Cuando llega el invierno (parte 5)

Cuando llegó al hospital, las dudas habían terminado de enraizarse en su mente. Se habían deslizado silenciosas, invadiendo cada rincón de sus pensamientos, y ahora lo estrangulaban desde dentro. Algo le decía que el profesor no aceptaría su petición con facilidad.

Se registró en el acceso y subió por el ascensor. A cada número que ascendía, la presión en su pecho se volvía más pesada. Caminó por el pasillo, y por un instante sintió que la habitación del profesor estaba más lejos que la última vez. Como si el mundo mismo quisiera apartarlo de ese encuentro.

Cruzó el umbral de la habitación, lo encontró mirando hacia la ventana, la vista perdida en la playa. Afuera, el cielo plomizo se fundía con el mar en una línea indistinta, sin horizonte, sin destino. Las olas castigaban la arena con furia incesante, como un látigo que nunca cesaba.

Sin girarse, el profesor lo saludó con voz débil, pero firme:

—Tomás.

—Profesor— respondió él, acercándose al ventanal.

La habitación estaba vacía, salvo por ellos dos. Las camas desocupadas a su alrededor acentuaban la sensación de abandono, de que aquel cuarto era un umbral entre el mundo de los vivos y el olvido.

Krikket parecía más frágil, su piel más delgada, casi translúcida bajo la luz gris. El color se le había ido del rostro, como si la enfermedad le estuviera borrando poco a poco. Era un espectro contemplando el infinito, aguardando el momento en que el viento lo arrastrara lejos.

El profesor lo miró con intensidad, sus ojos aún brillaban, aún estaban vivos.

—Pareces cargado de dudas, muchacho. Tu rostro grita auxilio.

Tomás bajó la mirada apenas un instante.

—Profesor… ¿usted y yo estamos en el mismo vagón ahora?

Krikket sonrió con amargura.

—Lo estamos, Tomás. ¿Acaso no lo ves?

Él desvió la vista al mar, buscando en las olas la respuesta que no podía encontrar dentro de sí.

—Quiero creer que estoy haciendo algo bueno.

—¿Entonces por qué dudas? Si crees que tu causa es justa, no te detengas. La justicia está del lado de los que hacen el bien.

—No quiero hacerle daño.

El profesor dejó escapar una leve risa, quebrada, sin alegría.

—¿A mí?— tosió, y su cuerpo entero se estremeció, tembloroso—. Mírame, muchacho… Estoy muriendo. ¿Qué podría dañarme a estas alturas?

Las olas continuaban rompiéndose en la orilla, grises, profundas, indiferentes.

—No porque esté así significa que puedo aumentar su dolor.

—Si crees que haces el bien, no deberías acobardarte por un poco de dolor—. Tosió de nuevo, esta vez con más fuerza, tratando de ocultar el temblor en su voz—. Los amigos no nos pedimos disculpas, Tomás. Solo seguimos adelante.

Él no quería preguntar. No quería hurgar en las heridas de su mentor, no cuando estaba más cerca de la muerte que de ver otro amanecer.

—En este viaje no hay paradas intermedias.

—Nunca las hubo, Tomás. No hoy, por lo que veo.

Por primera vez en mucho tiempo, Tomás se atrevió a mirarlo fijamente. Hasta ese momento había evitado hacerlo, por miedo, por pena. Pero ahora lo veía con claridad. Su piel, su fragilidad, la forma en que cada hueso se marcaba bajo su carne, la fina red de venas que surcaban su piel como un mapa de lo inevitable. Y aun así, sus ojos… Sus ojos seguían tan vivos como siempre.

Krikket no le tenía miedo a la muerte. Pero sí a lo que había dejado atrás.

Tomás tragó saliva.

—Eleonor García quiere verlo.

El silencio se hizo denso.

El profesor pestañeó apenas, su mirada se quebró durante un instante antes de volver a perderse en el océano gris. No lo miró. No habló. Pero Tomás entendió que, en ese momento, le estaba pidiendo permiso para romperse.

—¿Ella lo pidió?— su voz sonó apagada.

—Sí— respondió Tomás con suavidad—. Parece tener información sobre su familia. Supongo que me la dará después de verlo.

Krikket asintió con lentitud, como si el movimiento le costara.

—Dile que venga, entonces… si eso es de ayuda para ti.

Tomás dudó antes de hablar.

—¿Quiere verla?

Krikket dejó escapar un suspiro casi imperceptible.

—Una parte de mí, sí. La otra siente mucha vergüenza.

El silencio se alargó entre ellos. Las olas siguieron su incesante vaivén. Afuera, las enfermeras caminaban en la distancia, ecos de un mundo que pronto dejaría de pertenecerle.

—¿No vas a preguntar nada sobre ella?

—No. Pero si quiere contarme, escucharé.

—Preferiría no hacerlo— dijo con un leve temblor en la voz—. Mis pecados son demasiado hondos para exponerlos así, sin más.

Se recostó con esfuerzo, cerrando los ojos, como si de pronto toda la conversación lo hubiera agotado.

Tomás avanzó hacia la salida.

—Gracias, profesor.

—Gracias a ti, muchacho.

Antes de cerrar la puerta, miró una última vez.

Krikket yacía en la cama, más pequeño que antes. Como si parte de su alma ya se hubiera esfumado.

Al salir del hospital, Tomás envió de inmediato el mensaje a Eleonor. El profesor quería verla y él la acompañaría.