Cuando llega el invierno (parte 18)

El día domingo, Tomás decidió ir al hospital a visitar al profesor Krikket. Desde la visita de Eleonor, no habían vuelto a hablar, y entre ambos quedaban aún cosas sin decir, como palabras arrugadas entre páginas olvidadas.

El hospital siempre le dejaba una sensación difícil de explicar. A pesar de los colores pálidos y los rostros amables del personal, a él le parecía un lugar de tránsito, un pasillo entre la vida y la muerte. Como si, más que sanar, se viniera a aprender a irse.

Pensó que tal vez morir no era como una cortina negra que cae de golpe, sino más bien como una lluvia blanca, silenciosa, que va borrando los contornos del mundo poco a poco.

La habitación estaba en el mismo piso de siempre, al mitad del pasillo. Tocó suavemente antes de entrar. Krikket, recostado, giró el rostro hacia la puerta. Lo miró con sincera sorpresa. No esperaba verlo tan pronto.

Tomás esbozó una sonrisa tenue, y sin decir palabra se acercó al ventanal. El mismo lugar desde donde había observado el cielo en las visitas anteriores. Le gustaba estar ahí. Tal vez porque no sabía cómo empezar la conversación, o tal vez porque desde esa ventana la el vaivén de las olas le hacía sentir mejor.

—Tengo noticias —dijo finalmente, sin girarse—. Creo que encontré a su hija.

El profesor se irguió un poco en la cama, con el ceño fruncido por el asombro. Sintió una corriente recorrerle la espalda, como si algo que había permanecido dormido durante años hubiera despertado de golpe.

—¿Mi hija? —susurró, más para sí que para Tomás. La palabra le resultaba extraña en la boca, casi olvidada.

—No estoy seguro de que quiera verlo —advirtió Tomás, con cautela—. Pero si lo deseara… puedo intentar arreglar un encuentro.

Krikket no respondió de inmediato. Miró fijamente un punto en el techo, como si allí pudiera encontrar las respuestas a las preguntas que llevaba décadas evitando.

—Cuando era niña… a veces la buscaba —murmuró al fin, con voz quebrada—. Después del colegio, cuando salía con su uniforme y su mochila llena de cuadernos. Me quedaba del otro lado de la calle, en silencio. Nunca me atreví a llamarla.

Guardó silencio. Luego rio con una amargura vieja, casi tierna.

—También la vi el día que ingresó a la universidad. Estaba hermosa, con ese aire de independencia que heredó de su madre. Pero no… no pude. ¿Qué iba a decirle? ¿"Hola, soy el hombre que te abandonó"? Me convertí en un espectro, en una mancha que apenas debe recordar. Probablemente me odie. Y con razón.

Tomás no quiso contradecirlo. No sabía lo suficiente para hacerlo. Además el reconocer en su mentor a alguien capaz de abandonar un hijo, le dolía en su propia piel, porque él había sufrido lo mismo.

— ¿Aun así… le gustaría verla? Aunque sea una vez.

Krikket lo miró con ojos cansados, como si en ese momento se le hubieran venido encima los años, los arrepentimientos, los silencios.

—Sí. Claro que sí. Pero no pongas mucha esperanza en eso. Algunas heridas no sanan con el tiempo… solo se cubren de polvo.

En ese instante, se escucharon pasos apresurados por el pasillo. La puerta se abrió con un leve chirrido y Sofía entró, empapada desde los hombros hasta la falda. El cabello le goteaba sobre la chaqueta y traía las mejillas encendidas por el frío.

—¡Lo siento! —exclamó, sacudiendo el paraguas a medio cerrar—. Empezó a llover justo cuando bajé del auto. El estacionamiento está a una eternidad de la entrada…

Krikket sonrió, con esa sonrisa leve que había aprendido a forzar cuando le faltaban las fuerzas.

—No te preocupes, Sofía. Has traído contigo el invierno completo, pero igual es bueno verte.

Ella le lanzó una mirada divertida, aunque preocupada, mientras se acercaba con pasos cortos y se sentaba al borde de la cama. Tomás la saludó con una inclinación de cabeza y luego volvió a mirar por la ventana. La lluvia comenzaba a marcar su camino en el vidrio, como dedos tímidos que acarician un recuerdo.

Krikket, por primera vez en mucho tiempo, parecía realmente frágil. No por su enfermedad, sino por lo que acababa de revivir. Su hija. Su pasado. El peso de lo no dicho.

Y mientras la lluvia seguía cayendo, Tomás se preguntó si realmente podía cambiar algo. Si tenía derecho siquiera a intervenir en una historia que no era suya. Si llevarle esa información le haría todavía más daño o ella guardaba, en algún lugar de su corazón, las ganas de volver a ver a su padre, aunque fuera una última vez.

Si se lo preguntaran a él, claramente no podría decir que sí.

