Cuando llega el invierno (parte 17)

Aunque tenía la dirección de la hija del profesor, la semana había sido tan ajetreada que Tomás sólo quería desconectarse. Llevaba demasiados días cargando problemas, malentendidos y dolores de cabeza. Ni siquiera lo habían llamado de los trabajos a los que había postulado, lo que solo aumentaba su frustración. Lo único que tenía claro era que necesitaba salir a tomar aire, aunque el cielo encapotado amenazara con deshacerse en lluvia en cualquier momento.

Sentado en su cama, tomó el celular y escribió un mensaje a Soledad. Podría decirse que, junto a Sunny, era la única persona capaz de arrancarle una sonrisa últimamente. Pero Sunny también había tenido una semana difícil, y prefería no cargarla con lo suyo.

Empezó a escribir con torpeza, sin mucha esperanza:

Hola, soy Tomás. Espero que hayas tenido una buena semana. Si tienes algo de tiempo libre, ¿te gustaría ir a comer algo?

Lo borró enseguida, sintiéndose estúpido. ¿Por qué era tan difícil enviar un simple mensaje? ¿Por qué se le hacía tan cuesta arriba? Probablemente lo reescribió unas quince veces antes de apretar finalmente enviar. Cuando lo hizo, sus manos temblaban. Se llevó las palmas a la cabeza, avergonzado, sintiéndose patético, cobarde.

Pero el celular vibró más rápido de lo esperado.

En la pantalla apareció una notificación. No alcanzaba a leerla bien, pero cuando por fin la abrió, una ola de alivio lo recorrió.

"Claro, nos vemos en el café de la última vez. ¿A las tres?"

—Sí, está bien —respondió, casi con el corazón en la garganta.

—Cálmate —se dijo a sí mismo—. No es la primera vez que hablas con una chica.

Pero con ella no era como con otras. Con Bella, por ejemplo, ya estaba acostumbrado a sus arranques de cariño. A veces se avergonzaba cuando ella se le acercaba demasiado, pero podía lidiar con eso. Con Soledad, en cambio, todo le resultaba más difícil. Se sentía indefenso. Vulnerable. Como si ella pudiera hacer con él lo que quisiera, sin que él fuera capaz de oponer resistencia. Justamente eso lo hacía sentir como un idiota. Sabía que él no era así. O no solía serlo. Esto… esto era lo que ella provocaba en él.

Llegó al café antes de la hora acordada y se sentó en la misma mesa donde se habían visto la última vez. Pidió un café americano y unas galletas de mantequilla —sus favoritas—. Si no hubiera gente cerca, probablemente las habría sumergido en el café sin vergüenza, pero se contuvo. No podía permitirse ese "pecado mortal" en público. Sonrió apenas, divertido por lo ridículo del pensamiento. A veces, esos pequeños detalles lo ayudaban a distraerse de la espera.

Miró su reloj. Quince minutos antes. Una cantidad razonable de tiempo, pensó. Observó a través del ventanal: el cielo gris, el frío del invierno, la amenaza constante de llovizna o aguacero. Irónicamente, ese tipo de días eran sus favoritos. Lo empujaban a salir más de lo habitual. Había algo en el aire helado que lo despertaba. Incluso la posibilidad de mojarse bajo la lluvia le generaba una emoción que no quería admitir.

Mientras se perdía en esos pensamientos tan mundanos, la vio.

Al otro lado del ventanal, Soledad apareció con una gran sonrisa. Le saludó con la mano y avanzó con paso apresurado hacia la entrada. Sus ojos chispeaban incluso antes que sus labios se curvaran. En cuanto la vio, Tomás se sintió mejor. Tranquilo. Había sido buena idea buscarla.

Soledad avanzó por el pasillo del café. Su cabello anaranjado se agitaba con cada paso, y al llegar, abrió su abrigo con un gesto elegante antes de sentarse frente a él. Frunció el ceño con una falsa molestia.

—¿Comenzaste sin mí?

—Ah, lo siento. Llegué temprano —respondió Tomás, algo apurado.

Ella sonrió de inmediato.

