Cuando llega el invierno (parte 9)

Esa tarde era su última jornada de trabajo en el restaurante Santa Gracia había llegado irremediablemente. Mientras avanzaba por las calles empedradas que lo llevaban hasta el lugar, sintió que su corazón latía con una violencia inaudita, como si tratara de abrirse paso fuera de su pecho. A veces, la respiración se le volvía un océano denso, y un nudo helado le trepaba por la garganta. Pensó muchas veces en no ir, en simplemente dejar que el último día se consumiera en su turno anterior, ahorrándose la despedida. Pero al final, no pudo hacerlo.

Mientras se cambiaba de uniforme, tuvo que detenerse más de una vez para evitar vomitar. Su cuerpo lo traicionaba, pero su mente se aferraba a la última promesa que se había hecho: debía mostrarse entero. No había espacio para las grietas, para los titubeos. Solo la felicidad y el agradecimiento estaban permitidos.

Cruzó el umbral de la cocina con paso ligero, con una calma ensayada.

—Buenas tardes —saludó, buscando que su voz sonara como cualquier otro día.

Bella le sonrió.

—Buenas. ¿Feliz por tu último día?

—Por supuesto. Ya no tendré que lavar tanta loza sucia.

—Deberías acabar con eso rápido, porque tengo de tus papas favoritas para pelar aquí —señaló un par de sacos junto a sus pies, con esa naturalidad burlona de siempre.

—Gracias por guardármelas. ¿Qué mejor que terminarlo todo pelando papas?

—Poético.

—De alguna extraña manera, quizá lo es.

Ambos rieron, como en sus mejores días. El sonido de sus risas flotó en el aire como un eco lejano de lo que una vez fueron, de lo que jamás volverían a ser. Luego, se sumergieron en la rutina del trabajo, sincronizados como siempre, como si el tiempo les concediera ese último regalo: una despedida en paz.

Pero entonces, Bella dejó su teléfono sobre la mesa de trabajo.

Tomás sintió un escalofrío recorrer su espalda. No miró el celular directamente, pero supo que estaba ahí, como una sombra al acecho. Siguió picando verduras con la determinación de quien quiere aferrarse a una normalidad imposible.

—No debí haberte escrito ese día, ni esa noche —dijo Bella de pronto. Su voz era un hilo de culpa mal contenida—. Me equivoqué.

El rostro de Tomás se agitó por un instante, como si su cuerpo reaccionara antes que su mente. Luego, logró domar el temblor, obligando a su expresión a regresar a una calma imposible.

—Está bien, no es necesario hablar de eso —respondió con una sonrisa que le pesaba en la cara.

Bella le tendió una mano. Un gesto simple, pero que dolió como una herida abierta.

—Te voy a extrañar.

Tomás tragó saliva.

—Y yo… —su voz se quebró apenas un instante, pero no lo suficiente para detener las palabras que escaparon de su boca antes de que pudiera controlarlas—. Trabajar a tu lado fue… —cerró los ojos un segundo, como si con ello pudiera evitar la inevitable confesión—. Fue mi paz por los últimos dos años. No te olvidaré.

No se dio cuenta de que había bajado la mirada para contener sus lágrimas, pero Bella sí lo hizo. Y lo entendió.

El rostro de ella se cruzó de dolor. En un gesto casi desesperado, lo atrajo hacia sí y lo abrazó con fuerza.

—Puede entrar alguien… No hagas esto más difícil —susurró Tomás, sintiendo su propio cuerpo temblar mientras hundía el rostro en su hombro.

—Soy una pésima persona —dijo ella, con la voz quebrada.

—No es cierto.

Bella alzó el rostro de Tomás y acarició su mejilla con la punta de los dedos.

—¿Vendrás sin importar la hora, el día o el lugar?

—Eso dije.

—¿Es verdad?

—Lo es.

No alcanzó a terminar de hablar cuando Bella lo abrazó otra vez, aferrándose a él como si al soltarlo algo irremediablemente fuera a desmoronarse dentro de ella. Lloró en silencio, mientras él la sostenía con una mezcla de resignación y ternura. Sintió sus sollozos estremecerle el cuerpo, y le dolió saber que ella nunca podría llorar como realmente quería. No ahí. No con él.

Y aun así, cuando llegó el final, cuando Tomás marcó por última vez el reloj de control, no había nadie cerca.

Se marchó solo, en el mismo silencio con el que había llegado su primer día.

Mientras se alejaba del restaurante, volteó varias veces, con una esperanza estúpida e infantil de que Bella lo seguiría. Que lo buscaría como aquella vez, que correría detrás de él.

Pero eso no sucedió.

Esperó en el mismo lugar de antes, en vano.

Y cuando comprendió, realmente comprendió, que no vendría, siguió caminando. Y esta vez, no miró atrás.