capitulo 9. el accidente

El día nublado, el tráfico lento como de costumbre. Oliver permanecía en el asiento trasero del auto, observando a través de la ventana cómo avanzaban poco a poco los vehículos.

El conductor tenía la radio encendida en las noticias del día. Oliver, disociado, apenas escuchaba. Su mente vagaba en pensamientos triviales. Era un día tranquilo. Hasta que, en un instante…

Un estruendo rompió la monotonía.

Un golpe agresivo sacudió el auto hacia adelante. El sonido del metal retorciéndose invadió el ambiente. Vidrios estallaron. Oliver sintió el impacto recorrer su cuerpo, un latigazo le arrebató el aire de los pulmones.

El coche perdió todo control, chocando contra otros vehículos antes de volcarse en medio del caos.

El peso de los asientos lo aprisionaba contra el suelo. Intentó moverse, pero un dolor punzante le atravesó la pierna derecha. Sangre caliente resbalaba por su frente.

Piensa. Piensa. No hay tiempo. Muévete.

El fuego comenzaba a rodear la calle. Las llamas crecían con rapidez, el calor se volvía sofocante. Oliver miró a su alrededor y vio al conductor, con un tubo atravesando su costado. Su respiración era apenas un susurro. No tenía salvación. Si no salía pronto, él terminaría igual.

Buscó entre los vidrios rotos, tanteando con las manos hasta encontrar algo con qué romper la ventana.

El cristal cedió tras varios golpes.

Arrastrándose fuera del auto, sintió el ardor intenso en su muslo derecho. Se obligó a ponerse de pie, aunque sus piernas apenas lo sostenían. Avanzó unos pasos antes de escucharlo.

Un grito. Débil. Suave.

Oliver giró la cabeza y lo vio.

Un niño, atrapado entre los restos de otro auto. Su pequeña figura temblaba, los ojos reflejaban un pánico absoluto.

Cada movimiento era un castigo. El dolor en su muslo se expandía con cada paso, pero no había tiempo para quejarse.

Se acercó tambaleante. Sus piernas amenazaban con ceder, pero no podía detenerse.

—Oye… acércate… te sacaré de aquí —su voz sonó rasposa, apenas un murmullo.

El niño lo miró, paralizado. No reaccionaba. Tenía el torso atrapado bajo escombros, su respiración entrecortada, los labios temblorosos.

Oliver se arrodilló junto a él. Intentó levantar las piezas de metal, pero su cuerpo ya no respondía. Sus brazos temblaban, sin fuerzas.

No. No puedes fallar.

Respiró hondo. Ignoró el dolor. Concentró todo lo que le quedaba de energía en su brazo izquierdo y levantó la estructura unos centímetros.

—¡Vamos! —gruñó con un grito ahogado—. ¡Sal!

El niño reaccionó al fin. Se aferró al abdomen de Oliver con todas sus fuerzas. Oliver lo cargó como pudo y comenzó a alejarse.

El mundo giraba a su alrededor. Sus pasos eran torpes. Su visión se nublaba más con cada latido. No podía desmayarse todavía.

Entonces, un estruendo.

Una explosión sacudió el aire. El fuego se extendió como una bestia hambrienta. La ola de calor los golpeó con furia.

Oliver siguió avanzando.

Entre el caos, una silueta apareció a lo lejos. Un policía. Un paramédico. Alguien.

Pero su cerebro le jugó una trampa.

Por un instante, vio a su padre.

Su reflejo en los vidrios rotos. Llamándolo con la misma voz suave de cuando era niño.

—Oli…

El eco del pasado lo envolvió. Un instante de quietud en medio del infierno.

Parpadeó, y la imagen desapareció.

Con su último aliento, dejó al niño en el suelo, justo cuando unas manos llegaron al rescate.

Una sonrisa apenas perceptible se dibujó en su rostro.

Y luego, la oscuridad lo envolvió