Aelek se arrodilló frente a la modesta lápida de piedra. El viento nocturno agitaba las hojas secas a su alrededor, como si la naturaleza misma susurrara los recuerdos de Arya. La mujer que le dio un propósito, la que moldeó sus pensamientos y le enseñó el significado del honor y la determinación.
Apoyó una mano sobre la tumba y cerró los ojos. Las palabras de Arya resonaban en su mente, como un eco de un pasado que aún no estaba listo para dejar atrás.
>"El mundo no es justo, Aelek, pero eso no significa que debas corromperte con él. No es la fuerza lo que define a un guerrero, sino la voluntad de mantenerse firme en lo que cree. Si alguna vez pierdes el rumbo, no busques respuestas en la desesperación, sino en el camino que ya has recorrido."
Aelek apretó los dientes. ¿Mi camino? Su mano tembló sobre la lápida. ¿Acaso lo tengo?
Inspiró hondo y miró el cielo estrellado. Luego, con una sonrisa que no alcanzó sus ojos, murmuró:
—Viviré, Arya. No sé cómo, ni qué significa exactamente… pero viviré.
Se levantó con determinación. Sabía que no podía quedarse allí para siempre. Regresó a la casa de Arya, arregló todo en su lugar y dejó las llaves a la jefa del pueblo, llevándose solo una pequeña prenda de Arya: su collar. Un simple amuleto de metal con un grabado casi borrado por los años, pero invaluable para él.
Al salir del pueblo, miró la fecha. Faltaba un día para que se cumpliera un año desde su llegada a este mundo, también se dio cuenta que había estado cerca de un mes sin ir a la secta.
El sol estaba en su punto más alto cuando Aelek llegó a las puertas de la Secta Destello Eterno. El viento fresco le trajo un aroma familiar: tierra húmeda, madera y el leve toque de incienso que ardía en los pabellones internos.
Justo cuando cruzó la entrada, notó a un hombre apoyado en una de las columnas. Era alto, con un físico imponente y una sonrisa tranquila en el rostro. Sus ojos se encontraron por un instante y el hombre simplemente le sonrió antes de desaparecer por el pasillo como si nunca hubiera estado allí.
"¿Quién era ese?" pensó Aelek, frunciendo el ceño. No recordaba haberlo visto antes.
Siguió caminando hasta el patio de entrenamiento y allí lo vio: Waile, el anciano sabio de la secta. Estaba de pie con las manos tras la espalda, observando el cielo con su mirada profunda.
Aelek apenas había dado un paso cuando escuchó su voz.
—Oh… ya no estás apresurado, chico. —Waile lo miró con una leve sonrisa—. Pero en su lugar, te ves apagado.
Aelek sintió algo en su pecho. Se arrodilló frente a Waile con una expresión de súplica.
—Enséñame artes marciales.
Waile lo observó en silencio por unos segundos antes de soltar una leve risa.
—Calma, chico. Ya estás en mi secta, claro que te enseñaré. Pero dime… ¿qué ha pasado?
Aelek le contó todo. Su estancia en el pueblo, la tumba de Arya, sus dudas y su deseo de encontrar un propósito real. Waile escuchó sin interrumpir, como si cada palabra fuera un hilo enredado que intentaba desenredar con paciencia.
Cuando Aelek terminó, Waile suspiró y le respondió con su usual tono filosófico.
—El problema con las respuestas es que nunca son absolutas. No te preguntes "¿qué debo hacer?", sino "¿quién soy cuando lo hago?" El camino se forma con cada paso, pero si solo miras al suelo, nunca verás hacia dónde te diriges.
Aelek no comprendió del todo, pero algo en esas palabras le hizo sentir que estaba en el lugar correcto.
Se puso de pie y miró al anciano con determinación.
—Estoy listo para ser un miembro oficial.
Waile asintió con satisfacción.
—Entonces prepárate, porque el entrenamiento comienza ahora.
Aelek cerró los puños. Su mirada reflejaba tristeza, pero también una determinación inquebrantable.
