Retrospectiva e Introspectiva (parte 5)

Los días domingos, Tomás mantenía su rutina de levantarse temprano. Limpió la casa con cuidado, procurando no despertar a nadie, y dejó el desayuno listo. Sin embargo, no comió nada. El peso de todo lo ocurrido durante la semana le seguía pesando como un yunque. La paz y el silencio que tanto buscaba se habían vuelto inalcanzables, y los días venideros no prometían ser menos agitados. Aún tenía que hablar con Anais, buscar información sobre los familiares del profesor y darle forma a una nueva novela que ya bullía en su mente. Ideas no le faltaban; era el tiempo, el ánimo, lo que parecía escapársele como arena entre los dedos.

Tras terminar sus tareas, salió a caminar sin rumbo fijo. Las calles de la ciudad lo acogieron en su melancolía, y sus pensamientos se arremolinaron mientras recorría los adoquines desgastados y los pasajes estrechos que parecían susurrar historias de otros tiempos. Los ecos de Bella, el profesor Krikett y su propia soledad lo acompañaban como sombras persistentes. Varias veces, la tentación de llamar a Soledad le cruzó la mente, pero se resistió. Temía parecer necesitado, dependiente. A su corta edad, ya entendía que mostrarse vulnerable era como mostrar el pecho abierto frente a un cuchillo. No podía permitírselo.

El paseo lo llevó, casi sin darse cuenta, hasta la orilla de la playa. Se quitó las zapatillas y dejó que la arena fresca se colara entre sus dedos mientras caminaba junto al agua. Las olas, como él, iban y venían sin rumbo, y aunque el cielo estaba despejado y la temperatura agradable, la brisa otoñal le susurraba el inevitable presagio del invierno.

Su mente divagaba entre posibilidades. ¿Cómo podía encontrar la información que buscaba? Quizás si localizaba la dirección del antiguo colegio del profesor, podría rastrear a su familia. Parecía un plan lógico, sencillo, pero no podía evitar la sensación de que algo más le faltaba, como si el verdadero obstáculo estuviera dentro de él mismo.

Estaba sumido en esas cavilaciones cuando la figura de una mujer vestida de negro apareció frente a él. El sol caía sobre ella, bañándola en un resplandor etéreo que la hacía parecer una aparición. Tomás entrecerró los ojos, buscando claridad, y cuando finalmente reconoció el rostro, su pecho se tensó. Cabello negro, piel pálida... No había duda. Era Sofía. Ella también lo reconoció, y lo que cruzó su mirada fue un destello de desazón, casi de repulsión, como si acabara de encontrarse con un fantasma de su propio pasado.

—De todas las personas con las que podría haberme encontrado en esta pequeña ciudad... —dijo Sofía, su voz impregnada de una mezcla de desprecio y amargura que habría destrozado a cualquiera.

Tomás se irguió, tratando de no dejarse afectar por el golpe inicial. —Supongo que la sutileza no es su fuerte, profesora —replicó con una sonrisa irónica.

Sofía abrió los ojos de par en par, llevándose las manos a la boca. —Lo lamento... fue un impulso.

— ¿Quién no tendría el natural impulso de insultar a un alumno? Es el mismo deseo que me nace al ver a un profesor: aceptar sus humillaciones —respondió Tomás, su voz cargada de sarcasmo.

Ella avanzó un paso, clavando los pies descalzos en la arena. —No te hagas la víctima ahora. Tú me insultaste el primer día de clases. Déjame pasar esta.

La risa de Tomás rompió el silencio entre ellos. —No imaginaba que fuera tan descarada. Pero ya que no está en el trabajo y yo no estoy en clase, voy a fingir que no nos conocemos y seguiré mi camino en completo silencio. ¿Qué le parece este plan?

Sofía frunció el ceño. —¿Pretendes dejarme sola y avergonzada en esta enorme playa?

—¿Acaso no estaba sola hace un momento?

Ella soltó un suspiro, casi de resignación. —No te hagas el rudo. Acompáñame. Tenemos que hablar. Y no me trates de usted; me haces sentir una anciana.

