Cuando llega el invierno (parte 9.5)

Bella no miró cuando Tomás se fue. No porque no quisiera, sino porque no podía.

Si lo hacía, si sus ojos lo seguían mientras se alejaba, quizás habría salido tras él. Y no tenía derecho a hacerlo. No después de todo.

Se quedó quieta en su lugar, con los brazos aún cruzados sobre el pecho, como si en ellos todavía quedara algo del calor de Tomás. Pero ya no estaba. Ahora solo quedaría el frío, ese que le mordía la piel desde dentro.

¿Por qué dejé que se fuera así?

Lo sabía desde antes de ese día. Desde antes de que él la mirara con esa tristeza mal disimulada, desde antes de que su voz quebrada le susurrara promesas que nunca debió haber hecho. Tomás la había adorado. Y ella lo había dejado marchar como si nada. Como si no importara.

Pero sí importaba.

Más de lo que jamás admitiría.

Se quedó en la cocina, con el celular aún sobre la mesa. No lo había querido tocar porque lo último que quería era ver la conversación que nunca debió haber ocurrido. Unas palabras en el momento equivocado, una confesión que él no tenía por qué haber leído.

Y ahora ya no había vuelta atrás.

Los minutos pasaron. Luego fueron horas. La noche cayó sobre el restaurante, sobre las calles, sobre ella. Bella terminó su turno como si nada, sonrió cuando debía hacerlo, conversó con los demás. Pero cada vez que su mirada se desviaba hacia la puerta, la punzada en el pecho volvía.

Cuando al fin cerró el restaurante y se quedó sola en la calle, el silencio la envolvió.

Miró hacia un lado. Miró hacia el otro. Luego, sin darse cuenta, sus pasos la llevaron a ese lugar. A ese maldito lugar donde una vez lo había encontrado esperando.

Pero esta vez, no estaba.

Esta vez, ya se había ido.

Y ella había llegado tarde.

Se quedó ahí un rato, quieta, con los brazos colgando a los lados, sintiendo el peso de todo lo que no había dicho. El viento sopló, arrastrando el olor de la ciudad dormida, de la noche, del recuerdo de lo que alguna vez tuvo y dejó escapar.

Y entonces, entendió.

Que ya no podía alcanzarlo.

Que no era que Tomás no la hubiera esperado.

Simplemente, ya era muy, muy tarde.