Cuando llega el invierno (parte 13)

El fin de semana lo había pasado como los anteriores: pateando calles, buscando trabajo como quien persigue algo inalcanzable. Caminó hasta que sus pies ardieron y su cuerpo entero se sintió entumecido. Volvió a casa con los músculos agarrotados y la desesperanza en los hombros, pero en lugar de descansar, se hundió en su manuscrito. Escribir era lo único que le quedaba, su única manera de darle sentido a lo ocurrido.

No podía dejar de pensar en Bella. Su herida seguía demasiado fresca, como una cicatriz que aún no terminaba de cerrarse. Y él, en lugar de dejarla sanar, se revolcaba en el dolor. Tal vez porque se lo merecía.

La semana de suspensión pasó más rápido de lo que esperaba, aunque una parte de él habría preferido que se alargara un poco más. Fuera de la escuela, al menos, tenía la ilusión de que el mundo seguía igual. Pero sabía que regresar implicaba enfrentar lo que había quedado atrás.

Había conseguido información confiable sobre la familia del profesor Krikket. Finalmente, había un rastro concreto que seguir. Pero no podía hacer nada todavía. Tendría que esperar hasta el próximo fin de semana para ir tras ellos. Aún así, sentir que su búsqueda comenzaba a dar frutos era lo único que lo mantenía en marcha.

Ese lunes, con su mochila colgada del hombro y el manuscrito bien resguardado dentro, se dirigió a la escuela. Llevaba varios días trabajando arduamente en esas páginas. Sofía le había insistido en que se inscribiera en el concurso literario, y aunque al principio había dudado, terminó cediendo. No por ella, ni siquiera por él mismo, sino porque necesitaba dejar algo atrás.

Pero no estaba preparado para lo que encontraría a su regreso. La sensación fue inmediata. En cuanto puso un pie en el aula, supo que algo estaba mal.

El murmullo cesó apenas lo vieron entrar, como si un viento helado hubiera barrido las conversaciones. Nadie se molestó en saludarlo. Nadie siquiera fingió notar su presencia. Era como si, en esa semana de ausencia, hubiera dejado de existir.

Sunny le sonrió con timidez y Anaís le dirigió una mirada rápida antes de volver a su cuaderno. Samuel, sin embargo, lo evitó por completo.

Tomás parpadeó, desconcertado. Había esperado miradas furtivas, comentarios entre dientes, tal vez alguna broma pesada. Pero esto… esto era peor.

Y, en cierto modo, era lo mejor que podía ocurrir. Mientras más paz, mejor. Sobre todo en tiempos de tormenta.

Se sentó en su pupitre con calma forzada y sacó el manuscrito. No tenía interés en indagar en la hostilidad silenciosa de sus compañeros. Si querían ignorarlo, mejor. Le convenía el anonimato.

Pero la sensación persistía. Había algo más en ese silencio. Algo viscoso. Algo podrido.

Y entonces escuchó los susurros.

—Dicen que la profesora Sofía y él… —murmuró alguien en la fila de atrás.

—En la playa… juntos…

—¿Será cierto?

—Ella lo golpeó… ¿pero por qué estaban solos?

Un escalofrío le recorrió la espalda.

Así que eso era.

Alguien los había visto el día en que Sofía le propinó aquel golpe en la playa. Alguien había interpretado la escena con la peor de las intenciones. Y ahora, un rumor tan sucio como imparable estaba arrastrándolo todo a su paso.

Tomás apretó los dientes.

No se molestó en volverse. No iba a darles el placer de verlo alterado. Prefirió hacer como que no tenía importancia alguna, porque, en esee tipo de historias, la verdad no importaba.

A pesar de los murmullos esparcidos como una plaga y el silencio tan grueso como un muro de concreto entre él y sus compañeros, el día había transcurrido con extraña tranquilidad. Tomás no era ajeno a las miradas que se esquivaban justo cuando él las enfrentaba, ni a las risitas contenidas en los pasillos, pero se obligó a no prestarles importancia. Sabía que, si se mostraba afectado, los rumores crecerían como fuego en pasto seco. Y si les daba atención, sería como legitimarlos. En cambio, decidió ignorarlos, vestirse de indiferencia, y cargar con ella como si fuera un escudo invisible.