—Es un trato entonces —dijo Tomás, tendiéndole la mano. Había prometido al profesor Krikett darle una oportunidad, y aunque su instinto le gritaba que mantuviera la guardia alta, decidió cumplir su palabra—. Te acompañaré hasta que estés satisfecha o harta de mí. O ambas cosas a la vez.

Sofía miró la mano extendida de Tomás, dudando por un instante, antes de estrecharla. El gesto selló un pacto silencioso, pero ambos sabían que aquello era un terreno frágil, lleno de espinas que podían clavarse en cualquier momento.

Caminaron juntos por la orilla, sus pasos marcando huellas paralelas en la arena húmeda. A veces reían al escapar de las olas que amenazaban con empaparlos, y aunque la atmósfera parecía ligera, cada palabra cargaba un peso invisible.

—Terminé tu novela el mismo día que me la entregaste —dijo Sofía de repente, rompiendo el silencio.

Tomás la miró de reojo, alerta. —No te contengas. Estoy acostumbrado a las críticas. El profesor Krikett era bastante duro.

Sofía esbozó una sonrisa leve. —Necesito darle otra lectura para hacer una crítica profesional. Lo que te voy a decir es como lectora. Es una novela adictiva, muy intensa. Los personajes tienen vida propia, y el sufrimiento de cada uno de ellos se siente real. Pero... —hizo una pausa, llevándose la mano a la barbilla, como si buscara las palabras adecuadas—... es un libro que no deja un buen sabor de boca. Hay demasiada oscuridad, demasiada tristeza.

—Algo así fue, la verdad— no quiso decirle que esa novela la escribió cuando Amelia lo rechazó, eso era muy patético.

Se detuvo de golpe, agarrando la camiseta de Tomás para que también se detuviera. Sus ojos se cruzaron en un intercambio silencioso, profundo.

—Yo escribí algo parecido a tu edad —admitió Sofía, su voz apenas un susurro.

Tomás sintió un leve escalofrío recorrer su espalda. —El profesor me dijo que habías ganado un premio con ese trabajo. Lo busqué, pero no pude encontrarlo. Supongo que usaste un seudónimo o algo.

Sofía asintió lentamente. —Claro que usé un seudónimo. Era demasiado joven y no quería problemas. Pero te lo digo en serio, Tomás: escribir así es doloroso. Hay demasiado de ti en esa novela, ¿verdad?

Tomás apartó la mirada, incómodo. — ¿Acaso cambia algo si eso es verdad o no? Lo importante es que la trama avance. Si está basada en mi vida o no, poco importa.

—Sentémonos por ahí— caminaron ambos para buscar la arena seca y se sentaron mirando el horizonte —dime la verdad…

—Dime tú la verdad, si tanto insistes en saber por qué lo hago así, es porque tú tienes algo contra eso, no me parece simple preocupación profesional.

—No tengo nada que decir.

—Entonces yo tampoco.

Sofía lo observó con detenimiento, como si tratara de descifrarlo. —No te comportes como un niño. No estamos hablando de mi novela, sino de la tuya.

Tomás cerró los ojos un instante, sintiendo la presión aumentar. —¿Y tú? ¿Por qué no escribiste nada después de tu primera novela?

La pregunta cayó como una piedra en el agua, causando un impacto silencioso pero profundo. El rostro de Sofía palideció, y sus manos temblaron al aferrarse a la camiseta de Tomás.

Tomás no se detuvo ahí —Te dije lo que necesitas saber ¿quieres que te cuente mi vida privada, acaso tú me contarías la tuya? ¿Por qué alguien que ganó un premio tan importante solamente escribiría su novela debut y nada más?

—¡No es asunto tuyo! —gritó de repente, su voz quebrada por la emoción. —¡No te metas en mi vida!

Tomás la miró con dureza, y su respuesta fue un eco frío. —Entonces no te metas en la mía.

Se soltó del agarre de Sofía y dio un paso atrás, su rostro endurecido por la rabia contenida. —Supongo que no debí haber abierto la puerta. Por favor, deja bien cerrado al salir.

Sofía se quedó petrificada, viéndolo alejarse con la mirada desencajada. De alguna manera, acobardada, lo que había en su mirada nerviosa era miedo.

