Cuando llega el invierno (parte 15)

Tomás estaba en la cocina preparando la cena, como cada noche. Cortaba las verduras con la atención mecánica de quien busca calmar los nervios en la rutina. Su madre debía estar por llegar. Siempre era igual: esa hora entre el final del día y su llegada, cargada de una tensión densa que se colaba por cada rincón de la casa.

Si tan solo existiera una forma de recuperar el tiempo perdido, pensó mientras se apoyaba con ambas manos sobre el mesón. La luz tenue del extractor era la única que lo iluminaba, proyectando sombras largas sobre sus brazos. La cocina parecía un escenario donde él actuaba para nadie.

Cuando terminó de poner la mesa, escuchó la puerta abrirse. Luego, el sonido seco de un paraguas golpeando el marco y el eco de pasos firmes, decididos. Las pisadas inconfundibles de Amelie.

Ella cruzó el umbral del comedor como una aparición. Su cabello negro, empapado por la lluvia, parecía aún más oscuro bajo la luz mortecina, como si se fundiera con las sombras que la rodeaban.

—La comida está casi lista —dijo Tomás, sin mirar directamente, intentando mantener la voz firme.

No hablaban con verdadera sinceridad desde hacía meses. Quizá años. La última conversación había terminado mal, como casi todas. Tomás nunca había encontrado el valor para pedirle disculpas de verdad. Y ella… ella nunca había mostrado el menor deseo de acercarse. Diez años de distancias crecientes, de silencios convertidos en muros.

Se miraron. Solo unos segundos. Pero cargaban tanto, decían tanto sin decir nada, que dolía sostenerles.

—Iré a lavarme las manos primero —dijo Amelie, seca, y salió del comedor sin más.

Cuando volvió, la comida ya estaba servida. El vapor suave se elevaba desde el plato: carne dorada, verduras al punto, papas crujientes con mantequilla. No era un festín, ni mucho menos sofisticado, pero había sido hecha con esmero. Para ella.

Comieron en silencio, durante largos minutos. Solo los cubiertos rompían, de cuando en cuando, ese ambiente fúnebre que se instalaba cada vez que estaban solos. A pesar de todo, ver a su madre terminando casi todo el plato le provocó un eco tibio en el pecho. Una imagen fugaz de cuando era niño y ella cocinaba para él. Cuando aún la familia significaba algo distinto. Y, sin poder evitarlo, sonrió.

Amelie levantó la vista. Lo notó.

—¿De qué te ríes? —preguntó con tono más inquisitivo que curioso.

Tomás bajó la mirada, algo avergonzado.

—Me hizo recordar la primera vez que nos vimos. Después de que volviste.

Una sombra cruzó fugazmente el rostro de Amelie. No fue un cambio brusco, sino un matiz sutil, casi imperceptible. Pero Tomás lo notó. Porque la conocía. Más de lo que ella quería admitir.

—¿Quieres arruinarme la cena? —dijo con un tono seco, casi cortante.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. La sonrisa se desvaneció de golpe, reemplazada por una expresión incómoda.

—Lo siento —susurró—. No era mi intención molestar.

Amelie terminó su comida con rapidez, sin decir una palabra más. Luego se levantó, tomó su plato con un gesto indeciso, finalmente lo dejó ahí, como si no tuviera las fuerzas para llevarlo al lavaplatos, y se marchó. El sonido de sus pasos subiendo la escalera resonó más fuerte de lo necesario.

Apenas se apagó ese eco, la puerta principal volvió a abrirse. Daniela acababa de llegar.

—¡Qué suerte! —exclamó, mientras dejaba el paraguas junto a la entrada y colgaba el abrigo con prisa. Cruzó el pasillo encendiendo la luz del comedor—. ¿No crees que estaba un poco oscuro?

Tomás se giró hacia ella, la expresión más relajada.

—La comida aún está caliente. ¿Quieres que te sirva?

—Claro. Me encanta tener un primo de buen corazón que me espera con comida caliente —rió sin pudor mientras se dejaba caer en la silla.

Sus ojos recorrieron la mesa y se detuvieron en el plato vacío de Amelie.

—¿La tía se comió todo? No me lo creo.

Mientras le servía, Tomás sonrió con cierta satisfacción contenida.

—Te lo dije.

Daniela lo miró de reojo, con una ceja arqueada.

—Claro, claro —concedió, sin ganas de discutir.

Su sonrisa, tan inquieta como siempre, bastó para disipar algo del nudo que Tomás tenía en el pecho. Comieron juntos mientras conversaban de cosas triviales: la lluvia, una compañera de clases insoportable, una anécdota absurda en el transporte público.

Y aunque el aire seguía siendo espeso, aunque las palabras no pronunciadas de su madre aún flotaban en los rincones, por ese momento —al menos por ese momento— la oscuridad pareció alejarse. Como si bastara un poco de luz, y una voz que no lo juzgara, para respirar otra vez. Al menos, pensó, le había dado un pequeño gesto, o así prefirió creerlo y, por ello, no quiso decirle que estaba citada por el inspector para el día siguiente, no quiso arruinar el momento.