Capitulo 4: Un trato

Mi mente iba a mil por hora, pero no podía permitirme dudar.

Sigrún odiaba a los Einarrson. Odiaba al Ulfarr original.

Pero yo no era él.

No podía permitirme un solo error.

Apreté los labios y tomé aire, dejando que mi mente fría y calculadora se hiciera cargo. Mi verdadero yo.

Enderecé la espalda y la miré fijamente.

—Entonces, déjame ver si entendí bien —dije con calma—. Me secuestraste. Me quisiste convertir en un arma. Y fallaste.

Sigrún entrecerró los ojos, analizándome.

Bien.

Si ella sospechaba algo, si dudaba siquiera por un segundo de que algo en mí había cambiado, todo podía acabar en este instante.

No podía parecer un titubeante niño confundido.

Debía parecer Ulfarr Einarrson, el fracaso que ella conocía… pero con un nuevo filo.

—Y ahora, después de todo este tiempo, ¿por qué me dices esto? —continué, mi voz firme, casi desinteresada—. ¿Esperas que corra a llorar por la verdad?

Sigrún ladeó la cabeza, su expresión divertida y afilada.

—No —respondió—. Espero ver qué harás con ella.

Nos quedamos en silencio.

Ambos midiendo al otro.

Sabía que estaba probándome. Y yo no perdería.

Tomé aire y cerré los ojos un momento. Luego, sin dudar, hablé.

—Bien. Escúchame con atención, porque no voy a repetirlo.

Sigrún cruzó los brazos y me observó con una ceja en alto, expectante.

No había vuelta atrás. Era hora de apostar todo.

—No soy el Ulfarr que conociste —solté, sin rodeos—. No recuerdo nada de mi vida aquí, ni de lo que fui. Todo lo que sé es lo que he descubierto en estos meses.

Noté cómo su expresión se endureció. Su mirada afilada no se apartaba de mí.

—No sé por qué —continué—, pero desperté aquí, en su mundo, en el cuerpo de ese inútil. Y aunque no tengo interés en ser el débil que fui… tampoco me interesa cargar con los pecados de otra persona.

Su aura empezó a filtrarse sutilmente, una presión invisible llenó la habitación.

Era hostil.

Lo entendía. Desde su perspectiva, lo que decía sonaba como una excusa barata.

—Suena a una justificación bastante conveniente —murmuró, su tono afilado.

—Si quisiera excusas, diría que fue un error. Que no era mi culpa —respondí, manteniendo la compostura—. Pero no me interesa excusarme. Solo me interesa una cosa: hacerme más fuerte.

Ahí.

Ahí la tenía.

Esa era la clave.

El único lenguaje que este mundo entendía.

—Tú quieres venganza —continué, mirándola a los ojos—. Y yo quiero poder.

Sigrún no dijo nada.

Yo di un paso adelante.

—Tienes mi cuerpo. Mi sangre. Si lo que quieres es usarme como un arma contra los Einarrson… entonces moldéame con tus propias manos. Pero a cambio, tú me ayudarás a lograr mi meta.

Su sonrisa apareció, lenta y afilada.

—¿Y cuál es esa meta, cachorro?

Mi sonrisa se ensanchó.

—Volverme lo suficientemente fuerte para que nadie nunca más pueda decidir mi destino.

Por un momento, hubo silencio.

Luego, Sigrún soltó una carcajada.

—Hah… hahahaha…

Era una risa cargada de burla, pero también de algo más.

Interés.

Diversión.

Aceptación.

—Me gusta esa mirada, Ulfarr —dijo con una sonrisa depredadora—. Está bien. Hagamos este trato.

Extendió su mano.

Sin dudarlo, la estreché.

Era el inicio de una nueva etapa.

El entrenamiento comenzó… y fue un infierno.

No había una mejor manera de describirlo.

Sigrún no tenía piedad.

Desde el primer día, me dejó claro que si quería poder, tendría que ganármelo con sudor, sangre y huesos rotos.

—Si quieres manejar el aura, primero necesitas un cuerpo que lo soporte —dijo, sin emoción, mientras me dejaba tirado en el suelo después de otro agotador ejercicio.

