El teléfono vibraba insistentemente en mi bolso. Daniel. Llamada tras llamada, mensaje tras mensaje… sin respuesta. La angustia me apretaba el pecho. La imagen de su rostro, pálido y tenso, al salir de la fiesta de mi hermano, me perseguía. Había sido horrible. La frialdad de mis padres, su rechazo explícito… Había intentado suavizar la situación, pero había sido inútil. Su humillación era también mi humillación. Había fallado. Había fallado en protegerlo, en defenderlo, en hacer que mi familia lo aceptara. La culpa me carcomía por dentro.
Necesitaba verlo, hablar con él, asegurarme de que estaba bien. Pero el silencio de su teléfono me aterraba. ¿Estaría enojado? ¿Herido? ¿Decepcionado? Las horas se hicieron eternas, cada minuto un tormento. Revisaba mi teléfono una y otra vez, esperando una señal, una respuesta, cualquier cosa que me diera una pista de cómo se sentía. La culpa se mezclaba con la preocupación, la angustia con el miedo a perderlo. Había arriesgado tanto, había expuesto mi corazón, y ahora, la posibilidad de perderlo me paralizaba.
Finalmente, en la universidad, lo vi. Cerca de la biblioteca, su figura solitaria me alivió y me llenó de una mezcla de esperanza y temor. Se veía… diferente. Más distante, más callado. Su sonrisa habitual, esa sonrisa que iluminaba su rostro y me hacía sentir segura, estaba ausente. Se acercó, su abrazo fue cálido, pero su cuerpo estaba tenso, rígido. "Daniel," dije, mi voz quebrada por la preocupación, "no me has contestado. Estaba tan preocupada."
Su respuesta fue un susurro, una disculpa apenas audible. "Lo siento," dijo, "necesitaba tiempo." Su mirada, aunque intentaba ser serena, estaba llena de un dolor que me heló el corazón. Intentó sonreír, pero la máscara se resquebrajaba, revelando la tristeza que intentaba ocultar. Durante el resto del día, se comportó como siempre: atento, cariñoso, divertido. Pero yo lo conocía demasiado bien. Sabía que estaba fingiendo, que ocultaba un dolor profundo detrás de una sonrisa forzada. En la cafetería, mientras compartíamos un café, tomé su mano. "Daniel," dije, mi voz llena de preocupación, "no estoy segura de que estés bien. Estás fingiendo, ¿verdad?" Su mirada se encontró con la mía, y en ese instante, vi la verdad. Vio la verdad en mis ojos. Y en ese silencio, en esa vulnerabilidad compartida, nuestra conexión se fortaleció, se hizo más profunda, más real.
Nunca lo ví de esa manera es raro verlo así triste decaído aunque si es bueno ocultando lo que verdaderamente siente jamás me podrá engañar además estaba segura ya que ví como lo trataron yo lo amo lo amo más que mi propia vida lo amo mas cada día es atento, trabajador, atento, es guapo muy atractivo de echo es radiante huele muy bien siempre está limpio su higuene es perfecta, en su trabajo es muy bueno aunque se que tiene beca pero también tiene otros gastos como la comida , agua, Luz eléctrica, y cosas de uso personal diario es una inspiración para todos.