Cuando llega el invierno (parte 3)

De alguna manera, los últimos turnos en el restaurante llegaron en medio del caos. La suspensión pesaba sobre él como un recordatorio de su fracaso, en casa la frialdad era un muro infranqueable, y en el trabajo… bueno, al menos para él, la tensión era evidente.

Marcó el reloj de control con la misma rutina de siempre, pero la sensación era distinta, como si cada tic del aparato le recordara que su tiempo allí se agotaba. Avanzó por el pasillo rumbo a la cocina, cruzando frente a la oficina del señor Henrick. El hombre apenas alzó la mirada y le dedicó un gesto fugaz, a lo que él respondió de la misma manera antes de seguir su camino. Algo en ese breve intercambio le hizo sentir como si caminara contra una corriente invisible, como si el aire se espesara con cada paso, obligándolo a avanzar con esfuerzo.

Pensó aquella noche, en cómo la había esperado durante horas, en su torpe intento de responderle aquel mensaje frío y distante. Sabía que lo que había dicho sonaba patético, que había dejado entrever demasiado. Y ahora estaba ahí, obligado a fingir que nada de eso había ocurrido.

Se detuvo justo antes de cruzar la puerta de la cocina y cerró los ojos con fuerza por unos segundos, intentando armarse de valor. Quizá solo él le estaba dando tanta importancia a todo esto. Tal vez Bella no sentía nada, y todo lo que lo consumía no era más que su imaginación.

Inspiró hondo y entró al fin, remangándose la camisa como si eso pudiera darle firmeza.

—Buenas tardes —saludó con un tono más seguro de lo que realmente sentía.

Bella levantó la vista y le sonrió con la misma naturalidad habitual.

—Bienvenido. Llegas justo a tiempo, como siempre.

—Voy a empezar con los trastos sucios.

—Por favor —dijo ella sin detenerse en su labor, deslizando el cuchillo con precisión sobre los vegetales.

El sonido del agua corriendo y el tintineo de los platos llenaron el espacio entre ellos. Justo cuando empezaba a sumergirse en esa burbuja de rutina, Amelia irrumpió desde el mesón.

—Hola —saludó con una sonrisa extrañamente normal.

Tomás le devolvió el gesto con simpleza.

—¿Contento por tus últimos días? ¿Cuánto te queda?

Bella no le dio tiempo de responder.

—¿Qué necesitas? Aquí estamos trabajando.

—¿Va a tardar mucho el carpaccio?

—¿Qué carpaccio? —preguntó Bella, frunciendo el ceño.

Amelia señaló la comandera, donde los pedidos colgaban sin que nadie los hubiera tomado aún.

—¡Maldición! —Bella avanzó de inmediato, arrancando el papel con apremio.

Amelia sonrió con suficiencia antes de marcharse.

—Lo sacaré en quince minutos —anunció Bella, con la mirada clavada en la hoja.

—Está bien, iré a suplicar a las mesas —respondió Amelia con su mismo aire burlón de siempre.

Enseguida, Bella comenzó a dar órdenes como si dirigiera un ejército, aunque solo estuvieran ellos dos en la cocina. Sin embargo, se movían como siempre lo habían hecho, en una sincronía perfecta. Postres, salteados, patatas fritas, y finalmente el carpaccio. Todo salió en tiempo récord, como si aquella crisis nunca hubiera existido.

Cuando el ajetreo finalmente cedió, Bella lo miró con una sonrisa nostálgica.

—Supongo que esta clase de cosas ya no serán tan emocionantes.

Tomás tragó saliva y trató de responder con naturalidad.

—Supongo.

Bajó la mirada un instante, apenas una fracción de segundo, pero suficiente para ver cómo Bella se mordía el labio con incomodidad.

—Voy a descargar la mercadería —dijo él, apartando la vista.

—Sí, claro. No te preocupes.

Y se fue.

Sabía que estaba huyendo, pero también sabía que Bella no quería decir nada. Ese gesto casi imperceptible —para cualquiera, un simple desliz sin importancia— para él era un ruego silencioso: No digas nada, por favor.

Así que no lo dijo.

Y esa jornada terminó así, entre el vacío y la nada.