El caos reinaba en la arena. La multitud rugía con emoción, gritos y discusiones se cruzaban entre los asistentes y los propios luchadores. Algunos peleadores discutían entre ellos, otros me lanzaban miradas asesinas, ofendidos por mi arrogancia.
—¡¿Quién demonios se cree este idiota?!
—¡Voy a romperle todos los huesos!
—¡Sí, que lo dejen, vamos a callarle la boca aquí mismo!
Mientras tanto, Sigrun observaba la escena con los brazos cruzados, una sonrisa divertida en su rostro.
El organizador del torneo, un hombre de aspecto serio con un abrigo largo y una cicatriz que le cruzaba la nariz, finalmente intervino. Se subió al escenario y levantó una mano para exigir silencio.
—¡Basta! —Su voz resonó con autoridad, logrando que poco a poco la algarabía disminuyera—. No podemos permitir semejante cambio en el torneo. ¡Las reglas están para cumplirse!
Pero la multitud no estaba de su lado.
—¡Déjalo pelear!
—¡Sí, sí, que lo haga!
—¡Quiero ver cómo lo destrozan!
Lo más curioso fue que incluso los peleadores parecían estar de acuerdo. No solo por la humillación que significaba mi reto, sino porque, en el fondo, también querían probarse a sí mismos. En este mundo, la fuerza lo era todo.
El organizador apretó los dientes, claramente molesto por cómo la situación se le iba de las manos. Miró a su alrededor, entendiendo que si iba en contra de la multitud, podía perder el control del evento.
Chasqueó la lengua.
—Tch… Muy bien, que así sea. —Suspiró, mirando hacia mí con una mezcla de burla y lástima—. Pero que quede claro, si mueres aquí, no será nuestra responsabilidad.
Sonreí bajo mi máscara.
—No se preocupe… —Dije con confianza, ajustando mis guantes y flexionando el cuello—. No soy yo quien debe preocuparse por morir.
El público rugió en respuesta.
La pelea estaba a punto de comenzar.
El primer impacto retumbó en la arena.
Un peleador con una complexión robusta intentó darme un golpe directo con su puño reforzado con aura, pero esquivé inclinando ligeramente la cabeza y contraataqué con un golpe seco en la mandíbula. Cayó al suelo de inmediato, inconsciente.
El siguiente vino con una patada giratoria. Me agaché, lo tomé del tobillo y lo usé para derribar a otro que venía por mi espalda. Sin perder el ritmo, giré y lancé un codazo directo al cuello del siguiente idiota que se me acercó.
Caos absoluto.
El sonido de cuerpos cayendo al suelo, los gritos de los combatientes, el crujir de huesos y el jadeo de los que aún estaban en pie… Al principio, la multitud vitoreaba con emoción o insultaba, esperando ver cómo me derribaban. Pero los minutos pasaban, y uno a uno, los luchadores caían.
El rugido de la multitud se fue apagando.
Los gritos se convirtieron en murmullos.
Los murmullos se convirtieron en un silencio incrédulo.
Incluso Sigrun, que al principio observaba con diversión, dejó de sonreír. Su mirada reflejaba sorpresa… quizás hasta un atisbo de orgullo.
Respiré hondo. Mi cuerpo ardía por la adrenalina, mi mente estaba en completo enfoque. Cada movimiento era preciso, cada golpe calculado. En mi mundo, en los callejones oscuros y en los rings clandestinos, había aprendido lo que significaba una pelea real. Y ahora, en este mundo, esas lecciones seguían aplicándose.
Los últimos tres peleadores retrocedieron, con miedo en los ojos.
Ya no era el "débil Ulfarr".
Ahora, era un monstruo.
Los tres restantes dieron un paso atrás. Sus rostros estaban pálidos, sus cuerpos temblaban. La determinación con la que habían saltado a la arena hacía apenas unos minutos se había desmoronado por completo.
Sonreí con burla, levantando los brazos en un gesto de provocación.
—¿Entonces? ¿Lo van a intentar o van a seguir mojando sus pantalones?
La humillación encendió algo en ellos, y con un rugido de rabia se lanzaron hacia mí al unísono.
El primero intentó un puñetazo desesperado, pero lo esquivé y le di un rodillazo en el estómago que lo dejó sin aire. Antes de que pudiera caer, lo usé como escudo contra el siguiente, que ya venía con una patada al aire. Su golpe chocó contra el cuerpo de su compañero, y en esa fracción de segundo en la que su equilibrio se perdió, me colé en su guardia y le propiné un golpe ascendente en la mandíbula. Cayó de espaldas, completamente fuera de combate.
El último me miró con desesperación, pero ya no tenía escapatoria.
Aparecí frente a él en un instante y le susurré con voz baja:
—Buenas noches.
Y con un simple, pero certero golpe en la sien, lo envié directo a la inconsciencia.
El silencio de la arena se rompió con mi respiración agitada. Levanté la mirada y la voz, asegurándome de que todos en el lugar pudieran escucharme:
—¡No olviden lo que vieron aquí! ¡Mi nombre es Fenrir… y me convertiré en el ser más fuerte de este mundo!
