Cuando llega el invierno (parte 8.5)

Soledad

Cuando vio el nombre de Tomás en la pantalla de su teléfono, sintió una ligera sorpresa, pero no una incredulidad total.

Así que cumplió su palabra.

No esperaba que lo hiciera tan pronto, pero algo en su voz le hizo sonreír. Sonaba un poco incómodo, como si no supiera bien por qué estaba llamando. Pero llamó, y eso ya decía mucho de él.

—Oye, ¿quieres acompañarme un rato? Estoy en la peluquería.

Tomás no tardó demasiado en llegar, aunque al entrar lo hizo con ese aire suyo de siempre: como si estuviera pisando terreno desconocido. Era gracioso verlo tan tenso por cosas pequeñas. ¿Siempre será así de serio?

—Tienes cara de que no sabes por qué aceptaste venir —bromeó Soledad mientras lo hacía sentarse.

Él soltó un resoplido, evitando responder.

—Bueno, ya que estás aquí, deja que te repase el corte.

Tomás pareció dudarlo, pero terminó cediendo con una resignación que le divirtió. Es fácil convencerlo cuando no tiene una excusa lista.

Mientras deslizaba la tijera con movimientos ágiles, recordó la vez anterior que lo había atendido. Lo nervioso que estaba, la forma en que se tensaba cada vez que ella acercaba demasiado las manos.

—Estabas mucho más inquieto la última vez —comentó con una sonrisa, bajando el tono de voz.

Él apenas reaccionó, pero el leve enrojecimiento en sus orejas le confirmó que recordaba perfectamente de qué hablaba.

No pudo evitar abrazarlo brevemente por la espalda, solo para ver qué hacía.

—¿No te dije que debías ser más confiable?

Y ahí estaba. Ese ligero temblor en su cuerpo, como si no estuviera acostumbrado al contacto.

Soledad se apoyó un poco más en él, casi susurrándole:

—Cuando estuvimos en el café nos tomamos de la mano. Cualquiera que nos hubiera visto pensaría que éramos pareja.

Él tragó saliva y, con la voz apenas controlada, replicó:

—Pero… era fingido.

Soledad se rió.

—No era fingido —dejó la frase en el aire, a propósito.

El leve temblor en Tomás se convirtió en una rígida inmovilidad. Lo dejó unos segundos en su incertidumbre antes de añadir con ligereza:

—Era práctica. Para cuando tengas una verdadera novia.

Tomás se sonrojó de inmediato. Predecible.

—¿Cómo puedes sonrojarte tan fácil? —rió, terminando de repasarle el cabello.

Antes de apartarse, inclinó un poco el rostro y le dio un beso en la mejilla.

—¿Alguna vez has besado a alguien?

La expresión de Tomás lo dijo todo. Soledad no tuvo que insistir para que él negara en silencio.

Qué fácil es leerlo… y qué tierno en cierto modo.

Cuando la puerta de la peluquería se abrió y entró una clienta, Soledad le guiñó un ojo a Tomás, diciéndole sin palabras que la observara en acción.

Él le devolvió una sonrisa, aunque todavía parecía abrumado.

Soledad empezó a trabajar con la naturalidad de siempre, conversando con la clienta mientras movía las tijeras con destreza. La charla fluía fácil, con comentarios triviales sobre el clima y la ciudad.

Entonces la señora la sorprendió con una pregunta inesperada:

—¿Son novios?

Soledad sonrió.

—¿Por qué lo dice?

—Por la forma en que se miraban en el espejo —respondió la clienta con tranquilidad.

Soledad no dejó pasar la oportunidad y se giró hacia Tomás con una sonrisa traviesa.

—Sí, claro, ¿no es así, cariño?

Tomás abrió los labios, indeciso. Su incomodidad era casi palpable. Soledad le sostuvo la mirada con una leve diversión mientras esperaba su respuesta.

Él, finalmente, pareció resignarse y asintió.

—Sí…

Soledad casi se ríe. Decidió seguirle el juego y aprovechó para bromear un poco más con la clienta, haciendo pequeños comentarios como si Tomás y ella fueran pareja. Él no la interrumpió, pero su expresión lo delataba.

Cuando la señora se fue, les dejó un último comentario con una sonrisa amable:

—Hacen linda pareja.

Tomás desvió la mirada y Soledad se rió con suavidad antes de seguir limpiando los restos de cabello.

Él seguía con una expresión medio perdida, como si intentara procesar todo lo que había pasado. Soledad no le dio importancia. Para ella, era simplemente natural jugar un poco con él.

Pero Tomás pareció reunir valor de repente y preguntó con seriedad:

—¿Por qué lo haces?

Soledad se detuvo por un instante y lo miró.

—¿Hacer qué?

—Eso. Tratarme como si… bueno, ya sabes.

Ella suspiró y apoyó la escoba en el suelo.

—Deberías relajarte un poco, Tomás. No todos tienen intenciones ocultas.

Él frunció un poco el ceño, pero no dijo nada más.

Para aliviar la tensión, le sirvió una taza de café y se sentaron a esperar la llegada de más clientes. Soledad intentó que se relajara, sacándole conversación y riéndose cada vez que se mostraba demasiado serio.

Cuando llegó la hora de irse, Tomás se puso de pie y se arregló la chaqueta.

—Tengo que irme a trabajar.

Soledad, que estaba atendiendo a otra clienta, apenas se giró hacia él antes de soltar con naturalidad:

—¡Que te vaya bien, amor!

Tomás se quedó inmóvil por un segundo.

—S-Soledad…

Ella le lanzó una sonrisa despreocupada antes de volver su atención a la clienta.

Él tardó un momento en reaccionar, pero finalmente murmuró una despedida y salió casi huyendo.

Cuando la puerta se cerró, Soledad sonrió para sí misma y sacudió la cabeza antes de continuar con su trabajo.

Tomás era demasiado fácil de molestar. Pero lo mejor de todo era que, aunque protestara y se pusiera tenso, nunca le pedía que parara.