Cada músculo de mi cuerpo ardía. Respirar dolía.

Pero me obligué a levantarme.

No podía detenerme.

—Bien, cachorro —continuó, cruzándose de brazos—. Ahora, escucha con atención.

Ahí empezó mi verdadera educación.

Sobre el aura.

Me explicó que el aura no era solo una manifestación de poder, sino una extensión del propio ser. No solo era fuerza bruta; era la materialización de la voluntad de una persona.

—El aura tiene diferentes tipos y niveles —dijo—. En mi caso, tengo un aura de velocidad explosiva, lo que me permite moverme más rápido que la mayoría.

Movió su mano frente a mí y, en un instante, su silueta se desdibujó. En el siguiente parpadeo, estaba detrás de mí.

No la vi moverse.

—Cada familia posee una afinidad natural con un tipo de aura. Los Einarrson… —sus ojos verdes brillaron con intensidad— son monstruos.

No había burla en su voz.

Solo una certeza absoluta.

—¿Qué tiene de especial su aura? —pregunté, intentando controlar mi respiración.

Sigrún sonrió.

—El aura de la rama principal de los Einarrson no es como la mía. No es solo velocidad, fuerza o resistencia. Es algo más profundo. Más aterrador.

Mis dedos se crisparon.

—¿Qué significa eso?

Sigrún inclinó la cabeza, evaluándome.

—Eso, cachorro, es algo que tendrás que descubrir por ti mismo.

No me gustaba su tono.

No me gustaba el brillo burlón en sus ojos.

Pero no dije nada.

—Lo que sí te diré es esto: el color del aura refleja su nivel de poder. Cuanto más oscura, más poderosa.

Me explicó que el aura se clasificaba en niveles, del 1 al 5.

—El nivel 1 es un aura tenue, apenas visible. Algo que cualquier persona con talento puede alcanzar.

—El nivel 2 es más sólido, más estable. Solo aquellos con entrenamiento pueden llegar ahí.

—El nivel 3 es donde la verdadera diferencia se marca. Un aura de este nivel ya es lo suficientemente fuerte como para influir en el mundo a su alrededor.

—El nivel 4 es raro. Son aquellos que han dominado su propio ser y pueden moldear su aura de maneras únicas.

Se detuvo.

Por un instante, su expresión se endureció.

—Y el nivel 5… —su voz se volvió más baja, más grave—. Son los monstruos entre monstruos. Un aura completamente oscura, un poder tan denso que devora todo a su alrededor. Los reyes de este mundo.

Mis pensamientos volvieron a ese instante, en la pelea.

A ese brillo carmesí y negro.

A la locura en mis propios ojos.

—...

Sigrún sonrió.

—Pero antes de preocuparte por los niveles… tienes otro problema.

Me miró de arriba abajo y luego se cruzó de brazos.

—Tu cuerpo es una basura.

No pude evitar que un tic apareciera en mi ceja.

—Gracias por el cumplido.

—No es broma, cachorro. Si realmente tienes la sangre de la rama principal, entonces tu cuerpo debería ser capaz de soportar algo que el antiguo Ulfarr nunca logró controlar. Un aura que está más allá de lo que la mayoría puede manejar.

Se inclinó hacia mí, su sonrisa burlona.

—Así que antes de que pienses en usar el aura… más te vale sobrevivir al entrenamiento.

Solté un suspiro.

Esto iba a doler.

Los meses pasaron.

Mi cuerpo cambió.

Los músculos que antes eran débiles y flácidos ahora tenían definición. Mi resistencia aumentó. Mi velocidad, mi fuerza, mis reflejos… Todo se volvió más afilado, más eficiente.

Me estaba acercando a lo que una vez fui.

Ya no jadeaba después de cada entrenamiento. Ya no terminaba en el suelo sin poder moverme. Ahora, podía soportarlo.

Y, poco a poco, Sigrún también cambió.

Al principio, nuestra relación era puramente de maestra y discípulo, con ella burlándose de mi debilidad y yo aguantando cada golpe sin rechistar. Pero con el tiempo… la dinámica se volvió diferente.

Más natural. Más cercana.

