Kael

El mundo no era como lo recordaban los antiguos. No había cielos abiertos, ni mares infinitos, ni siquiera un sol que calentara la piel. Todo eso pertenecía a las leyendas, a las historias que los abuelos contaban a los niños antes de dormir. La realidad, la única que importaba, era el Sistema.

El Sistema lo era todo. Era la vida misma.

Desde que nacías, tus estadísticas aparecían flotando frente a ti, como un recordatorio constante de tu lugar en el mundo. Fuerza, Agilidad, Inteligencia, Carisma... Cada número definía quién eras y qué podías lograr. Los privilegiados nacían con estadísticas altas, destinados a ser héroes, líderes o magnates. Los ciudadanos comunes tenían números promedio, suficientes para trabajar, formar una familia y vivir una vida tranquila. Y luego estaban los marginados, como Kael, con estadísticas tan bajas que apenas les permitían sobrevivir.

Kael vivía en los Barrios Bajos, una zona olvidada donde las casas eran poco más que chabolas apiladas unas sobre otras y el aire olía a quemado. Aquí, los marginados luchaban por ganar unos pocos créditos, reparando chatarra o vendiendo lo que podían en el mercado negro. Kael era uno de ellos. Desde que tenía memoria, había vivido entre circuitos rotos y pantallas agrietadas, intentando arreglar lo que otros tiraban.

Pero Kael era diferente. No se conformaba con sobrevivir. Soñaba con algo más, aunque no sabía exactamente qué. Tal vez era la forma en que los héroes lo miraban desde sus carteles, con sus armaduras relucientes y sus sonrisas perfectas. O tal vez era la forma en que los marginados susurraban en las esquinas, preguntándose si el Sistema era realmente justo.

Kael abrió los ojos y lo primero que vio fue su cuadro de estadísticas, flotando en el aire como siempre. Era parte de su vida, como respirar o parpadear. Lo revisó mecánicamente, sin esperar cambios.

Nombre: Kael Arvid

Edad: 21 años

Clase: Marginado

Fuerza: 4

Agilidad: 5

Inteligencia: 7

Carisma: 3

Créditos: 12

Nada había cambiado. O casi nada. Los créditos habían bajado de 15 a 12. Otra vez. Kael suspiró y se frotó la cara con las manos. Doce créditos no alcanzaban para nada. Ni para comer decentemente, ni para pagar la reparación del filtro de aire que llevaba semanas roto. Y mucho menos para comprar los circuitos que necesitaba para arreglar su vieja computadora.

Se levantó de la cama, un colchón viejo y desinflado en el rincón de la habitación que compartía con su hermana, Lira. Ella todavía dormía, envuelta en una manta raída, su respiración tranquila y regular. Kael la miró un momento, sintiendo ese nudo en el estómago que siempre aparecía cuando pensaba en ella. Lira tenía 17 años, pero parecía más joven, frágil, como si el mundo pudiera romperla en cualquier momento.

Kael era todo lo contrario. Alto, delgado pero musculoso por el trabajo físico, con el pelo negro y desordenado que siempre le caía sobre los ojos. Tenía una cicatriz en la mejilla izquierda, un recuerdo de una pelea con un matón de los Barrios Bajos. Sus ojos, de un gris frío, reflejaban una mezcla de cansancio y determinación. No era guapo, ni carismático, pero tenía algo que hacía que la gente lo respetara. O, al menos, que no se metiera con él.

Se vistió rápidamente: unos pantalones gastados, una camisa vieja y unas botas con suelas desgastadas. Luego se acercó a la pequeña cocina, si es que podía llamarse así a un rincón con una estufa portátil y un fregadero oxidado. Preparó un poco de té con las últimas hojas que les quedaban y dejó una taza al lado de Lira para cuando despertara.

Mientras bebía su té, Kael miró por la ventana. Los Barrios Bajos se extendían ante él, un paisaje de chabolas, cables colgando y calles llenas de basura. En la distancia, las torres relucientes de los Privilegiados se alzaban hacia el cielo, como un recordatorio constante de todo lo que él no tenía.

Kael odiaba a los Privilegiados, pero sobre todo odiaba a los Héroes. Esos seres perfectos, con sus estadísticas altísimas y sus armaduras brillantes, que se suponía que protegían a la sociedad pero en realidad solo servían a sus propios intereses. El más odiado de todos era Darian Voss, el héroe que había ejecutado a sus padres.

Kael recordaba ese día como si fuera ayer. Tenía 12 años. Los Guardianes irrumpieron en su casa, acusando a sus padres de haberse aprovechado del Sistema. No hubo juicio, no hubo pruebas. Solo Darian Voss, con su espada reluciente y su sonrisa fría, pronunciando la sentencia. "Por el bien del Sistema", había dicho, antes de acabar con sus vidas.

Desde entonces, Kael había jurado que algún día haría pagar a Darian. Pero ¿cómo? Él era solo un Marginado, con estadísticas patéticas y sin ninguna posibilidad de ascender en el Sistema.

Lira se despertó mientras Kael terminaba su té.

—Buenos días —murmuró, frotándose los ojos.

—Buenos días —respondió Kael, forzando una sonrisa. —Hay té para ti.

Lira asintió y se sentó en el borde del colchón, envolviéndose en la manta. Era más pequeña que Kael, con el pelo castaño y los ojos verdes de su madre. Tenía una inteligencia aguda, pero su Carisma era aún más bajo que el de Kael, lo que la hacía blanco fácil de los matones.

—¿Qué vas a hacer hoy?— preguntó Lira, tomando la taza de té.

—Voy all Cementerio de Chatarra —respondió Kael. —Necesito encontrar algunos circuitos para arreglar la computadora.

Lira asintió, pero Kael notó la preocupación en sus ojos. El Cementerio de Chatarra no era un lugar seguro, especialmente para alguien como él, con estadísticas tan bajas. Pero no tenían otra opción.

—Ten cuidado —dijo Lira, y Kael asintió.

Antes de salir, Kael revisó su cuadro de estadísticas una última vez. Nada había cambiado. Nunca cambiaba.