—Estoy bromeando. ¿Por qué siempre tan tenso?

Levantó la mano con naturalidad para llamar a la camarera y luego le dirigió una mirada más suave.

—Aunque me hizo feliz que me invitaras. No me lo esperaba.

Cuando llegó la camarera, Soledad pidió un chocolate caliente y un trozo de pie de manzana. Tomás pidió otro café.

—La verdad, no esperaba que me escribieras —dijo ella después de que la camarera se fue.

—Ni yo esperaba hacerlo, para ser honesto.

—Pensé que, habiendo cumplido tu promesa, ya no nos volveríamos a ver.

Tomás asintió, mirándola con franqueza.

—Me lo pregunté varias veces antes de escribirte. Pero supongo que quería verte otra vez.

Ella lo miró en silencio. Había algo en la forma en que lo dijo que le dio un vuelco al estómago. Era torpe, sí. Pero también genuino. No intentaba impresionar, ni suavizar sus palabras. Simplemente, era honesto.

Conversaron durante un largo rato. De trivialidades. De los clientes de Soledad, de los trabajos a los que Tomás había postulado, de planes de estudio y cosas sin demasiada importancia. Tomás, sin embargo, tuvo cuidado de no mencionar nada sobre los rumores del colegio. No quería contaminar el momento.

Cuando salieron del café, pensó que eso sería todo, pero Soledad le tendió la mano.

—¿Quieres caminar un rato?

La tomó con suavidad. Su mano estaba tibia. Ella apretó con más fuerza, como si le dijera que no lo iba a soltar.

Caminaron por la ciudad, mirando vitrinas, entrando en un par de tiendas donde Soledad fingía pedir la opinión de su "novio" solo para avergonzarlo. Él no podía evitar ruborizarse. Era parte del juego. Parte del encanto.

Se alejaron poco a poco del centro. Caminaron en silencio un buen trecho, pero no fue un silencio incómodo. La mano de Soledad seguía allí, recordándole que no estaba solo.

Cuando llegaron al camino costero, ella rompió el silencio.

—¿Qué vas a hacer el próximo fin de semana?

—Voy a San Sebastián. Tengo que buscar a alguien.

—¿Buscar a alguien? ¿Un familiar?

—Algo así. Estoy buscando a la familia de un amigo que está enfermo.

Ella no preguntó más. Intuía que él se lo contaría cuando estuviera listo.

—Qué lástima. Pensé que podríamos ir al cine.

—Lo lamento. En realidad, iba a ir hoy a San Sebastián, pero… no encontré las fuerzas, supongo.

Soledad soltó su mano y se paró frente a él, con las manos en la cintura.

—¿Quieres que te acompañe?

Tomás se quedó inmóvil por un segundo. En sus ojos, sin embargo, no había titubeo. Ella hablaba en serio.

—¿Estás segura? Puede que nos encontremos con algo triste. O… desagradable.

Ella arqueó una ceja, divertida.

—¿Desagradable? ¿Acaso buscas la familia de un asesino serial?

Tomás sonrió. Avanzó con la mano extendida. Ella la tomó de inmediato, como si lo hubiera estado esperando.

El aire frío del invierno pareció apaciguarse por un instante, como si el mundo también quisiera darles un poco de paz.

—Mi amigo es mayor. Está muy enfermo. Estoy tratando de encontrar a su familia para que lo visiten en sus últimos momentos.

—Entiendo —dijo ella con voz suave—. Algo debe haber hecho para que no lo visiten… ¿no?

—Así es. Pero si, a pesar de eso, aún quieres venir conmigo, será un placer tener tu compañía.

—Por supuesto que sí. No me voy a echar atrás por algo así —le sonrió, ligera, pero con ternura—. Además, hace tiempo que no voy a San Sebastián. Es una ciudad hermosa.

—Lo es —admitió él—. Supongo que podríamos pasar el rato después de…

—Después de lo que haya que hacer, claro —asintió—. Lo esperaré con ansias.

Y por primera vez en varios días, Tomás sintió que algo en su interior se ordenaba. Que algo en su mundo tenía sentido.