No sé si fue porque yo no era el niño que tanto odiaba.No sé si fue porque, de una forma u otra, cumpliría su ansiada venganza.O tal vez, simplemente, porque éramos dos seres con un mismo objetivo.

Pero sin darme cuenta, Sigrún dejó de tratarme como un simple peón y comenzó a verme como alguien con verdadero potencial.

Aunque claro… eso no significaba que fuera más amable.

—Vamos, cachorro, ¿eso es todo lo que tienes? —se burló, observándome mientras intentaba recuperar el aliento.

Escupí a un lado y le dediqué una sonrisa ladina.

—Solo estaba calentando.

Ella rió.

Un sonido corto, seco, pero genuino.

Quizás, en otro mundo, en otra vida… podríamos haber sido algo más que maestra y alumno. Pero en este momento, solo había un camino para ambos: el poder.

Sigrún no era de las que perdían el tiempo con preguntas sin sentido.

Por eso, cuando esa noche apareció en mi habitación, apoyándose contra el marco de la puerta con los brazos cruzados y su típica sonrisa burlona, supe que algo se traía entre manos.

—Dime, cachorro —dijo con su tono usual, ese que mezclaba burla y curiosidad—. ¿Quién eras en tu otro mundo?

Parpadeé, sorprendido.

No era la primera vez que hablábamos de mi situación, pero hasta ahora nunca había mostrado interés real en mi vida antes de este lugar.

—¿Por qué la pregunta? —respondí con calma, sentándome en la cama.

Sigrún se encogió de hombros, entrando en la habitación sin esperar invitación.

—He estado entrenándote por meses y aunque veo que tienes talento, hay algo en ti que no encaja con el niño débil que secuestré. No eres un noble mimado sin instinto de supervivencia. No eres alguien que se rinda. Y definitivamente, no eres un iluso que busca justicia o venganza sin razón. —Se apoyó contra la pared, observándome fijamente—. Así que dime, Ulfarr… ¿Quién eras en tu mundo?

Sonreí.

No podía decirle la verdad absoluta, pero tampoco tenía razones para mentirle.

—En mi mundo, era un tipo normal. Terminaba la universidad, tenía amigos, una vida tranquila…

—Cosas aburridas —interrumpió con una mueca de fastidio.

—Sí… y no. —La miré directamente—. Porque, cuando la noche caía, dejaba de ser ese tipo normal.

Sigrún arqueó una ceja.

—¿Ah, sí?

Asentí, apoyándome contra la cabecera de la cama.

—En las sombras, yo era un peleador. No cualquier peleador… era el mejor. El rey de las peleas clandestinas.

Por primera vez, vi un destello de interés genuino en sus ojos.

—Vaya, vaya… eso explica muchas cosas.

—Lo hacía porque lo amaba —continué—. No por dinero, no por venganza, no por probar nada. Solo porque pelear era lo único que me hacía sentir vivo.

Sigrún sonrió de lado.

—Ahora tiene sentido… Esa locura que vi en ti cuando despertaste tu aura por primera vez… No era solo adrenalina, ¿verdad?

Negué lentamente.

—Era emoción. Pura, cruda, incontrolable.

Sigrún se quedó en silencio unos segundos. Luego, soltó una carcajada baja y se acercó hasta quedar justo frente a mí.

—Supongo que no te elegí tan mal después de todo.

Su tono era burlón, pero en sus ojos había algo más. Algo que no había visto antes.

Respeto.

Solo un poco. Apenas perceptible.

Pero estaba ahí.

—Ya que sabes sobre mí… —dije, apoyando los codos sobre las rodillas—. Es justo que me cuentes sobre ti.

Sigrún parpadeó, visiblemente sorprendida.

—¿Eh? ¿Interesado en mi historia, cachorro?

—Digo, pasamos juntos la mayoría del tiempo, me entrenas, me soportas, y eres probablemente la única persona en este mundo a la que puedo considerar… cercana.

Sus ojos verdes me analizaron con detalle, como si buscara algo en mi expresión, algún tipo de mentira o burla. Pero no encontró nada.

—Tch… —chasqueó la lengua y se dejó caer en una silla frente a mí—. No creas que me conmueve, pero supongo que puedo darte algo de contexto.

