Sofía
Sofía cerró la puerta de su departamento tras de sí, había vagado por horas después de haberse encontrado con su alumno, con un peso en el pecho que parecía arrastrarla hacia el suelo. El sonido del cerrojo resonó con un eco sordo, amplificado por el vacío del lugar. Se quitó los zapatos, dejándolos junto a la entrada, pero no se molestó en ponerlos en orden, como si ya no tuviera fuerzas para hacerlo.
El departamento era pequeño, un refugio que había escogido por necesidad más que por deseo. Apenas había muebles: un sofá viejo que parecía gemir cada vez que se sentaba en él, una mesa de madera desgastada y una única silla que usaba para comer o para escribir y reescribir un manuscrito que no avanzaba. Las paredes blancas estaban desnudas, salvo por una fotografía de sus padres, colgada en un rincón, casi invisible entre las sombras de la noche. El resto del espacio estaba vacío, desprovisto de cualquier detalle que pudiera darle un toque de calidez.
Sofía caminó hacia la cocina, abriendo el refrigerador para buscar algo, cualquier cosa serviría, pero en el refrigerador solamente había dos cosas, agua y vino. Sacó una botella de vino a medio terminar y un vaso de cristal, pero no se molestó en buscar un sacacorchos; ya estaba abierta. Se dejó caer en el sofá con la botella en una mano y el vaso en la otra, y sirvió un poco del líquido oscuro, que se arremolinó al caer.
El primer sorbo le ardió en la garganta, tan solo un poco, pero ese ardor era preferible al que sentía en el pecho. Siempre era mejor adormecer las emociones con el alcohol, permitir que los bordes filosos de sus pensamientos se desgastaran hasta que fueran más fáciles de ignorar.
Miró alrededor del departamento, su refugio y su prisión. Era un lugar para esconderse del mundo, pero también un recordatorio constante de su soledad. En las noches como esta, se sentía pequeña, perdida en un espacio que nunca había logrado llenar.
Su mirada se fijó en la fotografía de sus padres, la única decoración que se había permitido. ¿Qué pensarían si la vieran ahora? ¿Qué dirían si supieran en quién se había convertido? Su madre solía decir que Sofía tenía una mente brillante, un futuro prometedor. Ahora, con un vaso de vino en la mano y un silencio ensordecedor alrededor, esa promesa parecía lejana, casi irreconocible.
El recuerdo de Tomás invadió sus pensamientos, como un espectro que no podía alejar. Su mirada cargada de rabia, su sonrisa desafiante. Había algo en él que la enfurecía y la conmovía al mismo tiempo, una mezcla de arrogancia y vulnerabilidad que la descolocaba por completo.
— ¿Por qué reaccioné así? —murmuró, llevándose una mano a la frente—. Dios… ¿qué me pasa?
Pero no tenía respuestas, solo un vaso vacío y una botella que se vaciaba con cada trago que daba. Sabía que el alcohol no arreglaría nada, pero por ahora, era suficiente para hacerla olvidar, aunque fuera por un rato.
Apoyó la cabeza en el respaldo del sofá, cerrando los ojos mientras el mundo se desdibujaba a su alrededor. En la penumbra de su refugio, con el vino amortiguando los gritos de su mente, se permitió hundirse en el olvido. Porque al final del día, era más fácil adormecer el dolor que enfrentarlo.