Aquí comenzaba su verdadero camino.
Aelek avanzó por el pabellón de los discípulos externos con una mezcla de emoción y nerviosismo. Sería su primera noche compartiendo habitación con otros nueve desconocidos. Hasta ahora, su tiempo en la secta había transcurrido en la sala de curación, alejado del día a día de los demás discípulos.
Finalmente, se detuvo frente a una gran puerta de madera desgastada. La habitación donde dormiría, entrenaría y conviviría con los demás. Tomó aire, empujó la puerta y entró.
El ambiente dentro era cálido pero simple. Había diez camas alineadas, cada una con un pequeño baúl al pie para guardar pertenencias. Algunas tenían mantas dobladas con precisión, otras parecían más descuidadas. El aroma a incienso mezclado con el sudor del entrenamiento impregnaba el aire.
Nueve pares de ojos se posaron en él. Algunos con curiosidad, otros con indiferencia. Un silencio incómodo se extendió por la habitación mientras Aelek avanzaba lentamente.
De repente, una voz amigable rompió la tensión.
—¿Tú eres el último discípulo que ingresó?
Aelek volteó hacia el que había hablado. Era un joven de cabellos cortos y oscuros, con una sonrisa fácil y una actitud relajada.
—Sí, mi nombre es Aelek. —respondió, inclinando levemente la cabeza.
El joven asintió con entusiasmo.
—Bienvenido, Aelek. Soy Kaien, y este montón de vagos son nuestros compañeros.
Hubo algunas risas, aunque un par de discípulos solo rodaron los ojos.
—Tienes suerte, —intervino otro discípulo, un muchacho alto de piel bronceada—. No todos los días se recibe a un novato, y menos uno que haya estado en la sala de curación tanto tiempo.
—Oh, claro. Siéntete honrado. No cualquiera empieza su entrenamiento con tanto descanso. —bromeó otro.
Aelek percibió que no había hostilidad en sus palabras, solo la típica camaradería entre quienes compartían la misma situación.
—Si es así, tendré que esforzarme más para ponerme al día. —dijo con una sonrisa.
Un tercer discípulo, más bajo y de cabello alborotado, le hizo un gesto con la cabeza.
—Tu cama está allí. La última en la fila.
Aelek asintió y caminó hasta el lugar indicado. Era un espacio modesto, pero era suyo. Dejó su pequeña bolsa junto al baúl y se sentó en la cama, sintiendo por primera vez el peso del día sobre sus hombros.
Aelek aún sentía el peso de las miradas en la habitación. Algunos discípulos parecían indiferentes, otros lo observaban con curiosidad.
—¿Tú eres el último discípulo que ingresó? —preguntó un joven de cabello oscuro y expresión relajada.
—Sí.
—Vaya… entonces seremos diez en total. —comentó otro, cruzándose de brazos.
—Solo espero que no seas otro quejica. —agregó alguien desde una esquina, con tono desinteresado.
Antes de que Aelek pudiera responder, una voz retumbó desde el exterior.
—¡Si tienen tiempo para charlar, tienen tiempo para entrenar! —rugió con autoridad—. ¡Fuera de ahí, parásitos!
El aire pareció ponerse pesado.
Gorath.
Los discípulos dejaron lo que estaban haciendo y salieron casi de inmediato. Aelek se quedó por un segundo, sintiendo cómo su corazón se aceleraba.
—Muévete, nuevo. —dijo Kaien, lanzándole una mirada de advertencia mientras se dirigía a la puerta—. El instructor odia a los que no se esfuerzan.
Aelek asintió apresuradamente y se apresuró a guardar sus cosas en el baúl de madera.
Pero justo antes de salir, sus ojos se posaron en un pequeño objeto colgando cerca de su cama.
El collar de Arya.
El metal frío brilló levemente bajo la tenue luz de la habitación. Un recordatorio de su promesa.
Su puño se apretó.
"Voy a crecer."
Con una última mirada de determinación, Aelek giró y salió por la puerta.
El primer día de su entrenamiento había comenzado.