano, el abismo rugió una vez más. Las sombras se retorcieron, estremeciéndose como criaturas con hambre insaciable.

En cuestión de segundos, una figura emergió de ellas.

Daichi cayó de rodillas, jadeando, su mirada perdida en el vacío. Aún sentía el vértigo de haber sido desterrado apenas minutos antes. Sus manos temblaban, sus sentidos aturdidos por la crudeza de su derrota.

—¿Q-qué…?

Cuando alzó la vista, sintió que su corazón se detenía.

Ante él, la Muerte lo observaba con una expresión completamente distinta. Sus ojos, antes indiferentes, ahora resplandecían con un destello seductor. Su postura era relajada, sus labios curvados en una leve sonrisa, una que no había visto jamás.

—Oh, Daichi… —susurró con dulzura, inclinándose ligeramente hacia él—. Creo que fui demasiado dura contigo.

El corazón de Daichi latió con fuerza, una mezcla de temor y adoración cruzando su pecho.

—¿M-mi señora…?

Ella dejó escapar una risa suave, casi melódica, un sonido que hipnotizaba.

—Tal vez me equivoqué al juzgarte. Después de todo, eres un guerrero formidable… y me preguntaba… —se acercó más, su aliento rozando su oído— ¿qué pasaría si te diera otra oportunidad?

Daichi sintió un escalofrío recorrer su espalda. La Muerte lo estaba llamando. Ella, su diosa, su obsesión, su razón de existir. Su mente nublada no le permitió notar la trampa tendida frente a él.

—Yo… haría lo que fuera por usted… —susurró, completamente cautivado.

Ella sonrió, satisfecha.

—Entonces hagamos un trato…

Sin dudar, sin cuestionar, sin percatarse del precio, Daichi asintió.

—Acepto.

Con un gesto elegante, la Muerte posó sus dedos en la frente de Daichi. Una oleada de energía oscura lo envolvió al instante. Sintió su cuerpo arder, su esencia desgarrarse y reconstruirse en un solo latido. Un dolor indescriptible lo sacudió, pero él lo soportó con la convicción de un devoto.

Los heraldos comunes sonrieron con burla. Ellos conocían la verdad.

Cuando la transformación terminó, Daichi se puso de pie, sintiendo un torrente de poder recorriendo sus venas. Pero algo estaba mal.

Sus movimientos eran pesados. Su mente, nublada. Intentó hablar, pero su lengua no le respondía con la misma facilidad.

La Muerte lo contempló con una sonrisa enigmática.

—Qué hermoso peón has resultado ser.

Daichi abrió los ojos de par en par.

—¿P-peón…?

Ella se giró con indiferencia, regresando a su trono.

—Ahora eres mi marioneta. No más decisiones. No más ambiciones. Solo un guerrero sin voluntad, un perro rabioso que soltaré cuando me plazca.

El terror lo consumió. Intentó resistirse, pero era inútil. Su cuerpo ya no le pertenecía. Su alma estaba atada a la voluntad de su diosa.

Los heraldos rieron, uno de ellos inclinándose con burla.

—Felicidades, Daichi. Volviste… como un títere.

Pero este lindo títere tenía una recompensa.

—Si logras matarlos… —susurró la Muerte con voz seductora—, seré completamente tuya.

Los ojos de Daichi brillaron de obsesión y locura.

—¿D-de verdad, mi señora?

Ella le sonrió de manera enigmática.

—Por supuesto, Daichi. Pero solo si me demuestras que eres digno de mí.

Apretó los puños, sintiendo una fuerza descomunal, pero con una mente dominada. Ya no le importaba nada, salvo demostrar su devoción.

—Llévate los mil heraldos que desees. Son solo el 3% de mi ejército.

La Muerte suspiró, girando la pieza de ajedrez en su mano.

—Ahora… ve a cazar a Ryuusei y Aiko.

Las puertas del Gran Salón se abrieron con un estruendo.

Y Daichi, el orgulloso guerrero que soñó con el amor de la Muerte, salió al campo de batalla convertido en una sombra sin alma.