Me crucé de brazos, esperando.

—Nací en la familia Einarrson, pero no en la rama principal —comenzó—. Desde el momento en que abrí los ojos, ya había un destino marcado para mí: luchar, obedecer, servir. No tenía opción. No la quería tampoco.

Su voz se volvió más áspera al continuar.

—Fui criada como un arma, igual que muchos otros. Pero había una diferencia: yo sobreviví. Los débiles mueren, los fuertes avanzan. Esas eran las reglas. Y yo fui lo suficientemente fuerte como para seguir adelante.

Sus ojos brillaban con un resentimiento frío, calculador.

—Pero luego nació él… —Su mirada se desvió por un segundo hacia el suelo—. Mi hermano. Un niño sin aura. Débil desde el inicio.

No dijo más por un momento.

—Ya sé el resto —murmuré, recordando lo que me había contado en la habitación del sótano—. Tu familia lo eliminó.

Sigrún me miró fijamente, su mandíbula tensa.

—Sí. Y desde entonces, mi único objetivo ha sido destruirlos. No me importa cuánto tarde, cuántas vidas tome o cuán bajo tenga que caer. Lo haré.

No había duda en su voz. No había espacio para el arrepentimiento o la vacilación.

Sonreí.

—Eres más parecida a mí de lo que crees.

Sigrún bufó, cruzándose de brazos.

—No me insultes.

Me reí entre dientes.

—No era un insulto.

Un silencio cómodo se instaló entre nosotros. Por primera vez, sin juegos, sin burlas, solo una conversación honesta.

—Entonces, ¿vas a ayudarme o no? —pregunté, mirándola directamente.

Sigrún me observó por un momento antes de soltar una risa seca.

—Hmph. Ya lo estoy haciendo, ¿no?

No pude evitar sonreír.

Sí, lo estaba haciendo.

Unos días después, mientras tenía un sparring con Sigrún, al fin, luego de este infierno, pude sentirlo. Algo parecido a aquella vez que peleé con ella… ese cosquilleo, esa energía. Y entonces lo logré. Mi aura se materializó. No era tan oscura como la primera vez, pero el tono rojizo permanecía. La miré, emocionado, pero en su mirada había algo raro… miedo.

—Tu aura… no es normal.

Eso ya lo sabía.

—Sí, me di cuenta cuando me miraste como si fuera un maldito monstruo.

Sigrún chasqueó la lengua, pero no negó nada.

—No es solo eso, idiota. Tu aura es… —hizo una pausa, como si las palabras se le atascaran en la garganta—. Es el peor de los presagios.

Fruncí el ceño.

—¿Presagio? ¿De qué hablas?

Ella no respondió de inmediato. Me miró con una mezcla de tensión y algo más… ¿temor? Eso no tenía sentido.

—El aura roja… —murmuró al final—. No debería existir.

Un escalofrío recorrió mi espalda.

—¿Qué?

—En este mundo, el aura representa la esencia misma de una persona. Fuerza, velocidad, resistencia… cada color significa algo. Pero el rojo… —sus ojos se afilaron—. El rojo es caos.

Me quedé en silencio.

—¿Caos?

—No es un tipo de aura común. Ni siquiera los de la familia Einarrson, con toda su supremacía, han portado un aura roja. Es una maldición. La historia lo menciona solo en leyendas, en cuentos sobre el final del mundo.

Sentí un nudo en el estómago.

—Entonces…

—Es el presagio del Apocalipsis.

El aire se volvió pesado. Sigrún cruzó los brazos, clavando su mirada en mí.

—Esperaba haberlo visto mal la primera vez que despertaste tu poder —confesó—. Pero ahora lo sé. No fue un error.

Bajé la mirada a mis propias manos. La energía rojiza aún parpadeaba débilmente a mi alrededor. En mi mundo anterior, yo era el rey de las peleas clandestinas, un monstruo en la arena. Pero aquí… aquí era algo más.

—Entonces… ¿soy el fin del mundo?

Mi voz sonó más seria de lo que esperaba.

Sigrún me observó en silencio antes de sonreír de lado.

—Eso dependerá de ti.