Cuando sonó la campana final, recogió sus cosas sin apuro. El manuscrito pesaba más que los libros en su mochila. No por su peso real, sino por todo lo que contenía: cada palabra escrita con rabia, con desahogo, con un dolor que no sabía que tenía hasta que empezó a sangrar tinta. Se dirigió al salón de profesores con paso firme, como quien atraviesa una tormenta con el rostro en alto.

El pasillo estaba casi vacío, los pocos estudiantes que aún circulaban lo esquivaban como si su sola presencia fuera contagiosa. A mitad de camino, justo antes de doblar en dirección a la sala, se encontró con Anaís.

Ella lo miró con una expresión que no terminaba de ser desprecio ni lástima, sino algo peor: un juicio ya emitido.

—No deberías acercarte a ella —le dijo sin siquiera saludarlo. Su voz era seca, medida, como quien lanza un consejo que no le interesa si es escuchado—. Por tu culpa, la profesora podría perder su cargo.

Tomás la observó con calma. No se molestó en fruncir el ceño ni en tensar el cuerpo. Ni siquiera se sorprendió. Solo la miró con una ceja alzada, y una media sonrisa que no llegaba a los ojos.

—Gracias por tu preocupación, Anaís. Qué considerado de tu parte —dijo, con una ironía tan sutil como punzante—. Agradezco el gesto.

Ella lo fulminó con la mirada, pero no dijo más. Dio media vuelta y se alejó por el pasillo, el taconeo de sus zapatos retumbando como disparos en el silencio.

Tomás suspiró. No tenía ganas de responderle con veneno, aunque la tentación era grande. Pero eso sería caer en el juego de quienes tenían demasiado tiempo libre y muy poca vida propia. Y él ya había tenido suficiente de juegos sucios.

Cuando llegó al salón de profesores, no necesitó abrir la puerta para notar el ambiente que lo esperaba. Bastó con poner la mano sobre el picaporte para sentir cómo la atmósfera se tornaba densa, cargada. La conversación al otro lado de la puerta se apagó en cuanto giró la manilla y entró.

Las miradas se alzaron al unísono. Algunas disimulaban su escrutinio tras tazas de café o papeles, otras lo observaban sin vergüenza alguna. Una mujer de mediana edad, con gafas colgando de la punta de la nariz, frunció el ceño apenas lo vio. Un hombre con barba le dedicó una mirada de esas que no se pueden describir sin escupir.

Sofía estaba sentada en su escritorio, revisando un fajo de papeles. Al alzar la vista y verlo, sonrió. No fue una sonrisa amplia, ni afectada, pero tenía un matiz cálido. Algo casi parecido a alivio.

Él cruzó el salón con paso tranquilo, como si el peso de todas esas miradas no le rozara ni un poco. Al llegar frente a ella, sacó su manuscrito de la mochila y lo colocó sobre el escritorio.

—Aquí está —dijo simplemente.

Sofía lo miró en silencio por un instante, como si evaluara no solo el manuscrito, sino a él. Luego asintió y lo tomó con manos suaves, casi reverentes.

—¿Decidiste participar, entonces? —preguntó en voz baja.

Tomás asintió, y sin pensarlo demasiado, se sentó en una de las sillas frente al escritorio. Era algo natural, habitual, como otras veces que se habían reunido a hablar de literatura, clases o de sus diferencias. Pero hoy, todo gesto inocente era susceptible de ser interpretado con malicia.

Sofía pareció darse cuenta del efecto. Miró a su alrededor, notando también las miradas que aún no se apartaban. Bajó la vista hacia el manuscrito, pasó la mano por la tapa como si pudiera leerlo por ósmosis, y luego le habló en un tono casi imperceptible, cargado de algo que no era miedo, sino prudencia:

—Me alegra que lo hayas terminado, Tomás. De verdad. Me alegra más de lo que debería.

Tomás bajó la mirada, por un segundo casi avergonzado. No por ella, sino por lo que otros estaban dispuestos a hacer con esas palabras.

—Solo escribí lo que no podía decir —contestó, en un susurro.

Sofía asintió lentamente. Luego, sin dejar de mirarlo, sacó una hoja doblada del bolsillo interior de su chaqueta y se la pasó con discreción.

