El silencio en la cafetería era denso, cargado de una tensión que ambos sentíamos. Mi mano, en la de Daniel, temblaba ligeramente. Había intentado ocultar mi dolor, mi humillación, pero ella, con su agudo instinto, había visto a través de mi máscara. El profesionalismo se desvanecía, dejando paso a la vulnerabilidad.
"No estoy bien, Isabella," confesé finalmente, mi voz apenas un susurro. Las palabras, al salir, liberaron una avalancha de emociones reprimidas. La vergüenza, la rabia, la tristeza… todo salió a borbotones. "Su rechazo… fue brutal. Me sentí… menos que nada."
Isabella me escuchó en silencio, sus ojos llenos de compasión. No me interrumpió, no me juzgó. Simplemente me dejó hablar, me dejó desahogarme. Y en su silencio, en su comprensión, encontré un consuelo que no esperaba.
"No merecía eso," dijo finalmente, su voz suave pero firme. "Tú no merecías ese trato. No eres menos que nadie, Daniel. Eres inteligente, cariñoso, amable… eres la persona más maravillosa que conozco."
Sus palabras fueron un bálsamo para mi alma herida. Me sentí visto, comprendido, amado. Las lágrimas, que había contenido con tanto esfuerzo, comenzaron a brotar. No me avergoncé de llorar delante de ella. En sus brazos, encontré un refugio seguro, un lugar donde podía ser vulnerable sin miedo al juicio.
"Lo sé," dije entre sollozos, "pero… duele. Duele mucho."
"Lo sé," respondió ella, abrazándome con fuerza. "Duele que te hayan rechazado, que te hayan hecho sentir menos que nada. Duele que mi familia no te vea como yo te veo."
"Y duele que no pueda protegerte de eso," añadí, mi voz quebrada. "Duele no poder protegerte de ellos."
"No tienes que protegerme de ellos, Daniel," dijo, separándose un poco para mirarme a los ojos. "Yo te protegeré a ti. Juntos, enfrentaremos esto. No te dejaré solo."
Sus palabras me llenaron de una esperanza renovada. Su amor, su apoyo incondicional, me daban la fuerza para seguir adelante. Hablamos durante horas, compartiendo nuestros miedos, nuestras inseguridades, nuestras esperanzas. Ella me contó sobre las tensiones en su familia, sobre las expectativas y las presiones que soportaba. Y yo, a mi vez, le conté sobre mi lucha por salir adelante, sobre mis sueños y mis miedos. En esa conversación honesta, vulnerable, nuestra conexión se fortaleció, se hizo más profunda, más real. Ya no éramos solo dos personas enamoradas; éramos dos almas unidas por un amor que trascendía las diferencias, las barreras, las humillaciones. Éramos un equipo, un refugio mutuo en un mundo que a veces parecía demasiado cruel. Y en ese refugio, en ese amor compartido, encontré la fuerza para seguir adelante, para enfrentar el futuro, juntos.