Tomás caminó sin voltear ni una sola vez, pero su corazón latía con fuerza. Estaba tan molesto que, de haber encontrado una pared en plena playa, la habría golpeado sin dudar. Sin embargo, sus pensamientos se detuvieron abruptamente cuando sintió un peso tirarlo hacia la arena, estrellándolo de golpe.

—¡No te vayas, desgraciado! —gritó Sofía con una mezcla de furia y urgencia, su voz resonando sobre el vaivén del mar—. ¿No dijiste que te quedarías hasta que me hartara de ti o estuviera satisfecha? Pues no estoy satisfecha, ni estoy harta. No te puedes ir todavía.

Solo en ese momento notó que Tomás tenía la cara incrustada en la arena. Su cuerpo, parcialmente cubierto por los granos dorados, se movía con lentitud.

—Perdón... perdóname, por favor. —Sofía salió de encima de él apresuradamente, tomándolo por la ropa para ayudarlo a levantarse. La arena caía de su rostro como si la propia playa se aferrara a su piel.

—¿Ahora me quieres muerto, estúpida? —le espetó Tomás, sacudiéndose la arena entre toscos manotazos, estornudos y escupitajos.

—Oye, no puedes insultarme así. Soy tu profesora.

—Tú me insultaste primero, no una, sino dos veces. Y además estampaste mi cara contra la arena. ¿En qué demonios estabas pensando?

—En que no ibas a cumplir tu promesa. —Sofía lo miró directamente a los ojos, como si quisiera desafiarlo—. ¿Eres de esos que lanzan promesas al aire y luego las olvidan? ¿De esos traidores?

—Siempre cumplo mi palabra. Eres tú la que insiste en hurgar donde no le corresponde y, cuando alguien te devuelve la pregunta, actúas como un matón.

La cabeza de Sofía bajó lentamente. Su voz se suavizó, cargada de un arrepentimiento contenido. —Me exalté. Lo lamento, de verdad. Pero es que tú no me escuchas. Criticas todo lo que digo. ¿Acaso te crees mi profesor?

Tomás bufó, incrédulo. —Voy a decir lo que me plazca, porque de eso se trata conversar. Aquí no eres mi profesora, no estamos en la preparatoria. —Se sentó en la arena y siguió sacudiéndose los restos que quedaban adheridos a su ropa. Luego la miró de reojo—. Podrías haberme llamado. ¿Era necesario taclearme?

—Ya te pedí perdón. ¿Acaso quieres que me humille?

Tomás le devolvió una mirada furiosa, casi fulminante. —No copies lo que digo. Y ya no estoy molesto. Perdóname también. Gracias a ti no rompí mi promesa. ¿Podemos comenzar de nuevo?

Sofía lo miró unos segundos antes de extenderle la mano con una sonrisa tenue, casi tímida. —Estoy en eso.

Tomás tomó la mano de ella, estrechándola con suavidad. —No sabía que también podías sonreír así.

—¿Quieres que te abofetee? —respondió Sofía con una mezcla de sarcasmo y resignación. Luego, suspiró y apretó la mano de Tomás por un instante más de lo necesario. Sus dedos tocaron la piel áspera de él, marcados por el trabajo físico. —¿Trabajas en algún lugar?

—Claro que sí, aunque no por mucho tiempo más. Me despidieron esta semana. Fue un final lamentable y, sinceramente, voy a extrañarlo.

—¿Esa novela está basada en tu historia ahí, cierto?

Tomás asintió, mirando hacia el horizonte, donde las olas se estrellaban con fuerza contra la orilla. —En cierta forma, sí. Es ficción, pero no todo lo es. Curiosamente, algunas cosas sucedieron después de que la novela estaba terminada, como si fuera una especie de profecía. Fue tan divertido como doloroso a la vez.

—¿Entonces los personajes del libro se basan en las personas que trabajaban contigo?

—Algo así. Pero ellos son mejores en lo suyo. Los traidores solo saben traicionar. Los leales se quedan hasta el final. Los que aman lo hacen con todo el corazón. En cambio, en la vida real, nadie sigue ese patrón. Todos juegan a ser algo que no son, como piezas en un tablero que nunca se detiene. Y aunque ya salí de ese lugar, siento que sigo atrapado en el maldito juego.