—Llama esta noche. Hay cosas que necesitamos hablar… sobre el manuscrito, y sobre otras cosas —dijo, bajando aún más la voz—. Mientras tanto, por favor, evita buscarme. Al menos hasta que esto pase.

Él recibió la nota sin decir palabra. No necesitaba explicación. Entendía. Demasiado bien, de hecho.

Por primera vez desde que llegó, sintió el deseo de marcharse. No porque estuviera incómodo con ella, sino porque había algo en ese lugar, en ese aire cargado de prejuicios y medias verdades, que comenzaba a asfixiarlo. Se levantó sin apuro, deslizó la nota en su bolsillo, y se limitó a asentir.

—Gracias, profesora.

Ella esbozó otra sonrisa. Esta vez, algo más triste.

—Tomás… pase lo que pase, no dejes de escribir.

Él asintió de nuevo, esta vez con más fuerza.

—No tengo pensado hacerlo.

Salió del salón sin mirar a nadie. Esta vez, no era una estrategia. Era una declaración. Que hablaran. Que inventaran. Que creyeran lo que quisieran. Las mentiras eran como las piedras lanzadas a un lago: hacían ruido, levantaban espuma… pero al final, se hundían.

Y él tenía otras cosas en qué pensar.

Esa noche, la oscuridad se sentía más espesa de lo habitual, como si el mundo estuviera cubierto por una manta pesada que ahogaba hasta los pensamientos. Tomás se había pasado la tarde leyendo y releyendo su manuscrito, a ratos avanzando en la edición, otras simplemente dejándose caer en los pasajes como si quisiera hundirse en ellos. Había escrito desde la rabia, desde el abandono, desde ese hueco que Bella había dejado sin siquiera mirar atrás. Pero esa noche, lo que le pesaba no era el manuscrito. Era el papel doblado con el número de Sofía, apoyado sobre su escritorio como si tuviera vida propia.

No sabía a qué hora llamar. A las ocho le pareció demasiado temprano, como una intromisión. A las nueve, demasiado formal, casi académico. Pero a las diez, justo cuando la casa entera dormía y solo el zumbido de su computador y el crujir ocasional de las paredes le hacían compañía, decidió que ya era tiempo. Respiró hondo y marcó.

El teléfono sonó apenas dos veces antes de que una voz le respondiera, apagada pero clara.

—Hola —dijo Sofía.

—Hola, profesora… —respondió él, y luego se corrigió—. Sofía.

—Me alegra que llamaras. Pensé que no lo harías —su voz no sonaba sorprendida, pero sí aliviada, como quien confirma algo que quería creer pero temía suponer.

Hubo un breve silencio, no incómodo, pero denso. Al fondo, Tomás alcanzó a oír el tintinear de un vaso, y luego un trago largo, húmedo, con eco de cristal.

—¿Estaba esperando la llamada?

—Desde hace una hora —confesó ella—. Estoy en casa, frente al escritorio. Una copa de vino a medio terminar… o quizá ya voy en la segunda. Mi apartamento está igual de vacío que siempre, pero hoy el silencio parece tener garras.

Tomás esbozó una sonrisa cansada, que ella no pudo ver, pero quizá intuyó por el tono de su voz.

—Supongo que esa copa es parte del protocolo de corrección de manuscritos.

—En mi caso, sí. Me ayuda a lidiar con el horror ortográfico de mis alumnos.

Él rió, breve.

—¿Incluyéndome?

—Tú me haces sufrir menos que la mayoría. No me hagas cambiar de opinión —dijo con un dejo de calidez. Luego el tono bajó un poco, como si se replegara—. Estoy muy contenta de que hayas decidido participar. De verdad. Me conmueve que hayas seguido adelante, incluso con todo lo que pasó.

—No sé si fue decisión o necesidad —respondió Tomás—. Había cosas que necesitaban salir de mí. Cosas que… me estaban enfermando.

—Lo sé. Lo sentí al leer las primeras páginas. —Otro sorbo largo. Esta vez, ella suspiró al terminar—. Voy a leerlo completo esta semana. Quiero darte mis observaciones cuanto antes. El plazo para enviarlo al concurso es en dos meses, pero quiero que lo tengas listo antes. Sin presión, claro.

