El cielo aún ardía con los vestigios de la batalla. La silueta de Kai Solis permanecía imponente, envuelta en un resplandor dorado y azul. A su alrededor, las cenizas del Emperador flotaban como fragmentos de una era extinta. Pero en lo profundo de su ser, una sensación desconocida se aferraba a su instinto, una advertencia silenciosa.
Algo estaba mal.
El aire vibró con una energía distinta, como si el equilibrio mismo del mundo hubiese sido alterado. A lo lejos, los cielos oscurecidos parpadearon con destellos de un fulgor carmesí. Un crujido reverberó a través de la tierra, un eco primigenio que no pertenecía a este tiempo ni a este mundo.
Kai entrecerró los ojos. Sus sentidos, afilados como nunca antes, captaron una distorsión en el espacio. Era sutil, pero presente. Algo se estaba liberando.
Desde la cima de una torre en ruinas, su mirada se dirigió al horizonte. Las nubes formaban espirales anormales, girando en torno a un punto invisible. Susurros antiguos resonaban en el viento, voces sin dueño que hablaban en un lenguaje olvidado. No había duda.
Un sello estaba cediendo.
Kai apretó el puño. No tenía miedo, pero una sensación de anticipación le recorría el cuerpo. Había vencido al Emperador, pero algo más grande yacía dormido en los abismos del mundo. Y ahora, el despertar era inminente.
El suelo tembló bajo sus pies. No era un simple terremoto. Era el rugido de algo colosal, algo que jamás debió ser perturbado. Desde los confines de la tierra, en regiones donde la humanidad no se atrevía a pisar, enormes sombras se alzaban contra la luna.
Bestias antiguas.
Criaturas cuyo tamaño superaba lo imaginable, cuyos cuerpos eran como montañas vivientes, con ojos que ardían como soles extinguidos. Sus presencias eran tan vastas que la realidad misma parecía doblegarse a su alrededor.
Kai observó en silencio. Su guerra aún no había terminado.
Apenas comenzaba.