Cuando llega el Invierno (parte 4)

Enfrentarse a los días de suspensión había sido fácil hasta ahora. Entre el viaje y su trabajo, el tiempo avanzaba con prisa, lo cual era un alivio cuando en casa lo único que quedaba era un vacío difícil de llenar. Pero ese día era distinto. Sunny no podía seguir faltando a clases, y por primera vez en días, estaba solo de verdad.

La mañana transcurrió en un silencio espeso. Ordenó la casa por inercia, luego preparó algo de comida con la intención de visitar al profesor Krikket. Sin embargo, la nota con el nombre de Eleonor García seguía allí, hundiéndose en su escritorio como un peso imposible de ignorar. Mientras completaba sus quehaceres, la idea de llamarla cruzó su mente una y otra vez, tantas que le resultaba irritante admitirlo.

Al final, la respuesta era una sola: si iba a recorrer ese camino, lo haría hasta el final. No había estaciones intermedias, o al menos eso quería creer. La posibilidad de dar la vuelta siempre estaba ahí, como una salida de emergencia que prefería no considerar.

Sin pensarlo demasiado, cogió el papel y marcó el número.

El sonido del discado le pareció insoportablemente largo.

Alguien contestó al fin.

—¿Aló…?

Era una voz de mujer, dulce pero con el peso de los años en cada sílaba.

—Disculpe que la moleste. ¿Hablo con Eleonor García?

—Sí, con ella. ¿Con quién tengo el gusto?

—Tomás Lambert. No pretendo quitarle mucho tiempo, pero necesito su ayuda.

Hubo un silencio breve, pero lo suficientemente incómodo como para que Tomás sintiera que estaba caminando sobre hielo delgado.

—Disculpa, pero… ¿en qué podría ayudarte? Es la primera vez que escucho tu nombre.

—Lo sé. Usted no me conoce, pero la subdirectora del Seminario San Uriel me dio su número. Espero que no le moleste.

—¿Marta? —la mujer pareció sorprendida—. Vaya… no me lo esperaba.

Otro silencio. Más largo esta vez.

Tomás respiró hondo antes de hablar.

—Ella me dijo que usted podría ayudarme.

—¿En qué?

—Estoy buscando a la familia del profesor Emanuel Krikket.

El otro lado de la línea se quedó en un silencio absoluto. Tomás casi creyó que la llamada se había cortado.

Cuando la respuesta llegó, su tono era distinto.

—¿Emanuel? —el nombre salió de sus labios con una tensión palpable—. Yo… no sé nada de él. No lo veo hace muchos años.

—Lo sé. Seré sincero con usted —Tomás tragó saliva—. El profesor está muriendo, y me gustaría que su familia lo supiera. ¿Sabe dónde puedo encontrarlos?

El sonido que escuchó después no fue una respuesta. Hubo un roce, como si la mujer hubiera movido el teléfono sin querer, seguido de un ruido confuso.

—¿Aló? ¿Señora Eleonor, está usted ahí?

Nada.

—¿Aló? —insistió, notando la creciente opresión en su pecho—. Por favor, es mi única pista.

—Lo siento…

Su voz había cambiado. Ya no era firme, ni serena. Era frágil. Se escuchó cómo tragaba saliva, con la dificultad de alguien que lucha contra el nudo en la garganta.

—¿Puedes decirme cómo está él?

La pregunta sonó como si le costara pronunciarla, como si temiera la respuesta.

—No le queda mucho tiempo —dijo Tomás con suavidad—. Por eso estoy buscando a su familia. Sé que están distanciados desde hace años, pero… si le soy honesto, no quiero que el profesor muera sin haberlos visto una última vez.

Al otro lado, se escuchó una respiración agitada.

—¿Así de grave es?

—Sí. Le queda muy poco.

—No puedo decirte nada sin haberlo visto.

—Puedo preguntarle si quiere verla —ofreció Tomás, sintiendo que aquella conversación se movía en una dirección inesperada.

—Por favor… dile que quiero verlo. Al menos una vez.

Las últimas palabras llegaron apenas como un murmullo, un ruego que parecía a punto de quebrarse.

—Lo haré. En cuanto tenga una respuesta, le avisaré.

—Por favor… gracias.

Y la llamada se cortó.

Tomás se quedó inmóvil, aún con el teléfono en la mano. Tenía más preguntas que antes, pero una certeza le golpeó el estómago con la fuerza de un puño:

Eleonor sí sabía algo. Y lo que fuera que la unía a Krikket, no había desaparecido con los años.