Tomás asintió, aunque ella no pudiera verlo.

—Gracias. De verdad.

—Y ahora viene la parte incómoda —añadió Sofía, con una pausa que decía más que las palabras.

Él ya sabía lo que venía.

—No deberíamos hablar mucho en el colegio —dijo ella—. Ni saludarnos más de lo necesario. No por mí… bueno, en realidad sí, por mí. Por mi trabajo.

—Me parece absurdo —respondió Tomás, más serio—. No hemos hecho nada malo. Fingir que no me conoce ahora sí que va a parecer sospechoso.

Sofía guardó silencio unos segundos. Tomás pensó que tal vez estaba considerando una réplica. Pero no. Su voz llegó con suavidad resignada.

—Lo sé. Es absurdo. Es injusto. Pero ya viste cómo son. Hoy me ignoraban algunos colegas que la semana pasada me pedían ayuda con sus clases. He recibido correos de apoderados preguntando si "lo que se comenta" es cierto. Hay cosas que se instalan y no se pueden limpiar fácilmente.

—Entonces cuéntame —dijo Tomás, con firmeza—. ¿Qué están diciendo?

—Tomás…

—Lo necesito saber.

Sofía suspiró, largo. El tipo de suspiro que precede a una verdad que uno preferiría no decir.

—Los rumores son demasiados. Algunos dicen que somos pareja y que tuvimos una pelea en la playa. Otros que me viste con otro hombre y por eso discutimos. En otra versión, paseábamos de la mano como dos amantes. Una más… creativa dice que tú intentaste propasarte conmigo y por eso te golpeé.

Tomás apretó el puño, la mandíbula. Sintió un calor subirle por la espalda.

—¿Qué…?

—No termina ahí. Dicen que la suspensión fue un castigo por eso, o que fue una excusa del colegio para tapar todo. Algunos creen que eres un estudiante problemático al que yo defendí porque estoy enamorada de ti. Otros piensan que estás obsesionado conmigo y que me estás manipulando.

—¡Pero es ridículo! ¡Nada de eso es verdad! —explotó Tomás, alzando la voz.

—Lo sé. Y tú lo sabes. Pero los rumores no necesitan verdad. Solo una chispa.

Silencio. Solo el respirar de ambos, lejano, entrecortado. Luego, con un hilo de voz, él dejó salir lo que se le enredaba en el pecho:

—¿Y qué hacemos?

—Nada —respondió ella—. Eso es lo más sensato. Nada. Esperar. Ignorar. Darles tiempo para encontrar otro blanco, otro chisme. Esta escuela es un nido de murmuraciones, y cada semana hay una víctima distinta. Solo tenemos que sobrevivir a esta.

Por un instante, a Tomás le pasó por la cabeza la idea de buscar a los responsables, encontrar al que los vio en la playa, al que inventó, al que repitió. Pero se contuvo. Porque si algo había aprendido, es que en ese juego nadie gana. Todo se vuelve barro.

—Está bien. Haré como dices —dijo al fin.

—Gracias.

Hubo una pausa más larga, una donde las palabras se escapan y solo queda el aire entre ambos, cálido y espeso como una confidencia no dicha. Al otro lado, Sofía hablaba en un tono más sereno, más íntimo.

—No quiero que pienses que me arrepiento de haber estado ahí ese día. Golpearte fue estúpido. Impulsivo. Pero haber hablado contigo, haber leído tu manuscrito… eso no lo cambiaría.

Tomás cerró los ojos.

—Yo tampoco lo cambiaría.

—Entonces… escribe. Termina tu historia. Gánales con eso.

Él asintió otra vez, con una media sonrisa que no era del todo alegre, pero sí decidida.

—Voy a hacerlo.

—Y cuando lo hagas —dijo ella, con un dejo de humor seco—, te prometo otra copa de vino. Pero que esta vez sea buena.

—Trato hecho.

Colgaron después de eso. No hubo despedidas largas ni frases trascendentales. Solo un clic, y el silencio volvió a cubrir la noche. Pero esta vez, no era un silencio con garras. Era un silencio que envolvía, como una manta en invierno. Un silencio de tregua.

Y Tomás volvió a su escritorio.

A escribir.