Rebelión contra el Cielo - Part 1

Capítulo 1: La Última Noche en Tokio

El cielo de Tokio brillaba con neones que parpadeaban en la noche. La ciudad nunca dormía, pero Ryuusei tampoco. Avanzaba por las calles como un fantasma entre la multitud, con el botín de su última incursión bien oculto bajo su abrigo. Había pasado demasiado tiempo desde que tuvo un momento de descanso, pero esta noche, antes de su siguiente gran movimiento, se permitiría una pausa.

Cuando llegó al hotel, un edificio modesto en un barrio discreto, sus sentidos se agudizaron. No había señales de peligro. Ingresó al vestíbulo y los Heraldos Comunes que habían estado cuidando a Aiko se pusieron en alerta al verlo. No lo atacaron, pero la tensión era palpable.

—Gracias por cuidar de Aiko —dijo Ryuusei con calma. No era algo que dijera a menudo, pero esta vez lo sentía.

Uno de los Heraldos, un hombre de complexión robusta y mirada fría, cruzó los brazos.

—Nuestra señora nos informó que ya no son Heraldos Bastardos. Ya no estamos obligados a servirte.

Las palabras cayeron como una sentencia. Ryuusei sintió un vacío extraño en el pecho. Había esperado esta respuesta, pero no podía evitar que le doliera. Miró a los Heraldos frente a él. Eran guerreros sin propósito ahora, piezas descartadas de un juego que no habían elegido jugar. Podían seguir adelante y olvidar todo… o podían construir algo nuevo.

Respiró hondo y dio un paso adelante, con la mirada firme pero la voz menos arrogante de lo habitual.

—Lo sé. Y tienen razón —admitió—. Ya no me deben nada. Ya no están atados a un juramento ni a una causa que no eligieron. Pero, ¿realmente creen que esta libertad es suficiente? ¿Que podrán simplemente desaparecer y vivir en paz? —Hizo una pausa, buscando sus ojos, uno por uno—. Lara les dio la libertad, sí, pero la libertad sin un propósito es solo otra prisión.

Los Heraldos intercambiaron miradas. Algunos se mostraban reacios, otros parecían considerar sus palabras. Ryuusei apretó los puños. No podía perderlos.

—Escuchen… No quiero que me sirvan como lo hacían con Lara. No quiero que se arrodillen ante mí. —Hizo una pausa, bajando ligeramente la cabeza—. Solo quiero que crean en algo más que en la sombra de su pasado. No puedo prometerles un camino fácil. No puedo garantizarles que saldremos vivos de esto. Pero lo que sí puedo prometerles… es que juntos seremos más que meros peones en un tablero de dioses y emperadores.

El silencio se hizo pesado. Uno de los Heraldos, el mismo que habló antes, resopló y cruzó los brazos con fuerza.

—Eres un bastardo orgulloso, Ryuusei… —dijo con voz áspera—. Pero quizás… no estás del todo equivocado.

Hubo murmullos entre ellos. Algunos aún dudaban. Ryuusei tragó saliva y, por primera vez en mucho tiempo, habló con una honestidad absoluta.

—Les estoy pidiendo que me sigan. No por miedo. No por promesas vacías de gloria o poder. Les estoy pidiendo que luchen por un propósito. Por ustedes mismos. —Su voz tembló ligeramente—. Y si no quieren hacerlo, si de verdad creen que es mejor seguir otro camino… entonces váyanse. No los culparé.

El silencio pareció eterno. Luego, uno de los Heraldos dio un paso adelante.

—…Eres un idiota, pero al menos eres nuestro idiota —dijo con una media sonrisa.

Otro más avanzó. Luego otro. Y otro. Hasta que, uno a uno, todos asintieron. No era una promesa de lealtad ciega, ni un juramento de servidumbre. Era una elección. Y era real.

Ryuusei cerró los ojos un segundo y dejó escapar un suspiro. No era victoria… pero era un comienzo.

Con una ligera sonrisa de satisfacción, Ryuusei se dirigió a la habitación donde Aiko descansaba.

Cuando entró, vio su figura dormida bajo la tenue luz de la luna. Había pasado demasiado tiempo desde que la vio en paz. Se acercó con cuidado y se sentó en el borde de la cama.