Sofía lo observó con atención, su mirada cargada de curiosidad y algo que podría interpretarse como lástima. —Deberías ser sincero, como en el libro.

Tomás se giró hacia ella, con los ojos entrecerrados, fríos como el acero. —Sabes bien cuál sería el resultado final. Pero, de todas maneras, no tiene nada que ver con la novela.

—Eres tú quien comenzó a mezclar la realidad con la ficción —replicó Sofía, su voz cargada de una acusación silenciosa—. ¿No crees que tus actos son los que haría el protagonista de tu libro en la misma situación? ¿No lo haces para darle vida a tus propias historias?

La pregunta cayó como un martillazo, pero Tomás no titubeó. Le devolvió una mirada gélida, inquietante. —No bromees con eso. Mi vida es una cosa, los libros son los malditos libros. En ellos me desahogo. No pretendo convertir la realidad en ficción, no soy un enfermo. Y sí, hay cosas similares a mi vida real porque, para tu información, mi vida es una mierda. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Por lo menos tengo derecho a escribir sobre ello. ¿Acaso tú no hiciste lo mismo?

Sofía sintió un nudo en la garganta. Sus labios se movieron, pero ninguna palabra salió. La expresión de su rostro la delató: lástima, impotencia. —No hagas algo de lo que luego te arrepientas.

—No me des lecciones de vida. Hago lo mejor que puedo con lo poco que tengo. —Tomás se cruzó de brazos, en una postura defensiva, pero su tono era honesto, vulnerable—. Y sí, mi método de escritura es este, por ahora. Pero nada indica que lo será para siempre.

Sofía suspiró, dejando caer su cuerpo en la arena, como si el peso de la conversación la hubiera agotado, no le importó ni su vestido, ni el peinado. —Los escritores son criaturas complicadas. Es como si sus mentes vivieran más tiempo en la fantasía que en la realidad. Yo lo hice, y me equivoqué demasiado. Ahora ni siquiera puedo escribir una novela. Las ideas se desvanecen de mi cabeza antes de que pueda darles forma.

—¿Tienes miedo?

—Antes sí. Ahora solo queda frustración y desesperanza. —Sofía levantó una mano para cubrirse del sol que caía directo sobre sus ojos—. ¿Sabes cuánto llevo con el mismo primer borrador?

Tomás arqueó una ceja. —Ni idea. Pero considerando que publicaste tu primera novela a los diecinueve años y ahora tienes veintisiete... ¿quizá nueve o diez años?

—Más o menos. —Una sonrisa amarga se dibujó en sus labios—. Diez páginas. Diez malditas páginas que he reescrito una y otra vez. No puedo eliminarlas porque eso significaría aceptar que dejé de ser escritora.

—¿Por qué no las borras y comienzas de nuevo?

—Porque borrar significaría rendirme, y no sé si puedo soportarlo.

Por un instante, Tomás la miró en silencio. Luego, con voz más calmada, dijo: —Escribiré tanto que alguna de mis obras será publicada. Estoy seguro.

—Qué envidia. —Sofía cerró los ojos, dejando escapar un suspiro de resignación. —En tu libro había una mujer mayor. ¿Qué clase de relación tienes con ella?

Tomás bajó la mirada, incómodo. —¿Es necesario que lo diga?

—No es indispensable, pero creo que te haría bien contarlo.

—¿Qué pasa? ¿Ahora crees que eres mi psicóloga?

—No seas idiota. Recuerda que soy tu profesora y te puedo reprobar si no contestas.

Tomás rio, una risa amarga. —Qué profesional de tu parte recurrir a las amenazas.

—Si te cuesta tanto contestar, es porque hay algo ahí —dijo Sofía, observando a Tomás con atención, como si quisiera diseccionarlo con la mirada—. Normalmente no evades mis preguntas. Hablas incluso de las muchachas que te dejaron, y aunque eres cuidadoso al no mencionar a tu familia, no tienes problema en admitir que no es precisamente funcional. Así que, si esta vez estás esquivando tanto el tema, debe ser porque hay algo escondido. —Hizo una pausa, alzando una ceja con malicia—. ¿Quién hubiera creído que nuestro joven Tomás tenía debilidad por acostarse con mujeres mayores? Me siento un poco insegura en este instante.

