Cuando el invierno llega (parte 14.5)

La noche había caído como una manta pesada sobre la ciudad. Desde su ventana podía ver con claridad las pequeñas gotas de lluvia caer, Tomás veía el resplandor anaranjado de los faroles en la calle y las siluetas de los árboles desnudos por el invierno. El teléfono descansaba sobre su escritorio, como si lo observara, esperando que se decidiera.

Suspiró. Lo tomó. Marcó.

—Hola —dijo cuando escuchó la voz al otro lado—. Soy yo.

Del otro lado, el silencio duró apenas un segundo. Lo justo para que supiera que ella lo estaba esperando.

—Hola, Tomás —respondió Sofía, con ese tono sereno que usaba cuando intentaba mantener la compostura. Al fondo, un sonido tenue: el roce del vidrio y un sorbo de vino. Algo crujió, tal vez un sillón antiguo cediendo bajo su cuerpo.

Él se aclaró la garganta.

—Llamé porque… no quiero que pienses que no hice nada —empezó—. Sunny se descontroló. Yo intenté detenerla, en serio. Pero ella simplemente lo hizo para defenderme, no me gustaría que pensaras mal de ella, por favor.

Sofía no respondió enseguida. Solo se escuchaba el leve murmullo de su respiración. Cuando habló, lo hizo con voz baja, como si le hablara al vino o a la noche.

—Lo sé. Te creo. Pero eso no cambia las cosas.

Tomás bajó la mirada. El techo de su habitación le pareció de pronto muy lejano.

—No quería causarte más problemas.

—Y yo no quiero que los cargues —dijo ella, con un matiz de dulzura firme—. No deberías. No puedo permitir que lo hagas. Eres un alumno, Tomás. Eres un niño, aunque no te guste que te lo digan. Esto no es tu carga.

Él apretó los labios, tragando esa sensación agria de sentirse frágil ante ella. No le gustaba ser visto como un niño. Pero menos le gustaba sentir que no podía protegerla.

—A veces parece que nadie lo va a hacer por ti —susurró.

Ella rio suavemente, una risa hueca, sin alegría.

—He estado sola mucho tiempo. Sé cómo se lleva este tipo de cosas. He cargado con peores. Ya pasará.

Y por un instante, Tomás sintió algo que no supo nombrar. No era admiración. Era otra cosa. Algo más triste. Como si, en lugar de verla fuerte, la viera cansada.

—¿Vas a estar bien? —preguntó.

Ella no respondió. En vez de eso, cambió de tema con una soltura ensayada.

—Pronto tendré las correcciones listas —dijo—. La verdad es que el manuscrito tiene una fuerza que me cuesta describir. Creo que, si logras trabajarlo con calma, puede ser algo realmente bueno.

Tomás sonrió un poco. A pesar de todo.

—Gracias.

—¿Crees que tu apoderado podrá venir mañana? —preguntó entonces, como si supiera que la respuesta era complicada.

Él dudó. Pasó la mano por su cabello, incómodo.

—No sé —confesó—. Mi madre y yo… no estamos en el mejor momento. Apenas hablamos. Y si le digo que tengo que verla por esto, lo más probable es que… honestamente no lo sé.

—Entiendo —dijo Sofía. Y esta vez, sí sonó decepcionada. No por él. Por la situación. Por lo injusto que era.

Quedaron en silencio un momento. Ninguno quería cortar.

—Gracias por llamar —dijo ella al fin.

—Gracias por contestar.

—Descansa, Tomás.

—Tú también.

La llamada terminó, pero la sensación de haberse escuchado quedó flotando entre ellos, como un lazo invisible. No solucionaba nada. Pero ayudaba a seguir.

Y esa noche, mientras el vino se oxidaba en la copa de Sofía, Tomás sabía que hablar con su madre sería un nuevo dolor de cabeza.