El rugido de la explosión sacudió el aire, iluminando el cielo nocturno con un destello anaranjado. Fragmentos de metal y cuerpos incinerados cayeron en picada hacia la tundra helada, dejando un rastro de humo negro y brasas ardientes. Dentro del helicóptero de Ryuusei, las alarmas ululaban frenéticamente, mientras los pilotos luchaban por mantener el control.
—¡Nos atacan! —gritó un soldado, aferrándose al armazón de la cabina.
Ryuusei no necesitó confirmarlo. Bajo la máscara de Yin-Yang, sus ojos escudriñaron el radar: un segundo misil venía en camino, a toda velocidad. Un momento después, el impacto desgarró el aire.
El helicóptero a su izquierda explotó en una lluvia de fuego y escombros. Gritos, metal retorcido y fragmentos de cuerpos fueron arrastrados por la ráfaga de la detonación.
—¡Maldita sea, vamos a caer! —vociferó el piloto, tirando desesperadamente de los controles.
Pero Ryuusei no tenía intención de morir en el aire.
—Aiko… prepárate.
La niña, apenas de 12 años, no mostró miedo. Sujetó su espada negra, los ojos brillando con emoción y determinación.
Los motores fallaron. El helicóptero se inclinó violentamente. Ryuusei y Aiko se lanzaron al vacío justo antes de que la aeronave se estrellara contra el suelo en una brutal explosión de fuego y metralla.
El impacto en la nieve fue brutal. Ryuusei rodó por el suelo, amortiguando la caída, mientras Aiko aterrizó con agilidad felina.
Silencio.
Un instante después, ráfagas de disparos perforaron la oscuridad.
Desde las sombras del bosque siberiano, figuras encapuchadas emergieron como espectros. Soldados de élite, trajes de camuflaje blanco, rifles de asalto con miras térmicas. Eran los cazadores de Volkhov.
—¡Emboscada! —gritó Petrov, rodando tras una roca para cubrirse.
Las balas rasgaron la nieve, golpeando los restos humeantes del helicóptero. Ryuusei desenfundó sus dagas y corrió hacia el enemigo con la velocidad de un depredador.
Un soldado levantó su rifle. Ryuusei giró en el aire y le cortó la garganta con precisión quirúrgica. Aiko apareció a su lado, la espada negra trazando un arco letal. Con un solo tajo, el pecho de otro enemigo se abrió de par en par.
El fragor de la batalla rugía en la tundra. Los soldados de Petrov respondieron el fuego enemigo con disciplina feroz. Pero Volkhov era astuto. Sus hombres atacaban en patrones irregulares, forzando a los rusos a gastar municiones mientras se replegaban estratégicamente.
Y entonces, entre los disparos y el fuego…
Una risa grave resonó en la oscuridad.
—Bienvenidos a mi hogar.
Desde lo alto de una colina nevada, Sergei Volkhov observaba la masacre con una sonrisa confiada. Vestía una gabardina negra, sosteniendo dos enormes cuchillos de combate que giraban entre sus manos con una destreza inquietante.
—Ryuusei, Aiko… He esperado mucho para conocerlos.
Bajo su máscara de Yin-Yang, Ryuusei mantuvo la calma, pero sus músculos se tensaron. Volkhov era más peligroso de lo que esperaba.
El frío de Siberia se intensificó.
El choque de titanes estaba a punto de comenzar.
El viento helado silbaba entre los árboles cubiertos de escarcha. Los cuerpos destrozados de los caídos decoraban la nieve, un cuadro grotesco de carne y sangre. Pero Volkhov permanecía relajado, observando a Ryuusei con una sonrisa lobuna.
—Vi en los noticieros que vendrías a cazarme —murmuró, girando un cuchillo en su mano—. Pero lo único que veo es un niño jugando a ser soldado.
Ryuusei no respondió.
Con un rápido movimiento, desenfundó sus martillos, el metal negro brillando bajo la luz del fuego.
Los soldados de Volkhov abrieron fuego.
Petrov gritó una orden, sus hombres dispararon en respuesta. Aiko desapareció en la penumbra, su espada negra cortando el aire como una sombra letal.
La nieve estallaba con cada disparo, los cuerpos caían, las explosiones iluminaban la batalla como un espectáculo infernal.
Entonces, Volkhov se lanzó al ataque.
Era rápido. Sus cuchillos brillaron en la oscuridad, cortando el viento con una precisión inhumana. Ryuusei bloqueó el primer golpe con el mango de su martillo, pero Volkhov giró y lanzó un tajo a su costado.
El filo cortó la tela de su abrigo.
Ryuusei retrocedió, respirando hondo.
—Nada mal… —susurró Volkhov, relamiéndose los labios.
Ryuusei arremetió con brutalidad.
Su martillo golpeó el suelo, levantando una tormenta de nieve y escombros. Volkhov saltó hacia atrás, esquivando por centímetros.
Aiko surgió de las sombras, su espada descendió en un tajo mortal. Volkhov la bloqueó con un cuchillo y le propinó una patada en el estómago, lanzándola contra un árbol.
—Tienes potencial, niña —murmuró con admiración.
Aiko se levantó, escupiendo sangre. Sus ojos ardían con furia.
Los soldados caían a su alrededor. Petrov y sus hombres estaban en desventaja.
Volkhov miró la escena con diversión.
—Ryuusei… me decepcionas. Pensé que serías más fuerte.
El guerrero de la máscara de Yin-Yang permaneció en silencio.
Entonces, dejó caer uno de sus martillos al suelo.
Volkhov arqueó una ceja.
—¿Rindiéndote?
Ryuusei flexionó los dedos… y sonrió.
—No.
El aire vibró con un estruendo.
Ryuusei desapareció en un parpadeo y, en un solo movimiento, atravesó la defensa de Volkhov.
El martillo impactó en su costado con una fuerza devastadora.
El líder mercenario salió disparado, atravesando la nieve como un proyectil.
Se estrelló contra un árbol.
El silencio cayó sobre el campo de batalla.
Los soldados de Volkhov quedaron paralizados.
El líder enemigo escupió sangre y se incorporó lentamente.
Y rió.
—Sí… así sí.
Se limpió la boca y se relamió los labios.
—Esto… se pone interesante.
La batalla estaba lejos de terminar.