El comentario, mordaz pero cargado de intenciones de provocación, no alcanzó a salir del todo de sus labios cuando la mano de Tomás se cerró con fuerza alrededor de su muñeca. Su mirada, desencajada y llena de una ira apenas contenida, la obligó a retroceder en su tono habitual.

—No hables de ella. No hables así de ella. —Su voz era grave, temblorosa, pero firme—. Puedes decir lo que quieras de mí, pero no hables mal de ella.

Tomó aire con dificultad antes de continuar:

—Ella es especial para mí.

Sofía ladeó la cabeza, desconcertada. —¿Especial? ¿En qué sentido?

Tomás tragó saliva dolorosamente y soltó su muñeca, dejando caer las manos sobre sus rodillas. Su voz perdió fuerza, tornándose casi un susurro:

—Le tengo mucho cariño. Es una mujer maravillosa, y me gustaría que fuera feliz de verdad. Ahora está atrapada en una tormenta, pero ninguna tormenta dura para siempre.

—Ya veo —murmuró Sofía, con un dejo de duda en sus palabras—. Eso no responde del todo la pregunta. En tu libro, la protagonista tenía una relación con el empleado. ¿Tú tienes esa relación con ella?

—No.

—¿La deseas?

Tomás se tumbó en la arena, dejando que su cuerpo se relajara, aunque su expresión estaba lejos de transmitir calma.

—Si yo pudiera darle algo más que cariño, seguramente la querría conmigo. Pero ella necesita algo que yo no puedo darle. Lo único que puedo hacer por ella es estar ahí cuando me necesite.

—¿Y si te pidiera acostarte con ella? —preguntó Sofía, su tono era firme, pero en sus ojos había una mezcla de curiosidad y genuina preocupación—. ¿La ayudarías a romper su propio matrimonio?

La respuesta de Tomás llegó sin titubeos, cargada de una intensidad que dejó a Sofía sin palabras por un momento.

—Haría lo que esté a mi alcance. No me importan las consecuencias. Si ella me necesita y yo puedo hacerlo, lo haré. No importa lo que sea.

—Estás loco, Tomás. Eres una bomba de tiempo. Las mujeres inestables pueden pedirte cualquier locura, y tú lo harías por hacerlas momentáneamente felices. Usa la razón. No dejes que tu corazón la nuble. La pasión debe estar, sí, pero no puede mover todas tus acciones. Piensa en ti, en lo que es bueno para ti y para ella.

Tomás se incorporó un poco, su rostro tenso, como si cada palabra que pronunciaba le costara un mundo.

—¿Preferirías que siguiera con su marido? —preguntó, su voz quebrada por la indignación—. Ese bastardo infiel que pasea frente a su nariz con la mujer con la que desata su asquerosa lujuria.

Sofía cerró los ojos y se cubrió el rostro con ambas manos. Su susurro apenas se dejó oír:

—No lo sé. No es algo que podamos decidir nosotros. Es algo que ella debe resolver.

—Entonces eres de los que miran cómo golpean a otro en la calle sin mover un dedo porque "es su decisión defenderse". —La voz de Tomás subió un tono, cargada de una rabia contenida que finalmente se desbordaba—. Ese maldito bastardo no solo la engañó. No le bastó con traicionarla, tuvo que pasearse con su amante frente a una de las personas más bondadosas que he conocido. Yo debería arrancarle los malditos ojos. —Respiró profundamente, como si intentara contenerse, pero sus lágrimas traicionaron su esfuerzo—. Si no fuera porque ella no quiere destruirlo todo, te juro que verlo todo arder en llamas no habría sido suficiente para calmar esta ira.

Sofía, incapaz de sostenerle la mirada, desvió la vista hacia el horizonte.

—No lo entiendes. No la amo. No tenemos esa clase de relación, si es que a eso te referías. Nunca ha pasado nada entre nosotros. Simplemente la adoro. Es una mujer maravillosa, de gran corazón. Siempre fue buena conmigo, y no quiero verla sufrir. —Su voz se quebró, un sollozo contenido—. ¿Qué puedo hacer por ella? Ojalá lo supiera. Porque si no hago algo pronto, creo que me volveré loco.