Aiko abrió los ojos lentamente, su mirada aún somnolienta pero alerta.

—¿Ryuusei…? ¿Qué pasó?

Él suspiró y le explicó todo lo ocurrido. Su escape, lo que robó, el trato con Lara, el futuro incierto. Aiko lo escuchó en silencio, su expresión pasando del asombro a la incredulidad. Cuando terminó de hablar, ella se frotó los ojos y suspiró.

—Siempre que desapareces, regresas con una historia más loca que la anterior.

Ryuusei rió entre dientes.

—Al menos nunca te aburres.

Ella negó con la cabeza y, por primera vez en mucho tiempo, sonrió de verdad.

Durante los siguientes días, Ryuusei cuidó de Aiko mientras se recuperaba. Compartieron comidas sencillas, hablaron sobre el futuro y, en un intento por distraerse, comenzaron a ver películas. Una en particular atrapó la atención de Ryuusei: El Club de la Pelea.

Mientras la película avanzaba, sintió que algo dentro de él encajaba con las palabras de Tyler Durden. La sociedad estaba podrida. La gente vivía esclavizada por sistemas invisibles. Se aferraban a trabajos que odiaban para comprar cosas que no necesitaban. Vivían con la ilusión de libertad, sin darse cuenta de que sus cadenas eran más sutiles, pero igual de fuertes.

Ryuusei nunca había sentido que pertenecía a ese mundo. Pero ahora, comprendía algo más profundo: no quería pertenecer a él. No quería ser parte del engranaje. No quería ser otra pieza más en un sistema diseñado para controlar y reprimir. Cuando la película terminó, Aiko lo miró con una ceja levantada.

—Esa mirada… —dijo ella con una ligera sonrisa—. ¿Qué estás pensando?

Ryuusei no respondió de inmediato. Miró la pantalla negra del televisor, su reflejo apenas visible en la penumbra de la habitación.

—Que tenemos que desaparecer del mapa por un tiempo —respondió con una sonrisa ladeada. Pero su tono era más serio de lo habitual.

Aiko parpadeó lentamente y se acomodó en la cama. El cansancio de los últimos días finalmente la vencía.

—No pienses demasiado, Ryuusei. A veces solo es una película —susurró antes de quedarse dormida.

Pero para él, no lo era.

Ryuusei se levantó en silencio y salió de la habitación. Subió hasta la azotea del hotel, donde la brisa nocturna soplaba con suavidad. Tokio se extendía ante él, una jungla de luces y acero. Desde allí, el mundo parecía tan inmenso como insignificante.

Alzó la vista. Las estrellas.

Había pasado demasiado tiempo desde que las miraba. Siempre estuvo atrapado en peleas, estrategias, en correr o cazar. Pero ahí estaban, inmóviles, distantes, como si su guerra no significara absolutamente nada para el universo.

Se cruzó de brazos y respiró hondo.

—Los humanos creen que son el centro de todo —murmuró—. Peleamos, destruimos, buscamos significado en la nada. Pero ahí arriba… nada de eso importa.

Creció creyendo que debía luchar para encontrar su lugar en el mundo, pero ¿y si su verdadera libertad no estaba en ganar una guerra, sino en dejar de jugar el juego?

Miró la ciudad, la infinidad de personas atrapadas en su propio ciclo de vida y muerte, ambiciones y miedos. ¿Cuántos de ellos realmente vivían? La mayoría solo sobrevivía, atrapados en reglas que nunca cuestionaban. Como él lo estuvo una vez.

—Nos enseñan a obedecer, a seguir el camino trazado sin preguntar por qué —susurró—. Pero ¿y si el propósito de la vida no es encontrar un camino, sino destruirlo y crear el nuestro?

Se quedó allí, en silencio, dejando que el viento le despeinara el cabello negro. Quizás nunca tendría respuestas. Quizás no importaban. Lo único que sabía era que no iba a permitir que el mundo lo moldeara. Sería él quien lo rompiera.

Con un último vistazo al cielo, bajó las escaleras de regreso a su habitación.

