La Última Prueba

El mundo era un eco lejano. Cada paso de Aelek se sentía como una piedra cayendo en un abismo sin fondo. No sabía cuánto tiempo llevaba caminando, pero cada segundo le pesaba como si hubiera vivido una eternidad en aquel valle muerto.

Sus ojos estaban entrecerrados, no por decisión propia, sino porque su cuerpo apenas tenía energía para mantenerlos abiertos. Tenía hambre. Tenía sed. Sus músculos ardían, su garganta era un desierto y su mente flotaba entre la lucidez y el delirio.

Lo único que lo mantenía en pie era el instinto. Seguir adelante.

Cuando vio el bosque, su corazón casi se detuvo. Era imposible. Un valle tan árido no podía albergar un bosque tan denso y vibrante. Pero allí estaba.

El suelo era de tierra húmeda, los árboles se alzaban majestuosos y el follaje bloqueaba parte del cielo. Pero había algo extraño.

No había viento.

No había ruido.

No había vida.

Aelek frunció el ceño. No escuchaba insectos, ni hojas crujiendo, ni ramas partiéndose. Era un silencio absoluto, el tipo de silencio que eriza la piel porque no pertenece a este mundo.

—¿Qué… es esto? —su propia voz sonó lejana, como si el bosque la absorbiera.

Tocó un tronco. La corteza era rugosa, como cualquier otro árbol. Arrancó una hoja y la sostuvo frente a sus ojos… pero no olía a nada.

Algo no estaba bien.

Dio un paso dentro del bosque y la sensación se intensificó. El aire no se movía, pero sentía que algo lo observaba.

De repente, el suelo tembló.

Un ruido grave y gutural rompió la quietud, como el rugido de una bestia enorme. Aelek sintió su piel erizarse de inmediato. Se giró, y su respiración se volvió errática.

Frente a él, en medio del bosque que no era real, estaba la sombra de una pesadilla.

Era un animal de su antiguo mundo, pero no del todo. Su piel era de un negro opaco, como si la luz no pudiera tocarlo. Sus ojos brillaban con un fulgor amarillento, y cada respiración suya hacía vibrar el aire.

Aelek sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.

Quería moverse. Quería sacar su espada. Pero su cuerpo no respondía.

Su mano tembló cuando intentó alcanzar el mango de su arma… pero no pudo.

Era como si sus dedos hubieran olvidado cómo moverse. Su brazo era de piedra, inmóvil.

El miedo lo paralizaba.

El animal no atacó de inmediato. Solo lo miraba, su presencia era una montaña de presión en el pecho de Aelek.

—No es real… —susurró.

Pero su mente no lo aceptaba.

El rugido de la bestia lo arrancó de su trance. Sus pies se movieron antes de que pudiera pensar. Corrió.

Corrió como si su vida dependiera de ello.

Las sombras del bosque se deformaban a su alrededor. Los árboles se doblaban y se rompían como si fueran de papel. Piedras explotaban en polvo con cada paso del animal.

Pero Aelek no miraba atrás.

Los árboles se extendían como muros interminables. El camino que creía seguir desapareció. No sabía hacia dónde iba.

Todo era igual. Todo era falso.

Los rugidos de la bestia se sentían más cerca. Su respiración era un tambor frenético en sus oídos.

"¿A dónde estoy corriendo?"

"¿Dónde está la salida?"

"¿Dónde estoy?"

El miedo empezó a deformar la realidad.

Los árboles se volvían torres imposibles. Las sombras se alargaban como garras tratando de atraparlo. El suelo se sentía inestable, como si fuera a hundirse en cualquier momento.

—¡No! —gritó Aelek, pero su voz se perdió en el vacío.

Cerró los ojos un segundo.

Y recordó.

Arya sonriendo.

"Vive."

"No te detengas, así no tengas motivos."

Abrió los ojos con furia. No importaba si esto era real o no.

No dejaría que su miedo lo atrapara.

Con un último esfuerzo, Aelek saltó.

Saltó hacia lo desconocido, sin ver dónde caería.

Y todo desapareció.

Su cuerpo se sentía ligero, como si flotara en la nada.

Luego, sintió el impacto.

Chocó contra algo sólido.

Su mente tardó en procesarlo. Se tambaleó, sus manos tocaron piedra fría.

Era un muro.

Brillante.

La secta.

Sus piernas temblaron. Trató de moverse, de buscar la puerta… y la vio abierta.

El aire se sintió distinto. Había cruzado la última frontera.

Su cuerpo finalmente cedió.

Cayó de rodillas.

Sus ojos se cerraron.

Su mente se apagó.

Lo último que escuchó antes de perder el conocimiento fue una voz conocida.

—¡Daeron, sí pudo llegar!

Y luego, solo oscuridad.