Sofía se incorporó lentamente y extendió su mano hacia Tomás, tocando su camiseta con suavidad.

—La arrogancia de quien quiere dar un consejo puede ser muy dura. No te voy a decir que no hagas nada, pero al menos no hagas algo de lo que puedas arrepentirte después.

Tomás la miró con una mezcla de tristeza y resignación.

—No pienses mal de mí por estos sentimientos oscuros, pero no puedo simplemente dejarlo ir.

—Créeme, te entiendo muy bien.

En ese momento, el sonido del celular de Tomás interrumpió el silencio. Sacó el teléfono de su bolsillo y leyó el mensaje. Sofía observó cómo su rostro se ensombrecía aún más, como si las palabras que leía hubieran sido el golpe final a un corazón ya malherido.

—¿Qué pasó? —preguntó Sofía, con voz baja, casi temiendo la respuesta—. Pareces estar a punto de entrar en un camino espinoso.

Tomás suspiró profundamente, dejando que el teléfono se deslizara entre sus dedos hasta caer en la arena.

—Es ella. Quiere verme hoy.

—¿Tienes miedo?

—No. No tengo miedo de seguir este camino. Sé que es tortuoso, pero no puedo dejarla sola. —Se dejó caer en la arena, con los ojos fijos en el cielo. Otra lágrima rodó por su mejilla. Su voz salió quebrada, casi inaudible—. Sé lo que tengo que hacer, pero también sé que no saldré ileso de esto. Estoy seguro de que al final todo se solucionará para ella, pero yo... yo me quedaré solo.

Sofía lo miró en silencio, con los labios apretados, como si intentara contener las palabras que pugnaban por salir. Finalmente, le dijo:

—Es tu decisión, Tomás. Y quizá sea tu responsabilidad, porque le diste esperanza cuando nadie más lo hizo. Pero no dejes que esa responsabilidad te devore.

Tomás cerró los ojos, dejando que el peso de la conversación lo hundiera un poco más en la arena. Sabía que Sofía tenía razón. Pero la razón, en ese momento, era la más cruel de las consejeras.

 Se quedaron los dos largo rato mirando el cielo, apenas moviéndose, atrapados en un silencio lleno de grietas. Sofía seguía sujetando la camiseta de Tomás, como si de alguna forma, ese simple gesto pudiera mantenerlo anclado, impedirle lanzarse al abismo que ella veía venir. No quería saber más de él, de su vida, de su familia o sus dolores, pero tampoco podía dejarlo ir. Aunque le desagradaba admitirlo, quizá el destino la había puesto ahí por algo. No quería cargar con esta responsabilidad, pero ¿cómo ignorarlo ahora? No en ese momento, no en esas condiciones.

—El profesor Krikett trabajaba antes en un colegio privado, el Seminario San Uriel —dijo ella al fin, rompiendo el silencio.

Tomás la miró de reojo, como si algo encendiera una pequeña luz en su interior.

—Sé dónde está —respondió, permitiéndose una leve sonrisa, un parpadeo de esperanza en medio del agotamiento—. Supongo que ahora sé dónde puedo comenzar.

—No te metas en problemas —advirtió Sofía, su tono seco, aunque cargado de una advertencia genuina—. No estoy de acuerdo con tu idea, pero tal vez… tal vez logres algo que él mismo no pudo.

Hablaron durante horas, entre bromas y pequeñas discusiones, reían y se insultaban con una ligereza que apenas ocultaba el peso de todo lo que flotaba entre ellos. Pero ambos sabían que esa paz era efímera, un espejismo en medio de un desierto emocional. La paz, como la felicidad, no era más que un guiño breve y amargo.

—A partir de mañana, todo vuelve a la normalidad —dijo Sofía de repente, su voz abrupta, casi cortante—. No somos amigos. Somos alumno y profesora. ¿Lo entiendes?

