Esa noche, Tomás llegó a casa sin recordar exactamente cómo había caminado hasta ahí. Sus piernas lo habían traído mecánicamente, su cuerpo seguía entero, pero su alma destrozada. No encendió la luz del pasillo ni se detuvo a limpiar u ordenar. Se encerró en su habitación y cerró la puerta con un golpe seco. El sonido retumbó en la soledad de la casa, pero no hizo nada por aliviar el peso que sentía en el pecho.
Encendió su computador con una rabia contenida que le quemaba las manos. Sus dedos tamborilearon impacientes sobre el teclado, como si su cuerpo supiera lo que necesitaba hacer antes que su mente lo aceptara. No podía llorar. No podía gritar. Solo podía escribir.
Las palabras brotaron de él con una velocidad abrumadora, como si su dolor se hubiera convertido en tinta y cada pulsación de las teclas fuera una herida abierta desangrándose en la pantalla. La trama de su obra tomó forma en medio del caos de sus emociones: un adiós abrupto, un amor perdido, un grito que nadie escuchaba. No se detuvo a pensar. No se permitió ordenar las ideas. Solo dejó que la historia fluyera, porque si se detenía, si tomaba un respiro, la realidad lo arrastraría de vuelta al abismo.
La imagen de Bella era un incendio en su mente. Sus ojos, inundados de lágrimas, su voz quebrada, su fragilidad en el momento en que se alejaron… Todo le dolía como si se estuviera quemando por dentro. Y lo peor era que no quería que ese dolor desapareciera. Lo merecía. Lo necesitaba.
Sus manos temblaban cuando recordaba el peso de su cuerpo en aquel último abrazo, la forma en que su rostro se había hundido en su cuello como si quisiera quedarse ahí para siempre. ¿Por qué la había soltado? ¿Por qué no la había retenido un poco más, unos segundos más, un instante más? Se preguntó si debía dejar ir ese sentimiento, si debía arrancarse la culpa, pero su propio corazón se rebeló contra la idea.
A ratos, se levantaba de la silla con el pecho a punto de estallar. Caminaba de un lado a otro, los puños cerrados, la respiración entrecortada. Un par de veces golpeó la pared con la palma abierta, dejando que el dolor físico apagara por un momento el que lo desgarraba por dentro. Pero no servía de nada. Bella seguía allí, en su mente, en su piel, en cada palabra que escribía.
Apretó los ojos con fuerza, intentando borrar la imagen de su sonrisa, el recuerdo de su aroma, la sensación de su mano entrelazada con la suya. Pero cuanto más intentaba ahuyentarla, más se aferraba ella a su alma.
La pregunta lo perforó sin piedad.
¿Debería haberla esperado un poco más?
Su garganta se cerró.
¿Debería haber dicho todo lo que guardaba en su corazón?
Un sollozo seco le subió por la garganta, pero lo contuvo con los dientes apretados. Se secó las lágrimas con furia y volvió al teclado. No podía detenerse. No debía detenerse.
Porque si lo hacía, si permitía que el vacío lo devorara, si aceptaba que ella ya no estaba… entonces, ¿qué le quedaba?
La ansiedad lo devoró dejando un despojo de lo que había sido.
Al amanecer, el manuscrito estaba casi terminado, pero Tomás ya no era más que un cuerpo vacío sobre la cama. Sus dedos aún temblaban por el agotamiento, su pecho subía y bajaba con una pesadez inquietante. Los ojos, enrojecidos por la luz del computador y por tantas lágrimas derramadas en silencio, simplemente se rindieron. No hubo resistencia, ni lucha contra el sueño. Solo un colapso inevitable.
Se dejó arrastrar por el cansancio como quien cae en un abismo sin fin. En ese instante, no deseaba soñar, ni pensar, ni recordar. Solo quería desvanecerse en la nada.
El mundo continuó sin él. La luz del sol fue filtrándose por las rendijas de la persiana, iluminando el desorden de su habitación: el teclado cubierto de hojas sueltas, la taza de café frío abandonada sobre la mesa, la ropa tirada en el suelo, como si el espacio reflejara el caos dentro de su alma.
Pero la tregua no duró demasiado.
El sonido del teléfono irrumpió en la habitación con una brutalidad insoportable. Al principio, su mente lo ignoró, perdida en la espesura del sueño. Pero la insistencia de la llamada lo arrancó de su letargo con un sobresalto.
Parpadeó varias veces, desorientado, sintiendo cómo la realidad volvía a golpearlo como una ola helada. Su cabeza pesaba toneladas. Su garganta estaba seca, y sus músculos protestaron cuando intentó incorporarse.
Con esfuerzo, estiró la mano hasta el teléfono y contestó con la voz áspera del que ha dormido poco y ha sufrido mucho.
— ¿Tomás? —La voz de Eleonor García resonó al otro lado de la línea, con su tono dulce, aunque decidido.
— ¿Señora Eleonor…? —murmuró, aún tratando de sacudirse el sueño de encima.
—Estoy viajando a la ciudad. Nos encontraremos pronto. Quiero ver a Emanuel lo antes posible.
Las palabras flotaron en su mente por unos segundos antes de asentarse. La noticia cayó sobre él como una losa. La realidad lo reclamaba, sin darle tregua, sin permitirle quedarse en su dolor.
Se pasó una mano por la cara, intentando recomponerse. No podía mostrarse débil, no podía dejar que nadie viera el desastre en el que se había convertido en tan solo una noche.
—Está bien. La esperaré en la estación.
Colgó antes de que su voz delatara el nudo en su garganta.
Se quedó unos segundos en la cama, con la mirada clavada en el techo. Luego, respiró hondo y se obligó a levantarse.
El manuscrito estaba ahí, testigo mudo de su agonía, pero él tenía que seguir adelante. Aunque por dentro estuviera roto, aunque cada fibra de su ser le gritara que se quedara en la cama y se hiciera uno con ella.
Se enderezó con un esfuerzo casi heroico, empujó su dolor al rincón más hondo de su alma y salió al encuentro de Eleonor, vistiendo la máscara de quien aún puede sostenerse en pie.