El mensaje de Bella decía que lo esperara a las siete en la vieja estación de trenes, un lugar que parecía arrancado del tiempo. Décadas de abandono habían dejado su huella en los muros desconchados y las bancas carcomidas por la intemperie. Era un lugar olvidado, como tantas cosas en la vida de Tomás, un reflejo de lo que sentía dentro. Ni siquiera los niños jugaban allí; era un rincón muerto de la ciudad, apartado y envuelto en un silencio que parecía más profundo que el de cualquier otra parte.
Cuando llegó al estacionamiento, todavía faltaba una hora para la hora acordada. Se sentó en una de las bancas, una madera vieja y astillada que rechinó bajo su peso. Había llegado temprano a propósito. No porque quisiera ver antes a Bella, sino porque necesitaba ese tiempo, ese espacio desolado, para juntar el valor que sabía que iba a necesitar. Era un momento para enfrentar sus propios pensamientos, para calmar los gritos de incertidumbre que resonaban en su interior. Cerró los ojos y unió las manos, como quien reza en busca de fuerza, aunque no dirigió sus plegarias a nadie. Solo quería reunir el coraje necesario para soportar lo que fuese que viniera.
El tiempo transcurrió con una agonía casi física. Cada segundo parecía estirarse interminablemente, como si el universo quisiera poner a prueba su paciencia. Su corazón latía con fuerza, descompasado, como si anticipara una tormenta que aún no se había desatado. Cuando por fin llegó la hora, el vacío lo golpeó primero como un susurro, luego como un estruendo: Bella no estaba allí.
La ausencia se sintió como un peso, una sombra que lo envolvía. Miró su celular con las manos temblorosas, verificando una y otra vez la hora del mensaje. Sí, era a las siete. No había duda. "Tal vez se retrasó", pensó. "Quizá algo la detuvo... pero no puede tardar mucho". Y así comenzó su espera, en la que los minutos pasaban con lentitud infinita, hasta que de repente las horas comenzaron a escapar con una velocidad cruel. Una hora se convirtió en dos. Luego en tres. Las luces de los locales cercanos comenzaron a apagarse, y los pocos sonidos de vida que quedaban a su alrededor fueron extinguiéndose. La noche creció alrededor de él como un manto implacable.
A las doce de la noche, la certeza lo golpeó como una bofetada. Había esperado cinco horas y nadie había llegado. Miró una vez más el mensaje, buscando alguna señal, alguna palabra que pudiera haber malinterpretado. Pero no había nada. Una sonrisa amarga se dibujó en su rostro, una que no era más que el reflejo de su desilusión. "Otra vez", pensó. "Otra vez el vacío, otra vez el rechazo". Se levantó lentamente, como si el peso del mundo lo retuviera, y comenzó el camino de regreso a casa.
El trayecto de vuelta fue una espiral de emociones que no se atrevieron a brotar. El nudo en su pecho era tan fuerte que le dolía respirar, pero no derramó una lágrima. Se repetía a sí mismo, como un mantra: "Seguramente pasó algo. Ella no me mentiría. Tiene que haber una razón". Lo decía, pero no lo creía del todo. Era como intentar convencer a un corazón roto de que todavía podía latir.
Cuando llegó a casa, el silencio y la oscuridad habituales lo recibieron. La casa estaba igual que siempre, pero él no. La espera y la incertidumbre lo habían desgastado. Entró en la cocina y encendió la pequeña luz sobre el horno. Era la única que usaba, como si el resto de las lámparas fueran demasiado brillantes para su estado de ánimo. El sonido del cuchillo sobre la tabla de madera fue lo único que rompió el silencio mientras preparaba la cena de esa noche. Era un proceso mecánico, una rutina que seguía incluso cuando su mente estaba a kilómetros de distancia.
Y entonces vibró el celular.
El ruido lo sacudió. Por un momento su mundo entero se detuvo. Sacó el teléfono del bolsillo con manos temblorosas y leyó las escuetas palabras: "Lo siento". Dos palabras que cargaban un peso inmenso, que eran al mismo tiempo una disculpa y una confirmación de su peor miedo. Miró la pantalla por un largo momento, como si las palabras fueran a cambiar si las observaba el tiempo suficiente. Pero no lo hicieron.
