De pronto, una alerta en la sala de control interrumpió el silencio. Una videollamada entrante desde el laboratorio principal en Rusia.
—¿Qué sucede? —preguntó Varn con firmeza, aceptando la conexión.
La pantalla mostró a una científica paralizada, la respiración entrecortada. A su espalda, el laboratorio era un caos absoluto. Luces parpadeaban sin cesar, equipos destruidos cubrían el suelo, y entre las sombras, figuras se movían con una velocidad inhumana.
—No vengan… No continúen… —susurró la mujer con la voz rota.
Temblorosa, giró la cámara.
Durante un instante, se pudo ver la silueta de un monstruo gigantesco. Su piel era naranjosa, sus ojos diminutos y oscuros. De sus brazos goteaba sangre. En el fondo, un científico ruso corrió hacia él, desenfundando una pistola.
No tuvo oportunidad.
Con un solo movimiento, la criatura le desgarró el pectoral de un zarpazo.
La transmisión se distorsionó con un fuerte chasquido. Gritos de agonía llenaron los altavoces. Un instante después, la imagen se tiñó completamente de rojo.
El mutante se acercó a la cámara. Su mirada vacía. Su sonrisa despiadada.
Lo último que se vio antes de que la pantalla se apagara para siempre.
El laboratorio en Alemania quedó en un silencio sepulcral. Solo el zumbido de la ventilación permanecía en el aire.
Hasta que un crujido heló la sangre de todos.