Explicarle la suspensión a su madre no fue tan difícil como Tomás había pensado, pero tampoco fue algo sencillo. Cuando Amelie llegó a casa, él ya tenía la comida lista y la mesa puesta. Comieron en silencio, bajo la tenue luz de la cocina, junto a la mirada atenta de su prima Daniela, quien sabía leer las tensiones en el aire, aunque jamás intervenía.
—Me suspendieron por dos semanas— dijo Tomás, casi de golpe, como quien arroja una bomba y espera el estruendo.
Amelie levantó la mirada de su plato, pero su expresión permaneció inmutable, como si la noticia no tuviera peso alguno.
—¿Tengo que ir a la preparatoria?
—No es necesario— respondió él de inmediato.
El aire en la cocina se volvió más pesado. Daniela continuó comiendo en silencio, concentrada en acabar lo más rápido posible para escapar de la incomodidad.
Amelie no preguntó el motivo. Ni una palabra. Simplemente lo aceptó, con su habitual frialdad, como si se tratara de algo insignificante. Esa indiferencia, ese gesto vacío, provocaron que algo dentro de Tomás comenzara a quebrarse.
Quizá era hora de irse.
Tenía dieciocho años, suficiente dinero ahorrado como para pagar una habitación en cualquier lugar. No tenía que seguir soportando esa incomodidad, esa indiferencia que se sentía como una herida abierta que nunca cerraba.
—Planeo irme de casa— soltó finalmente, con voz firme.
Amelie dejó el tenedor sobre el plato, el sonido metálico resonó en el silencio como un eco lejano.
—Esta es tu casa. No necesitas irte— dijo, pero su tono era más pesado que convincente, como el peso de un yunque que no permite moverse.
Tomás respiró hondo antes de contestar.
—No quiero estar aquí. Y no es como si te importara si estoy o no. Seguiré preparándote la comida si quieres, pero no quiero quedarme mucho más. En cuanto consiga un nuevo trabajo, me iré.
—¿Qué pasó con tu otro trabajo?
—Me despidieron la semana pasada.
—¿Qué hiciste para que te despidieran?— insistió Amelie, su voz subiendo apenas un poco, lo suficiente para dejar entrever algo de irritación.
—Nada— replicó Tomás de inmediato, su tono era seco, casi desafiante.
—Mientes— cortó Amelie, con una frialdad que calaba hondo. —A nadie lo despiden sin motivo.
Daniela, sintiendo el cambio en el aire, terminó rápidamente lo poco que quedaba en su plato.
—Estaba todo muy sabroso, creo que me voy a mi habitación— dijo, levantándose apresuradamente. Nadie le prestó atención.
Amelie fijó sus ojos en Tomás, y esta vez había algo más allí, algo que parecía moverse entre la ira y el desprecio.
—Te despiden del trabajo, te suspenden en el colegio y ahora quieres irte de casa. ¿Cómo piensas pagar la universidad? ¿O acaso tampoco piensas ir?
Tomás dejó el tenedor en el plato y le sostuvo la mirada.
—Es la primera vez que me preguntas algo sobre la universidad— dijo, con una mezcla de amargura y tristeza. —Tengo el dinero para pagar la matrícula y pienso postular a una beca. No necesito mucho más, y tengo suficiente ahorrado para sobrevivir. Seguiré trabajando, no tendrás que gastar un centavo en mí.
—No lo acepto. No te autorizo a irte— sentenció Amelie, su voz era como un golpe seco.
Tomás apretó los puños bajo la mesa, y cuando levantó la cabeza, sus ojos estaban llenos de lágrimas que intentaban no caer.
—No estoy pidiendo permiso. Estoy avisando. No creo que te importe de todas formas. Nunca te has preocupado por mí, ni siquiera me miras cuando te hablo. Siempre me has tratado como si no fuera tu familia. ¿Por qué te importaría ahora lo que me pase?— su voz tembló, pero continuó, con el dolor acumulado de años de rechazo. —Nunca me has querido. Esa es la verdad.
Amelie dejó caer el tenedor sobre la mesa, esta vez con fuerza. Escuchar esas palabras era como un disparo al pecho, pero no podía refutarlas. Eran ciertas. Lo sabía. Siempre lo había sabido.
Golpeó la mesa con la palma abierta, su voz finalmente quebrándose un poco.
—No puedes irte. Es todo lo que diré.
Tomás se puso de pie, las lágrimas rodaban por sus mejillas, pero su rostro estaba sereno.
—Ni siquiera ahora puedes decir algo, ¿verdad?— su voz se quebró al final. —Hubo un tiempo en que pensé que me querías, aunque fuera un poco. De verdad me esforcé por agradarte, pero nunca lo logré. Nunca… lo logré— sus palabras se ahogaron en un sollozo silencioso.
Amelie lo miró por primera vez en años, realmente lo miró. Y lo que vio fue el reflejo de un hombre que había odiado toda su vida. Un recuerdo que había intentado enterrar, pero que seguía acechándola. Tragó saliva, su mirada se endureció.
—Nunca te he querido. Me recuerdas a ese hombre. Cada vez que te veo, me lo recuerdas. Por eso nunca te he querido. Ni siquiera un poco.
Tomás sintió como si le arrancaran el alma. El pecho se le cerró, el aire se negó a entrar en sus pulmones, y una lágrima tras otra caía sobre la mesa.
—No me iré si no quieres— logró decir, con una voz rota. —No sé por qué no quieres que me vaya, pero no me iré sin tu permiso. Gracias por la honestidad. Yo… creo que saldré a tomar un poco de aire.
Se dio la vuelta, dejando el plato a medio terminar.
—Lo siento si alguna vez te hice sufrir. No tengo otra madre. Lo siento mucho.
Amelie levantó la mano y tocó el brazo de Tomás por un instante, como si el contacto pudiera detenerlo. Pero él retiró la mano con suavidad, casi temblando.
—No sé qué decir— murmuró él, su voz apenas un susurro. —Me equivoqué.
Tomás salió de la casa, cerrando la puerta tras de sí.
Amelie permaneció en la mesa unos segundos, con la mano aún extendida en el aire. Luego se levantó y fue a su habitación.
Se dejó caer en la cama, temblando. Su respiración era irregular, su pecho dolía como si algo se estuviera desgarrando por dentro. Las palabras de Tomás resonaban en su cabeza como un eco interminable.
¿Por qué no se quedó callado? ¿Por qué tuvo que hablar? Podía haberse quedado callado hasta el día en que se fuera, o mejor, haberse ido en silencio, así ella nunca hubiera dicho nada y el dolor sería menor. En realidad, ahora que el daño estaba hecho, se arrepentía de eso, no quería herirlo, pero cómo podía enmendar tantos años de maltrato hacia un niño que ahora era un adolescente y casi un adulto, cómo podía enmendar algo tan terrible que ni siquiera se atrevía a recordar.
Se llevó las manos al rostro, y por primera vez en años, lloró. Sus lágrimas eran un reflejo de toda la culpa y el odio que había guardado dentro de sí misma. No sabía cómo enmendar lo que había hecho, pero sabía una cosa: no iba a dejar que Tomás se fuera. No ahora, ni nunca. Aunque le costara la vida.