Los espectadores me observaban con asombro, miedo y emoción. Algunos comenzaron a gritar mi nombre, otros todavía estaban demasiado impactados para reaccionar.
Bajé un poco la cabeza y, en un tono apenas audible, casi para mí mismo, murmuré:
—Hasta el punto en que ni un dios pueda conmigo.
Sigrun, que observaba desde el borde de la arena, captó mis palabras.
Su expresión se tornó seria. No dijo nada, pero en su mirada había algo nuevo. Algo que no había visto antes.
Respiré hondo, sintiendo cómo la adrenalina aún ardía en mis venas. Esto era solo el principio.
El camino de regreso al Colmillo Plateado transcurrió en un extraño silencio. Sigrun, que siempre tenía un comentario sarcástico o una broma a la mano, ahora caminaba con el ceño fruncido, los brazos cruzados y una mirada que se debatía entre la confusión y la cautela.
Yo lo noté de inmediato. Quería preguntarme algo. No, más bien… necesitaba hacerlo. Pero algo la detenía.
No la apresuré. En parte porque aún estaba recuperando el aliento después del espectáculo que acababa de dar y en parte porque me resultaba interesante ver hasta cuándo podía contenerse.
Sin embargo, para cuando llegamos al bar, el silencio se había vuelto insoportable incluso para mí.
Suspiré y me giré para mirarla.
—Vamos, pregúntame.
Sigrun alzó una ceja.
—¿Huh?
—Lo que sea que te estés aguantando. Pregunta. Ya no quiero esconder nada y… confío en ti.
Su expresión se tornó seria. Me miró fijamente, evaluándome, como si intentara asegurarse de que hablaba en serio.
Finalmente, apoyó la espalda contra la puerta del bar, cruzó los brazos y con voz firme soltó:
—¿A qué te referías con lo que dijiste al final? ¿"Hasta el punto en que ni un dios pueda contigo"?
Su pregunta colgó en el aire, pesada, inquisitiva.
Sonreí de lado.
—Eso… va a tomar un poco de explicación.
Era momento de contarle más.
Sigrun me miraba fijamente. Ella ya sabía sobre mi vida en el otro mundo, sobre quién era antes de despertar aquí. Pero ahora… ahora iba a contarle algo que ni siquiera yo había procesado por completo.
Suspiré y me recargué contra la pared.
—Lo que te dije antes… no es toda la historia.
Sigrun no dijo nada, pero su mirada se afiló.
—Cuando desperté aquí, no fue solo un simple cambio de escenario. Antes de eso, vi algo… a alguien.
Su expresión no cambió, pero sentí cómo su postura se tensaba, como si presintiera que lo que iba a decirle era importante.
—No me dijo su nombre ni qué era exactamente. Solo que había venido a "corregir un error".
Sigrun frunció el ceño.
—¿Qué tipo de error?
Asentí, preparándome para soltarlo todo.
—Según él, yo era el verdadero Ulfarr. Este era mi mundo original. Pero por alguna razón, mi alma terminó en otro lugar, y en mi lugar, alguien más terminó aquí.
Sigrun se quedó en silencio, asimilando mis palabras.
—¿Cómo lo dijo? —preguntó con seriedad.
Cerré los ojos un momento, recordando esas palabras frías y carentes de emoción.
—Dijo que había "equilibrado la balanza". Que "ahora las cosas estaban donde debían estar". Como si yo no fuera más que una pieza mal colocada en un tablero.
El ceño de Sigrun se frunció aún más.
—¿Y entonces?
Sonreí con amargura.
—Después de vivir toda mi vida en ese mundo, simplemente "arregló" su error y me devolvió aquí. Como si todo lo que construí allá no hubiera significado nada. Como si yo no tuviera derecho a decidir.
Sigrun apoyó la espalda contra la mesa y se cruzó de brazos, pensativa.
—Eso no suena como algo que diría un humano.
Asentí.
—Lo pensé mucho. Su presencia, su forma de hablar, la manera en la que parecía tan indiferente a mi existencia… Tal vez no lo dijo, pero estoy casi seguro de que era un dios.
Sigrun dejó escapar una risa seca.
—Así que quieres vengarte de un dios.
Reí entre dientes. Dicho en voz alta sonaba absurdo.
—Suena estúpido, ¿no?
Ella negó con la cabeza.
—No. No lo es.
Eso me sorprendió un poco.
—¿No crees que estoy delirando?
—He visto cosas peores en este mundo —dijo con seriedad—. Y si hay algo que he aprendido es que nada es imposible.
Su respuesta me dejó en silencio por un momento.
—Al principio, no tenía ninguna intención de desafiar a algo así —admití—. Pero después de entrenar, de sentir el poder del aura… empecé a pensar. Tal vez… solo tal vez, si me vuelvo lo suficientemente fuerte, podré encontrar una forma de hacerlo.
—¿Matar a un dios?
Me reí un poco.
—No lo sé. Tal vez matarlo. Tal vez arrancarlo de su trono. Tal vez hacer que sienta lo que es ser un simple humano, sin control sobre su propio destino.