Aiko dormía plácidamente. Ryuusei la observó por un momento y luego se dejó caer en una silla cercana, cerrando los ojos. Mañana, el mundo seguiría girando. Pero él, poco a poco, estaba aprendiendo a girar en su propia dirección.

Al día siguiente, Ryuusei dejó a Aiko en el hotel y salió. Necesitaba dos cosas: una nueva identidad y un nuevo rostro. Entró a una peluquería y pidió un cambio radical. Dos horas después, su cabello negro había desaparecido, reemplazado por un rubio dorado que le daba un aire completamente distinto.

Satisfecho, se dirigió a una oficina clandestina donde los criminales más peligrosos conseguían documentos falsos. Allí, con una mezcla de amenazas y chantaje, logró asegurarse pasaportes falsos para él y para una niña desconocida, cuyo nombre aún no preguntaba.

El hombre que hacía los pasaportes aceptó a regañadientes.

—Tomará dos semanas —dijo con voz grave.

Ryuusei sonrió.

—Perfecto. Tengo tiempo para divertirme un poco.

Las siguientes dos semanas fueron inusualmente tranquilas para él y Aiko. Se permitieron vivir como personas normales por un breve instante. Pasearon por la ciudad, probaron comidas que nunca antes habían disfrutado, compraron ropa nueva e incluso se permitieron momentos de pura estupidez, como gastar dinero en un salón de juegos o hacer competencias de quién podía comer más takoyaki sin quemarse la lengua.

Aiko, antes de seguir divirtiéndonos, debemos hacer algo importante: volver a nuestra antigua mansión y encontrar a nuestros mayordomos.

Dos días después de lo que dijo Ryuusei, llegaron a la mansión, ahora en ruinas.

El viento soplaba con una quietud fúnebre cuando Ryuusei y Aiko llegaron a los restos de la mansión. Lo que una vez había sido un refugio, una fortaleza, ahora no era más que escombros carbonizados y muros desplomados. El aroma a ceniza aún persistía en el aire, mezclado con el rastro amargo de lo que alguna vez fue vida.

Los Heraldos que lo habían seguido en su causa se mantenían en silencio, esperando órdenes, pero Ryuusei no dijo nada por un momento. Solo se quedó allí, de pie entre las ruinas, observando los cuerpos cubiertos por polvo y sangre seca.

No había gritos, ni gemidos de agonía. Solo un sepulcral silencio.

Aiko bajó la mirada, mordiendo su labio con culpa. Sabía lo que significaba este lugar para él. Sabía que, aunque Ryuusei nunca lo admitiría en voz alta, esto dolía.

—Empezaremos a recogerlos —dijo uno de los Heraldos, rompiendo el mutismo con voz grave.

Ryuusei asintió sin decir palabra. Se agachó y, con movimientos calculados pero respetuosos, comenzó a retirar los escombros sobre los cuerpos de sus mayordomos. Ellos no eran soldados. No eran asesinos. Solo personas que habían decidido servirlo con lealtad. Y él los había fallado.

Aiko y los Heraldos hicieron lo mismo, retirando con cuidado los cuerpos de los sirvientes caídos. A pesar del peso de la situación, el trabajo continuó en un silencio solemne. Cada cuerpo recuperado era colocado con dignidad, alineado con el respeto que merecían.

Cuando el último fue encontrado, Ryuusei se puso de pie. Su mirada recorría cada rostro sin vida, cada expresión congelada en el tiempo. Respiró hondo, sintiendo un nudo en la garganta, pero lo tragó. No podía permitirse llorar. No ahora.

Dio un paso al frente y habló, su voz firme, pero con una carga de emociones que rara vez dejaba ver.

—Ustedes no eran guerreros. No tenían la obligación de morir aquí, y sin embargo, su lealtad los trajo hasta este final. No fui un buen amo para ustedes, porque un buen amo protege a los suyos. Y yo… no pude hacerlo. —Su mandíbula se tensó—. No les devolveré la vida, pero les prometo algo: cuando vuelva a levantarme, cuando el mundo sepa de mí otra vez, su sacrificio no será olvidado.

Se quedó en silencio unos segundos más, observando los cuerpos con el respeto de quien sabe que la muerte no distingue rangos ni promesas. Luego, con un gesto casi reverente, cerró los ojos y se inclinó levemente en señal de despedida.