Lo entendía. Siempre dependió de mí cómo usar mi fuerza en el otro mundo, y en este era lo mismo. No importaba si era un rey de las peleas clandestinas o un presagio de destrucción en este mundo, al final, la única diferencia era el escenario.

Me sentía extraño al respecto, pero a la vez… emocionado.

Algo en mí, algo profundo y primitivo, despertó con ese pensamiento. Mi verdadero yo, ese que siempre se excitó con la sensación de ser superior a los demás, ese yo desquiciado que se alimentaba del dominio y la supremacía, estaba sonriendo.

El caos… el apocalipsis…

Si el mundo quería que fuera un monstruo, entonces lo sería en mis propios términos.

Luego de eso, Sigrun se cruzó de brazos y me miró con seriedad, dejando de lado su tono burlón por primera vez en mucho tiempo.

—Escucha bien, mocoso —dijo, con una firmeza que me hizo prestar atención de inmediato—. Es peligroso que el débil Ulfarr, ese inútil que todo el mundo despreciaba, de repente muestre un aura como la tuya.

Sus palabras tenían sentido. Si alguien llegaba a ver mi aura roja, se harían preguntas. Preguntas que podrían llevar a respuestas que no me convenían.

—Si la familia Einarrson se entera de que un mocoso con el aura del apocalipsis anda por ahí, tarde o temprano conectarán los puntos —continuó, con un brillo peligroso en sus ojos—. Y entonces te buscarán.

—Eso suena molesto —respondí con una sonrisa ladeada.

—Molesto no es la palabra —bufó ella—. Si descubren que el hijo perdido de la rama principal sigue vivo, harán todo lo posible por recuperarte… o eliminarte.

Me quedé en silencio, analizando la situación. No sabía casi nada sobre la familia Einarrson, pero si eran tan poderosos como Sigrun decía, significaba que tarde o temprano tendrían que enfrentarse.

—Además —añadió, observándome con cautela—, tu aura no es tan poderosa como la primera vez que la despertaste.

—¿A qué te refieres?

—El día en que perdiste el conocimiento, tu aura brilló con una intensidad descomunal, mucho más fuerte que ahora. Esta vez, aunque sigue siendo peligrosa, no es ni la mitad de lo que fue. Debe estar en un nivel 1 o 2 a lo mucho.

Un nivel bajo… pero con potencial.

—Entonces solo debo hacerlo crecer —dije con determinación.

Sigrun suspiró, pero no pudo evitar esbozar una sonrisa.

—Exactamente, mocoso. Pero si en serio quieres vivir para verlo, más te vale aprender a controlarlo antes de que te mate a ti primero.

—Para lograr tu objetivo, debes entrar a la universidad —me dijo Sigrun al día siguiente, cruzada de brazos mientras me miraba con su típica expresión de superioridad.

—¿Universidad? —repetí con incredulidad. No esperaba que mi camino pasara por algo tan mundano.

—No es cualquier universidad, mocoso. Ahí es donde los guerreros más prometedores consiguen su tarjeta de aura para acceder a los barrios altos. También sirve como una catapulta para aquellos que quieren entrar en una de las familias poderosas.

Eso captó mi interés.

—¿Las familias reclutan desde ahí?

—Exacto. Pero no cualquiera puede presentarse a los exámenes de ingreso. Primero, hay que ganarse un "nombre".

—¿Nombre?

—Una reputación. Sin eso, ni siquiera considerarían mirarte.

Sonaba lógico. Al fin y al cabo, en cualquier lugar donde el poder gobierne, nadie se molesta en fijarse en los débiles.

—Así que, básicamente, tengo que hacerme notar —resumí.

—Eso es.

—Bien… ¿cuál es el problema?

Sigrun sonrió de una manera que no me gustó nada.

—Hay dos problemas muy importantes —dijo, levantando dos dedos—. Primero, que sigues siendo visto como el Ulfarr débil. A menos que hagas algo para cambiar esa percepción, nadie te tomará en serio.

Eso era de esperarse. Si no podía mostrar mi aura abiertamente, cambiar la forma en que los demás me veían sería un desafío.

—¿Y el segundo?

—Para entrar a la universidad… necesitas dinero.

Ese sí era un problema.