Sigrun me observó en silencio, evaluándome con esa mirada afilada que rara vez mostraba. Finalmente, dejó escapar un suspiro y sonrió de lado.
—Sabes… hay muchas razones por las que alguien busca volverse fuerte. Venganza, poder, gloria. Pero la tuya es definitivamente única.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Eso depende de qué tan lejos estés dispuesto a llegar, Ulfarr.
Me tensé por un segundo. No era la primera vez que me llamaba así, pero esta vez se sintió diferente. Más real. Más significativo. Como si al fin aceptara quién era yo, más allá del niño inútil que solía conocer.
La miré con determinación.
—Llegaré hasta el final.
Sigrun asintió, como si hubiera estado esperando esa respuesta.
—Entonces más vale que te prepares, Ulfarr. Porque si realmente quieres desafiar a un dios, primero tendrás que demostrar que eres digno de hacerlo.
El tiempo pasó, y como lo había anticipado, la invitación al Gran Torneo de la zona llegó. No fue una sorpresa; después del espectáculo que había dado en la pelea real, sería absurdo que no lo convocaran. Sin embargo, en lugar de celebrar o emocionarme, simplemente tomé la carta, la observé un momento y la dejé sobre la mesa.
—¿No vas a abrirla? —preguntó Sigrun, alzando una ceja mientras cruzaba los brazos.
—No cambia nada. Sabía que llegaría tarde o temprano.
Ella soltó una pequeña risa y se dejó caer en la silla frente a mí.
—Tienes razón, pero al menos podrías fingir un poco de emoción.
Le devolví una mirada tranquila mientras hacía girar una moneda entre mis dedos, sintiendo su peso y el sonido metálico al girar en mi palma.
Las noches se habían vuelto una rutina curiosa. Después de entrenar hasta quedar agotado, me duchaba, bajaba al bar y me encontraba con Sigrun, quien siempre tenía un par de cervezas listas. Y aunque al principio nuestras conversaciones eran esporádicas, con el tiempo se volvieron una costumbre.
Ella hablaba de su pasado, de las misiones que había tenido cuando era parte de la familia Einarrson. Me contaba sobre las cosas que había visto, sobre las guerras, traiciones y la brutalidad de los clanes de aura. Sobre la forma en que su hermano fue descartado por no poseer poder, sobre cómo planeó su venganza durante años.
Yo, por otro lado, le contaba sobre mi mundo. Sobre lo diferente que era la vida allá, sobre cómo la fuerza no lo era todo, sobre los espectáculos, la tecnología, el entretenimiento. Le hablé del cine, de los deportes, de la música y hasta de cosas tan mundanas como los videojuegos y las redes sociales.
—Tu mundo suena como una fantasía —dijo una vez, recostándose en la silla con una expresión pensativa—. Un lugar donde la gente no tiene que vivir peleando para sobrevivir.
—Depende de cómo lo mires. En mi mundo, la gente pelea de otra manera. No con puños, sino con influencias, mentiras y poder económico. La brutalidad aquí es más física… allá, es más silenciosa.
Ella sonrió levemente, como si entendiera perfectamente lo que quería decir.
—Supongo que la guerra es guerra, sin importar la forma.
Asentí, lanzando la moneda al aire y atrapándola sin mirar.
—Sí. Y yo siempre he sido bueno en la guerra.
Sigrun me miró con una expresión que no supe descifrar del todo. Luego, con su tono burlón de siempre, dijo:
—Entonces más te vale que no hagas el ridículo en el torneo, Fenrir.
Sonreí.
—No planeo hacerlo
El día finalmente llegó.
El Gran Torneo se llevaría a cabo en una zona neutral, un lugar apartado de la influencia tanto de la zona pobre como de la rica. Un territorio donde no importaba de dónde venías, solo lo fuerte que eras.
Caminábamos por las calles aún adormecidas de la ciudad baja, dirigiéndonos al punto de transporte que nos llevaría al torneo. La brisa de la mañana era fría, y el sonido de nuestros pasos resonaba en el empedrado mientras el cielo comenzaba a teñirse de un tenue azul.
—¿Estás segura de dejar el bar solo? —pregunté, lanzando una mirada de reojo a Sigrun.
Ella, con las manos en los bolsillos y su expresión relajada, sonrió con diversión.
—¿Te preocupas por eso ahora?
—Es tu fuente de ingresos. No parece una buena idea dejarlo desatendido.
Ella soltó una ligera risa y luego me miró con esa mirada afilada que siempre me hacía sentir que estaba viendo más allá de mis palabras.
—El bar es importante, sí. Pero he decidido que quiero ver todo el camino que recorrerás hasta convertirte en alguien capaz de vencer a un dios.
Me detuve un momento al escuchar eso, pero ella siguió caminando como si nada.
Observé su espalda por unos segundos, luego reanudé el paso con una pequeña sonrisa en mi rostro.
—Espero que no te arrepientas.
—Oh, no lo haré. Pero tú más te vale que no me decepciones.
Y así, sin más, seguimos nuestro camino hacia el transporte que nos llevaría al escenario de la siguiente etapa de mi ascenso.