—Nos vamos —murmuró.

Los Heraldos asintieron y, en un acto de reconocimiento, hicieron lo mismo antes de empezar a enterrar los cuerpos. No una fosa común, sino tumbas individuales, con piedras marcando cada uno de sus nombres. Porque ellos lo merecían.

Cuando todo terminó y la última pala tocó el suelo, Ryuusei se giró hacia las ruinas una última vez. No había más que hacer aquí.

—Cuando regrese —susurró, más para sí mismo que para los demás—, lo haré con más fuerza de la que nunca tuve.

Dicho esto, se dio la vuelta y se marchó sin mirar atrás. Pero en su pecho, el peso de esa promesa ardía como una llama que nunca se apagaría.

Los siguientes siete días fueron inusualmente tranquilos para él y Aiko. Se permitieron vivir como personas normales por un breve instante. Pasearon por la ciudad, probaron comidas que nunca antes habían disfrutado, compraron ropa nueva e incluso se permitieron momentos de pura estupidez, como gastar dinero en un salón de juegos o hacer competencias de quién podía comer más takoyaki sin quemarse la lengua.

Pero su última gran travesura fue la mejor de todas. No sería solo un simple grafiti, sino una declaración al mundo.

Compraron decenas de latas de pintura en aerosol y se dirigieron a la Torre Azabudai Hills, el edificio más alto y moderno de Tokio. No era solo un símbolo de la ciudad, sino un emblema del poder y el orden que tanto despreciaban.

Cuando llegaron a la cima, la ciudad se extendía bajo sus pies, brillante y caótica. Ryuusei observó el horizonte con una sonrisa desafiante antes de destapar una de las latas de pintura negra.

—Si vamos a hacerlo, lo haremos a lo grande —dijo, y sin dudarlo, comenzó a escribir.

Las letras eran gigantescas, imposibles de ignorar incluso desde la distancia. Con trazos firmes y seguros, Ryuusei plasmó su mensaje:

"Ryuusei se va de vacaciones, pero regresará por todo."

Aiko rió y agregó debajo con letras igualmente enormes:

"Nos vemos pronto, Tokio."

El resultado era impactante. No era un simple grafiti callejero; era una provocación, un aviso. Sabían que esto no pasaría desapercibido.

Y no lo hizo.

A la mañana siguiente, Tokio despertó con la noticia estampada en todos los canales y redes sociales. Las imágenes del gigantesco mensaje en la Torre Azabudai Hills se volvieron virales en cuestión de horas. Los reporteros estaban enloquecidos, debatiendo sobre su significado. Ryuusei y Aiko ya eran conocidos como terroristas en Japón, sus nombres asociados a la destrucción, a la guerra contra Aurion y Arcángel. Este mensaje no era un simple acto de vandalismo. Era una advertencia.

—Los criminales conocidos como Ryuusei y Aiko han dejado un mensaje que ha estremecido a la nación —informaba una reportera con el rostro tenso—. Las autoridades han reforzado la vigilancia en Tokio y se espera que este acto de provocación sea respondido con medidas extremas. ¿Qué significan sus palabras? ¿Es una amenaza de su regreso? ¿Es un desafío directo al gobierno y a las fuerzas que los persiguen?

Las redes sociales ardían en teorías. Algunos los llamaban traidores, destructores del orden. Otros, en cambio, los veían como figuras de resistencia, aquellos que se atrevieron a desafiar a los gigantes del poder. Pero entre la confusión, había algo claro: Ryuusei estaba vivo. Y tenía algo planeado.

Desde la ventana del hotel, Ryuusei y Aiko observaban las noticias con una mezcla de satisfacción y expectación.

—¿Crees que se exageraron? —preguntó Aiko con una sonrisa burlona.

Ryuusei se cruzó de brazos, observando la torre en la pantalla, donde aún se proyectaban imágenes del enorme grafiti.

—No. Esto es solo el prólogo. —Su mirada se tornó más intensa—. Lo mejor aún está por venir.

Y con eso, se dieron la vuelta y desaparecieron en la multitud, mientras Tokio ardía en debates, miedo y expectación.

Continuará...