—Ni siquiera tenías que decirlo —replicó Tomás, su tono cargado de sarcasmo—. Es algo que tengo muy claro. Es normal que los adultos traten a los menores como niños, que se pongan en una posición superior, que separen mundos, que clasifiquen amistades. Todo para que sea más fácil cargar con menos responsabilidades, ¿cierto? Pero no te preocupes. Conozco mi lugar. Soy un adolescente estúpido, un estudiante más, y ahí me voy a quedar. Así podrás volver a casa, decirte a ti misma "¡qué niño más tonto!", y reafirmar lo adulta que eres.

Sofía apretó los labios, su ceño se frunció con fuerza.

—Demasiado aspaviento para un niño. Te quejas porque eres lo que eres. Los niños siempre se quejan, y quieren ser tratados como adultos. Pero en cuanto se les trata como tales, huyen y vuelven a clamar que los vean como niños. Por eso te trato como lo que eres: un adolescente estúpido que reclama ser algo que no es.

—¿De verdad crees que quiero ser un adulto? —Tomás se levantó de la arena de un movimiento brusco, sacudiéndose con furia—. ¿De verdad crees que tener dieciocho años más hará alguna diferencia? Prefiero ser un adolescente estúpido que un adulto hipócrita. Pero no te preocupes. Sé cómo jugar este juego. Seré un buen niño. Fingiré que no hemos hablado de nada. Fingiré que no puedes reír, ni ser violenta, ni deslenguada, ni tener problemas, ni equivocarte. Fingiré que lo puedes todo. Y lo haré tan bien que hasta tú te lo creerás.

Sofía no tuvo tiempo de responder. Su mano se alzó como un látigo, rápida y certera. El golpe resonó en el aire, un chasquido seco que parecía desmoronar cualquier atisbo de paz que quedara entre ellos. La fuerza del impacto fue tal que Tomás retrocedió un paso, con el rostro descompuesto por el dolor.

Un hilo de sangre brotó de su labio partido, y un corte fino en su mejilla comenzó a arder donde uno de los anillos de Sofía había dejado su marca.

Él la miró entonces, con los ojos húmedos pero fríos, y esbozó una sonrisa torcida, amarga, que parecía más un desafío que un gesto de resignación.

—He aquí el adulto maduro, reaccionando con violencia cuando le ponen la verdad en la cara. Pero no se preocupes, profesora. —Pasó la lengua por su labio roto, saboreando la sangre como si fuera una suerte de trofeo—. Ya estoy practicando para ser el mejor alumno. No nos conocemos de nada. Usted es mi profesora, yo el estudiante estúpido. ¿Cómo lo hago? ¿Le gusta?

Sofía, con el rostro encendido por la ira, apretó los puños con tanta fuerza que sus uñas se clavaron en las palmas.

—Lo haces bien. —Su voz era tensa, contenida, sus palabras arrastradas por una furia que aún no se apagaba—. Lo harás genial cuando dejes de ser un mocoso ignorante e insolente.

Tomás hizo una reverencia exagerada, inclinándose con ironía.

—Gracias, profesora. Que tenga un buen día. Me retiro.

No esperó respuesta. Dio media vuelta y comenzó a caminar, dejando tras de sí un rastro de gotas rojas en la arena. Sofía lo vio alejarse, su figura volviéndose más pequeña con cada paso, hasta que finalmente desapareció.

Solo entonces bajó la mirada hacia su mano, que seguía temblando. Le ardía, como si el golpe no solo hubiera marcado a Tomás, sino también a ella misma. El dolor punzante en su palma era un eco de algo más profundo, algo que no podía calmar con respiraciones profundas.

—¿Qué me pasa? —murmuró para sí, apenas un susurro.

Sofía respiró hondo, tratando de contener las lágrimas que pugnaban por salir. Se dio la vuelta, alejándose lentamente, mientras el eco de sus propias acciones seguía resonando en su mente. Cada paso que daba la hundía más en una sensación de desolación que no podía ignorar, una desolación que la había acompañado desde que tenía la edad de Tomás.

Llegó a su departamento y dejó caer su cuerpo sobre la cama, agotada. Cerró los ojos y respiró hondo, pero el recuerdo del golpe, del rostro de Tomás ensangrentado y de su propia furia, la perseguía.

Era casi como si, al golpearlo, hubiera golpeado también a la versión más joven de sí misma.