Cuando llega el invierno (parte 7)

Cuando se levantó esa mañana, su madre ya había salido y su prima aún dormía.

Preparó desayuno para dos, por si Daniela despertaba mientras él comía. Mientras el pan se doraba lentamente en la tostadora, comenzó a adelantar la cena. Tiempo atrás, cocinar había sido una tortura, pero ahora, en la repetición de los mismos gestos, encontraba cierta paz. Control. Saber que las verduras no iban a resistirse, que el proceso era predecible, que al final habría un resultado tangible. Todo eso le daba sentido.

El aroma del pan tostado se mezclaba con el de las verduras en la sartén. El chisporroteo del aceite, el sonido pausado de la cafetera llenando la jarra con un hilo oscuro y aromático. Agitó la sartén con suavidad antes de añadir la carne y las especias. El olor de los condimentos envolvió la cocina, haciéndola más acogedora de lo habitual. Quizá eso era lo que siempre buscaba al cocinar: un eco de infancia, la sombra borrosa de una mujer moviéndose entre los fogones, una sonrisa cálida entre vapores, el roce de una mano en su cabello.

Vertió caldo en la sartén, la tapó y dejó que la comida terminara de hacerse a fuego bajo. Luego, puso la mesa.

Cuando Daniela bajó, se dejó guiar por los aromas hasta el comedor.

—Oh, veo que preparaste una ofrenda para esta servidora.

Tomás bebió un sorbo de café.

—No podía servirme el desayuno sin prepararte nada.

Daniela se dejó caer en la silla y untó mantequilla sobre una rebanada crujiente de pan.

—Gracias, pequeño rebelde.

Tomás arqueó una ceja.

—¿Rebelde?

—¿Acaso no te suspendieron? Te despidieron del trabajo... ¿qué más?

Tomás se señaló el rostro, donde aún quedaban rastros de los golpes.

—Oye, ¿no ves que fui yo el que recibió daño? ¿No deberías estar dándome consuelo?

Daniela echó varias cucharadas de azúcar en su café bajo la atenta mirada de Tomás.

—Los hombrecillos trabajadores no necesitan mi compasión —revolvió el café, derramando un poco sobre el platillo—. Eres como un soldado. Todos los días, a la misma hora, haces lo mismo. No importa lo que pase, nunca fallas en tus obligaciones.

—Lo dices como si te molestara.

—No, claro que no. Solo me parece... extraño. Como si intentaras probarle algo a alguien.

—No entiendo lo que quieres decir.

Daniela mordió su pan y masticó pensativa.

—Ni yo. Es solo una impresión. Pero dime, ¿entiendes que mi tía no te va a prestar atención, no importa lo que hagas? Eso creo… al menos.

Tomás la miró fríamente, pero a ella pareció no importarle.

—Ya no espero su aprobación.

—Y sin embargo, le dejas comida todos los días, aunque la mayoría de las veces ni la toca.

—Eso no es cierto. Últimamente se lo come todo.

Daniela soltó una risa irónica.

—Qué ingenuo eres. —Tomó otro sorbo de café—. Soy yo quien se la come. Me daba pena ver tanta comida desperdiciada.

Tomás se quedó en silencio.

—Lo siento, no era mi intención hacerte sentir mal —continuó Daniela—, pero quizá deberías dejar de insistir.

Tomás bebió un largo sorbo de café. Cuando levantó la mirada, la rabia que había aflorado por sus palabras ya se había disuelto, como el vapor que se alzaba de la taza.

—Bueno, lo importante es que alguien coma. Mientras la comida no se desperdicie, no hay problema.

Daniela sonrió con desenfado.

—Por mí, no hay problema. Llego con bastante hambre de la universidad —dijo, untando más mantequilla en otra rebanada—. Aunque… creo que simplemente deberían separarse, si ya no se soportan.

—Ella simplemente está herida.

Daniela frunció el ceño.

—¿No crees que ya ha pasado suficiente tiempo? Debería superarlo.

—No hables así de ella. Es mi madre de quien estás hablando.

—Oye, a diferencia tuya, ella es mi tía. Tú y ella no tienen nada en común. Es más, ¿cómo puede ser tu madre si no te ve como un hijo?

Tomás apretó los labios.

—¿Quieres hacerme enojar?

—No. Solo me da pena que sigas intentando en vano.

Tomás sonrió con resignación.

—A veces pienso en rendirme, pero es mi madre —susurró.

Terminó su café, tomó su plato y se puso de pie.

—Ella podría haberme abandonado hace mucho, pero no lo hizo. ¿Por qué la abandonaría yo?

Daniela dejó escapar un suspiro mientras observaba a Tomás desaparecer en la cocina. Su andar era tranquilo, pero en la forma en que sostenía la taza vacía, en la tensión de sus hombros, podía ver la carga invisible que llevaba.

Meneó la cabeza y tomó otro bocado de pan.

Es absurdo.

Desde que llegó a vivir con ellos, había visto esa rutina repetirse día tras día. Los platos servidos, la mesa puesta para una persona que apenas se dignaba a mirarlo. ¿Cuánto tiempo más pensaba seguir así?

Terminó su café y se puso de pie, llevando su plato a la cocina. Tomás estaba en la encimera, enjuagando su taza con una calma casi meticulosa. Por alguna razón, esa escena le resultó aún más triste que todo lo demás.

—Oye.

Tomás apenas giró el rostro, sin dejar de enjuagar la taza.

—¿Qué?

Daniela apoyó el plato en el fregadero con un leve clink.

—¿De verdad crees que algún día va a cambiar?

Él se tomó un momento antes de responder.

—No lo sé.

Daniela cruzó los brazos.

—Entonces, ¿por qué sigues?

Tomás cerró la llave del agua y se quedó un instante con la taza en la mano, como si estuviera decidiendo si responder o no. Finalmente, la dejó a un lado y la miró.

—Porque yo no he cambiado.

Daniela parpadeó, sin saber bien qué decir.

—No entiendo.

—Ella puede ignorarme todo lo que quiera. Puede hacer de cuenta que no existo, que no soy su hijo. Pero eso no cambia el hecho de que ella sigue siendo mi madre.

Daniela sintió un nudo en la garganta y lo odió un poco por eso.

—Sigues esperando algo de ella.

—No —Tomás negó suavemente—. No es eso.

Se apoyó en la encimera, pensativo, buscando las palabras.

—No hago esto porque crea que un día se va a levantar y me va a abrazar. No lo hago para que me agradezca. Lo hago porque es mi forma de decirle que sigo aquí.

Daniela bajó la mirada, sintiéndose extrañamente pequeña ante esa respuesta.

—Sigues viéndola como tu madre, aunque ella no te vea como su hijo.

—Sí.

Tomás sonrió con una tristeza que a Daniela le resultó insoportable.

—No se trata de que ella lo entienda. Se trata de que yo no puedo verla de otra manera.

El silencio se instaló entre ellos, solo roto por el goteo de la llave mal cerrada y el lejano sonido de la ciudad despertando.

Daniela desvió la mirada, incómoda con la sensación de que cualquier cosa que dijera ahora sonaría vacía. Se apoyó en la mesa y murmuró, casi con fastidio:

—Eres un idiota.

Tomás soltó una risa breve, pero auténtica.

—Lo sé.

Daniela lo miró de reojo y, sin decir más, salió de la cocina. Pensando que quizá su lucha no era absurda. Solo triste.