Cuando llega el invierno (parte 11)

Cuando Eleonor llegó a la estación, Tomás ya estaba ahí, esperándola. Se veía desvelado, con las ojeras marcadas bajo los ojos y el gesto cansado de quien ha dormido poco y pensado demasiado. Por suerte para ambos, la estación estaba casi vacía, con apenas unos pocos viajeros esperando en los andenes y el murmullo lejano de los altavoces anunciando destinos que no les importaban. Encontrarse fue fácil.

Eleonor caminó hacia él con una tranquilidad medida, aunque su mirada revelaba una leve ansiedad. Tomás la saludó con un leve asentimiento, sin sonreír. No había motivos para hacerlo.

—Antes de ver al profesor, quiero hablar contigo —dijo ella, sin rodeos.

Tomás asintió. No preguntó de qué quería hablar; lo intuía. Sin decir más, la guió fuera de la estación hasta un pequeño café cercano. Era un lugar modesto, con aroma a pan recién horneado y café fuerte, pero sobre todo, con mesas lo suficientemente apartadas para evitar miradas ajenas.

Eligieron la más alejada, cerca de la ventana, donde la luz grisácea de la mañana se filtraba con pereza. Tomás pidió un café americano. Eleonor, un espresso. No se miraron mucho mientras esperaban, pero cuando las tazas llegaron a la mesa, ella rompió el silencio.

—¿Cómo está él? —preguntó, con un esfuerzo por sonar serena.

Tomás envolvió su taza con ambas manos, como si intentara absorber su calor.

—Cada vez que lo veo, parece estar peor —admitió, con voz baja—. Intenta disimularlo, pero es evidente. No lo conozco desde hace muchos años, pero… ni siquiera es la sombra de lo que fue.

Eleonor tomó su taza con delicadeza, pero al dejarla en el platillo, sus dedos temblaron ligeramente.

—¿Estás seguro de que quiere verme?

Tomás dejó escapar un suspiro, apartando la mirada.

—Sí… él mismo lo dijo. Pero no te voy a mentir. Se lo pedí. Quizá de una forma un poco injusta.

Ella frunció los labios y desvió la vista hacia la ventana.

—¿Él te habló de mí?

—No. Y honestamente, preferí no preguntar —Tomás dio un sorbo a su café, dejando que el amargor le llenara la boca antes de continuar—. No quiero saber los detalles de su vida. Solo quiero encontrar a su familia.

Por un instante, algo oscuro pasó por el rostro de Eleonor, pero se disipó rápidamente. Metió la mano en su bolso, sacó un pequeño papel arrugado y lo dejó sobre la mesa.

—Es la dirección de su hija —dijo sin preámbulos—. No sé si todavía vive ahí, pero probablemente sí. Se casó hace unos años.

Tomás lo tomó de inmediato y lo guardó en su chaqueta, como si temiera que ella se arrepintiera. Luego, el silencio los cubrió como una cortina.

—¿No me vas a preguntar nada más? —dijo Eleonor, observándolo con intensidad.

Tomás pensó en la respuesta. No es que evitara las preguntas por respeto al profesor, sino porque temía las respuestas. No quería desenterrar demasiado. Ya había visto a su mentor reducido a un hombre enfermo y solo; ahondar mucho más le pareció un acto de crueldad innecesaria.

Desvió la mirada hacia la calle, buscando las palabras adecuadas.

—El profesor nunca pareció ser alguien con muchos amigos. Al menos, no por las visitas que ha recibido últimamente.

Eleonor dejó escapar una sonrisa amarga.

—No me extraña. Los amigos que tenía eran más bien amigos del matrimonio. Cuando todo se acabó, ellos también se fueron.

Tomás revolvió su café con lentitud.

—Supongo que algunas amistades terminan así.

—La mayoría simplemente se desvanecen con el tiempo y las ocupaciones —dijo ella, con la mirada perdida en el reflejo de la ventana—. Pero él… él esperaba algo distinto.

Tomás apoyó un codo en la mesa y pasó la mano por su nuca.

—Tal vez no le perdonaron lo que ocurrió. Las traiciones son difíciles de olvidar.

Eleonor soltó una risa seca, sin humor.

—Las personas suelen juzgar con rapidez las acciones de los demás. Pero cuando se trata de sus propias faltas, encuentran maneras de justificarlas.

Tomás no dijo nada. Se limitó a darle otro sorbo al café, que ya empezaba a enfriarse.

—Pero ya es tarde para volver atrás —añadió él, casi en un susurro.

Eleonor asintió lentamente y tomó su taza a medio terminar. El café había perdido su calor. Revolvió el líquido con la cucharilla, aunque ya no había azúcar en él.

—No voy a mentirte —dijo, con un hilo de voz—. Han pasado tantos años que ya no vale la pena. Después de lo ocurrido, pasé mucho tiempo sola. Me aislé de todo… o me aislaron. No estoy del todo segura.

Tomó un último trago de café, como si buscara valor en su amargura.

—Tuve que cambiar de trabajo. Pensé que Emanuel se quedaría conmigo. Genuinamente lo pensé. Si no, jamás le habría hecho eso a mi mejor amiga.

Tomás sintió un nudo en la garganta. Lo que ella decía tenía un eco doloroso en su propia vida. No pudo evitar pensar en Bella. Si ella se lo hubiera pedido, ¿habría hecho algo más por ella?

Sabía muy bien la respuesta.

Eleonor dejó la taza en el platillo con un leve tintineo.

—Fue amargo darme cuenta de que lo que creí real… se desmoronó con tal estruendo. A veces el amor tiene un precio demasiado alto.

Tomás tragó saliva.

—¿Pudo volver a amar a alguien?

Eleonor sonrió, pero fue una sonrisa teñida de nostalgia.

—Me hice esa pregunta durante años. Al final, encontré a alguien que me ama cada día. Tengo una familia, hijos. Somos felices.

Tomás no insistió. No preguntó si alguna vez volvió a amar como antes. Sabía que la respuesta estaba en lo que ella no dijo.

Apuró su café y miró el reloj. Era hora de irse.

Tomaron un taxi sin decir mucho más. Afuera, el cielo plomizo anunciaba lluvia.

Camino al hospital, Tomás sintió que, de alguna forma, ambos iban a enfrentar a un fantasma.