Cuando llegaron al hospital, con cada paso que daban hacia la habitación del profesor, Tomás sintió que el aire se hacía más denso, como si el pasillo se estrechara con cada zancada. No era un hospital particularmente antiguo ni lúgubre, pero el aroma a desinfectante y la luz fría de los fluorescentes le conferían un aire casi espectral.
Al llegar a la puerta, supo que en ese instante sobraba. Eleonor, en cambio, no titubeó. Entró con paso firme, y el profesor, al contrario de lo que Tomás había imaginado, le sonrió con una dulzura inesperada.
Entre ellos, por un momento, hubo paz.
Tomás levantó la mano en un gesto de saludo, pero el profesor apenas le dedicó una mirada. Supo entonces que debía marcharse. Mientras cerraba la puerta tras de sí, alcanzó a ver cómo Eleonor se sentaba en el pequeño banquillo junto a la cama, apoyando una mano en las sábanas como si se anclara a algo tangible.
Prefirió pensar que la conversación sería pacífica, que recordarían los buenos momentos. Pero sabía que eso era imposible. Nadie carga con el pasado sin cicatrices, y ellos, sin duda, tenían las suyas bien abiertas.
Se dirigió a una máquina surtidora de café. Introdujo unas monedas y un "clack" metálico le hizo temer que la máquina se tragara su dinero sin darle nada a cambio. Dudó unos segundos antes de elegir. Algo dulce. ¿Mocaccino? Quizá. Como Soledad, hoy también quería cambiar un poco, encontrar algo de consuelo en lo trivial. Mientras la máquina zumbaba, preparando la bebida, Tomás dejó que su mente divagara.
Si aguzaba bien el oído, podía escuchar la voz del profesor, quebrada, apenas un murmullo.
Un vaso cayó dentro de la máquina y comenzó a llenarse de leche. Tomás apretó la mandíbula. No quería oír. No quería entender. Porque entender significaba aceptar que la soledad del profesor era el precio de una infidelidad, y si aceptaba eso, entonces tendría que recordar lo que su padre había hecho.
Y eso era algo que nunca podría permitirse.
El pitido de la máquina lo sacó de sus pensamientos. Sacó el vaso con cuidado y regresó por el pasillo. Esta vez se detuvo en la puerta. No entró. No podía. Pero dentro, los que estaban hablando no susurraban.
No quería escuchar. Y, sin embargo, escuchó.
Eleonor sostenía la mano del profesor. Su piel, delgada y casi traslúcida, temblaba bajo la presión de los dedos de ella.
—¿Por qué te fuiste sin decir nada? —Su voz sonaba contenida, como si durante años hubiera ensayado esa pregunta y, al fin, al pronunciarla, descubriera que ya no tenía sentido. Su mirada vagaba por el rostro de él, buscando algo que no estaba ahí—. Ahora ni siquiera puedo odiarte.
El profesor bajó la vista. Sus ojos, enrojecidos y acuosos, se clavaron en las sábanas.
—Fui un cobarde. —Su voz era un susurro, una confesión tardía, una sentencia que él mismo se imponía—. Lo lamento. En verdad lo lamento.
Eleonor parpadeó despacio, pero no apartó la mano. Hubo un tiempo en que el odio la sostuvo en pie, un tiempo en que la rabia le sirvió de escudo. Ahora, viendo lo que quedaba de él, lo único que sentía era un profundo agotamiento.
Cerró los ojos un instante, como si buscara en su interior la respuesta a una pregunta que ya no tenía sentido.
—No sé si eso importa ya —murmuró.
El profesor giró apenas la cabeza hacia ella, pero no dijo nada. No había palabras que pudieran cambiar lo que había pasado.
El aire en la habitación se volvió espeso, casi irrespirable.
Tomás, aún en la puerta, sintió que algo en su interior se quebraba. Dio un paso atrás, apretó el vaso de café entre las manos y, sin hacer ruido, se marchó por el pasillo.