Una cita para olvidar los problemas

Necesitábamos escapar. Necesitábamos olvidar, aunque solo fuera por unas horas, el dolor y la humillación de la fiesta. Así que, una semana después, Isabella y yo fuimos a una cita. Elegimos un lugar tranquilo, un pequeño restaurante italiano con una terraza acogedora, lejos del bullicio de la universidad y del mundo que nos había herido. La noche era cálida, el cielo estrellado, y por un rato, el dolor pareció desvanecerse, reemplazado por la alegría de estar juntos, de compartir una simple cena, una simple conversación.

Hablamos de todo, menos de la familia de Isabella y del rechazo que había sufrido. Nos concentramos en el presente, en la belleza de la noche, en la deliciosa comida. Reímos, compartimos secretos, y por un momento, el mundo parecía un lugar mejor, un lugar donde solo existíamos nosotros dos. La tensión que había estado presente entre nosotros durante la semana anterior se disipó, reemplazada por una paz reconfortante.

Mientras caminábamos de regreso a la universidad, bajo la luz de la luna, un hombre se nos acercó. Era alto, corpulento, con una mirada amenazante. Comenzó a hablarle a Isabella, sus palabras eran insinuaciones groseras, sus gestos, agresivos. Sentí una oleada de ira, una protección instintiva hacia ella. Me puse delante de Isabella, colocándome entre ella y el hombre.

"¿Qué quieres?", le pregunté, mi voz firme, aunque mi corazón latía con fuerza.

El hombre sonrió, una sonrisa burlona y amenazante. "Solo estoy hablando con la señorita," dijo, su voz arrogante. "No te metas donde no te llaman."

"Te estás metiendo con la persona equivocada," respondí, mi voz fría y controlada. "Aléjate de ella."

El hombre se rió, pero su risa era forzada, insegura. Mi postura firme, mi mirada desafiante, parecían haberlo intimidado. Isabella, a mi lado, me miraba con una mezcla de miedo y admiración.

"No te creo capaz de hacer nada," dijo el hombre, su voz perdiendo algo de su arrogancia.

"Pruébamelo," respondí, mi voz baja pero llena de determinación. "Aléjate de ella, ahora."

El hombre dudó un instante, y en ese instante de vacilación, vi el miedo en sus ojos. No era un matón, solo un cobarde que buscaba víctimas fáciles. Y yo, en ese momento, no era una víctima fácil. El hombre, finalmente, se alejó, murmurando insultos incoherentes.

Isabella me abrazó con fuerza, su cuerpo temblando. "Gracias," dijo, su voz llena de gratitud y alivio. "Tenía miedo."

"No tienes que tener miedo," respondí, acariciando su cabello. "Yo estoy aquí para protegerte."

Caminamos el resto del camino en silencio, tomados de la mano. El incidente había sido desagradable, pero también había fortalecido nuestra conexión. Había demostrado mi amor por ella, mi capacidad de protegerla, mi valentía. Y en sus ojos, vi no solo gratitud, sino también un amor más profundo, un amor que había superado la prueba del miedo y la adversidad. Esa noche, bajo la luz de la luna, nuestro amor se fortaleció, se hizo más real, más indestructible. Habíamos superado un obstáculo, y habíamos salido victoriosos, juntos.