La respuesta salió de él antes de que pudiera detenerla. "Te esperé, pero no te preocupes. Si me necesitas, no importa la hora ni el día, siempre estaré para ti". Lo escribió con una sinceridad desgarradora, sin pensar en el dolor que le causaría enviar ese mensaje. Tal vez lo hacía para darle esperanza, o tal vez para convencerse a sí mismo de que su devoción tenía algún sentido. Pero, al leer las palabras en la pantalla antes de enviarlas, supo que eran un acto de sacrificio más que de amor. Las envió de todas formas, porque eso era lo que él era: alguien dispuesto a entregarlo todo, incluso si no quedaba nada para él mismo.
Cuando el mensaje se envió, el peso en su pecho no disminuyó. Si acaso, se hizo más grande. Apoyó las manos sobre el mesón de la cocina y cerró los ojos. Su mente lo traicionaba, reproduciendo una y otra vez la imagen de Bella, las posibilidades de por qué no había aparecido, las razones que nunca sabría. Esa noche no lloró, porque estaba demasiado cansado para hacerlo. Pero las lágrimas estaban ahí, esperando en el fondo, listas para caer en cualquier momento.
La soledad se apoderó de él como una sombra permanente, mientras el sonido de la cocina seguía con su trabajo. La única compañía que tenía era la certeza amarga de que, en su corazón, siempre estaba dispuesto a esperar un poco más, incluso si sabía que nunca llegaría lo que esperaba.
Decir que pasó la noche en vela era quedarse corto. Tomás había pasado la noche mirando el techo, como si estuviera atado a su cama, incapaz de escapar de su propio tormento. Cuando el primer rayo de sol iluminó la ventana, no lo dudó: se levantó y salió rumbo a la preparatoria. Llegó una hora antes de lo habitual y, al entrar en el aula, se encontró con el silencio. Nadie había llegado todavía. Necesitaba ese vacío, ese lugar conocido donde al menos podía pretender que todo estaba en orden. Pero sabía muy bien lo que le esperaba. La primera clase del día era literatura, y la profesora Sofía estaría ahí.
¿Cómo iba a fingir que nada había pasado? Era una tarea titánica. Su mente, enredada en pensamientos confusos y amargos, no dejaba de darle vueltas a la noche anterior. ¿Cómo podía Bella haberlo dejado esperando tantas horas sin una sola explicación? ¿Cómo podía disculparse únicamente con un "lo siento"? Ese mensaje escueto era como una daga que aún ardía en su pecho. Se sentía humillado, enfadado y profundamente herido. Quería algo real, algo genuino, algo que siempre parecía esquivo. Pero, en lugar de enfrentarlo, se limitó a secarse las lágrimas y a mirar por la ventana, donde una figura distante cruzaba el patio.
Minutos después, Anais apareció en la puerta del aula. Al verlo, frunció el ceño con preocupación. Dejó su maletín sobre el pupitre y se acercó.
—Es extraño verte aquí tan temprano. ¿Pasó algo?
Tomás levantó la vista con esfuerzo, intentando recuperar su habitual máscara de indiferencia.
—Sí, todo está bien.
Anais se sentó en el escritorio frente al suyo, cruzando los brazos mientras lo observaba con atención.
—No lo parece. Si necesitas hablar, puedes confiar en mí.
Él forzó una sonrisa, más una mueca nerviosa que una verdadera expresión de alegría.
—No pasa nada. O, al menos, nada que tú o yo podamos solucionar. Pero sí hay algo que quiero decirte, aunque quizá te moleste.
Anais levantó una ceja, intrigada.
—¿Tiene que ver con Sam?
La sorpresa se reflejó en el rostro de Tomás.
—¿Cómo lo sabes?
—El viernes te vi hablando con él en el patio trasero. Y esta semana ha estado actuando extraño conmigo, como si evitara mirarme. Antes, siempre parecía avergonzado y huía, pero ahora es diferente.
Tomás suspiró.
—Supongo que sabes de qué se trata.
Anais desvió la mirada, irritada.
—Sí, lo sé. Y me molesta. Si quiere algo, debería decírmelo él mismo. Claro que lo voy a rechazar, pero al menos sería algo directo, algo que demuestra valor, no cobardía. Siempre ha sido así: un cobarde. ¿Por qué crees que es tu sombra?
—Somos amigos desde hace tiempo. No creo que tenga motivos ocultos.
Anais resopló, visiblemente exasperada.
—No te das cuenta, ¿verdad? Nunca te fijas en lo que pasa a tu alrededor. Para ti, la única persona que importa en esta sala es Sunny.
Tomás la miró con incredulidad.
—¿Y acaso no estoy hablando contigo ahora?
—Empezamos a hablar este año. Pero llevamos en el mismo curso desde que teníamos cuatro años. Siempre has sido un tipo extraño, Tomás. Pero no pensé que fuera tan grave como para aislarte de todo el mundo.
—¿No crees que estás exagerando un poco?
Anais lo miró fijamente, su frustración evidente.
—Te digo la verdad. Es lo que hacen los amigos.
—Entonces, ¿por qué noto tanta rabia en tus palabras?
—Porque estoy molesta contigo. Porque no puedes ver más allá de tu nariz.
Tomás alzó una mano y la colocó suavemente sobre el hombro de Anais.
—No pretendo molestarte. Si soy una carga para ti, basta con que no me hables más.
Aquellas palabras cayeron como un golpe seco. Los ojos de Anais se llenaron de lágrimas al instante. Había guardado sus sentimientos durante años, reuniendo el valor para acercarse a él, y en un solo instante, todo parecía derrumbarse.
—No me apartes ahora— dijo con la voz rota.
Fue entonces cuando Tomás se dio cuenta del impacto de sus palabras. Sin entender del todo, pero queriendo calmarla, se inclinó y limpió con torpeza las lágrimas que corrían por sus mejillas.
—No llores, por favor. No te alejaré si no lo quieres. Somos amigos, después de todo. ¿Qué te ha hecho llorar? ¿Es por lo de Sam?
Anais negó con la cabeza, tratando de recomponerse.
—Me molesta que no te des cuenta… de todo lo que pasa a tu alrededor. Me molesta que no me veas.
—Lo siento. No quería herirte. Hablaré con Sam para que no te moleste más. Aunque comparto tu opinión: si quiere algo, debería decírtelo de frente.
Anais extendió su mano hacia Tomás, y él la tomó sin dudar.
—¿Podrías darme una oportunidad algún día?
Él la miró, sorprendido. No soltó su mano, porque sabía que le costó demasiado decirlo. Pero también sabía que no podía corresponderle de la manera que ella esperaba.
—Me gustaría poder decir que también me gustas, porque eres una gran persona. Pero… hace menos de tres semanas fui rechazado, y todavía no estoy bien. ¿Cómo podría querer a alguien más tan pronto?
Anais asintió, reprimiendo otra lágrima.
—Entiendo…
En ese momento notó algo que antes no había visto: las marcas en el rostro de Tomás. Su labio roto, la hinchazón en su nariz y el delgado corte en su mejilla.
—¿Qué te pasó? ¿Te peleaste con alguien?
—Algo así— respondió con una sonrisa amarga. —Me golpearon por ser un mocoso insolente.
Anais soltó una risita tímida, todavía con los ojos húmedos.
—No me hagas reír ahora…
El timbre interrumpió la conversación, y pronto la sala comenzó a llenarse. Sam y Sunny llegaron saludándolo alegremente, pero Tomás ya no podía mirar a Sam con la misma disposición. A pesar de todo, sabía que debía darle la noticia, una prueba que su amigo debía enfrentar solo.
Cuando Sofía entró al aula, impecable como siempre, sus miradas no se cruzaron ni por un segundo. Ella interpretaba su papel con frialdad, y él hacía lo mismo. Guardaron silencio, ignorándose, pero la tensión entre ellos seguía latente, como un hilo invisible que amenazaba con romperse en cualquier momento. Nadie se daba cuenta, pero ambos estaban librando sus propias batallas, tan lejos y tan cerca al mismo tiempo.