Tomás ya había dicho lo que venía a decir. No había más palabras que pudieran aportar algo útil, y sentía que lo mejor sería darles un poco de espacio a Krikket y Sofía. Se acercó con un gesto de "voy y vuelvo", y salió al pasillo en silencio, cerrando la puerta con suavidad tras de sí.

El hospital, silencioso en ese tramo del edificio, tenía esa calma densa de los domingos por la tarde, cuando hasta el tiempo parecía ralentizarse. Caminó hacia el final del pasillo, donde la máquina dispensadora de café parpadeaba con un zumbido monótono. Mientras avanzaba, el remordimiento volvió a colarse en su pecho, como una brisa helada que se filtra bajo la ropa.

Pensó en la hija de Krikket. En la expresión que pondría al enterarse. ¿Qué pasaría si al verla, en vez de encontrar consuelo, su dolor se abría como una herida vieja que nunca cerró? ¿Y si su aparición traía más ruina que paz?

El peso del recuerdo de su propio padre lo aplastó sin aviso. Lo vio claramente, como si estuviera frente a él: su abrigo colgado en la entrada, los zapatos junto al umbral, el olor a cigarro mezclado con perfume barato. Y luego, nada. Él se había convertido en una sombra también, ya ni siquiera recordaba su rostro con claridad.

Una tarde cualquiera, volvió del colegio y no encontró a nadie. Solo un silencio inesperado. Su madre en la oscuridad, muda. Amelie llorando. Y su padre… desaparecido.

Habían pasado nueve años y ni una carta, ni una llamada. Como si el mundo lo hubiera tragado.

Tomás apoyó la espalda contra la pared y dejó que la cabeza golpeara levemente el yeso. Cerró los ojos.

La herida no dolía como antes, pero seguía ahí. Una ausencia no se cura: solo se aprende a cargarla, sin embargo esa pérdida había dejado una herida todavía mayor, la de su madre, y esa era una herida que se hendía a diario.

Metió las monedas en la máquina y pidió primero un capuchino, pensó que si a Sofía le gustara algún café, sería ese.

Esperó unos segundos más y luego pidió un mocca para él. El calor del vaso le reconfortó los dedos, fríos por el hospital, por el invierno, por los recuerdos, por todo.

Regresó a la habitación.

Al entrar, Krikket y Sofía hablaban en voz baja. Se detuvo junto a la puerta y levantó los vasos con una sonrisa leve.

—¿Mocca o capuchino?

Sofía se acercó y tomó el mocca con una sonrisa agradecida.

—Gracias —dijo—. Justo lo que necesitaba.

Se sentó junto a ellos. Intentó integrarse a la conversación con alguna anécdota vacía, un comentario sobre el clima, una pequeña historia de esas que antes le hubieran hecho reír.

Pero por dentro, la idea seguía ahí. Pegajosa. Oscura.

La imagen de la hija de Krikket al recibir la noticia se repetía una y otra vez en su mente. ¿Y si la hacía llorar? ¿Y si la rompía sin quererlo?

¿Y si todo salía muy mal?

Tragó saliva, disimulando el nudo en la garganta con un sorbo largo de café. Nunca un capuchino le había sabido tan insípido.

El reloj de pared avanzaba lento, con un tic-tac apenas audible, pero que en su cabeza sonaba como la turbina de un avión acelerando.

Finalmente, Sofía se levantó y se despidió de Krikket con un abrazo corto pero sincero. Tomás se despidió con un gesto, ambos se miraron como si comprendieran el por qué, y juntos salieron de la habitación.

El pasillo estaba más oscuro. Afuera, la lluvia seguía cayendo, más fina pero persistente, formando ríos por los cristales. Tomás abrió su paraguas y lo extendió por encima de Sofía al salir.

—Te acompaño a tu auto.

Ella simplemente asintió, como si no quisiera que ni siquiera la vieran hablándole.

Caminaron en silencio por el estacionamiento, cruzando los charcos con cuidado, mientras ella ajustaba la bufanda alrededor de su cuello.

Llegaron al auto, un pequeño sedán rojo con gotas repicando sobre el techo. Sofía buscó las llaves en el bolso. El sonido del cierre automático interrumpió el incesante sonido de la lluvia.

—Gracias por acompañarme —dijo, sin mirarlo—. Y por el café.

—Claro —respondió él, con una sonrisa leve—. No te preocupes.

Ella se quedó un momento inmóvil, con la mano ya en la manilla.

—No puedo llevarte —dijo, bajando la voz—. Lo siento mucho, Tomás… pero no puedo arriesgarme a que alguien nos vea.

Él asintió, sin sorpresa. —Lo entiendo. No esperaba que me llevaras.

Iba a girar para marcharse cuando la escuchó decir, casi con rabia contra sí misma:

— ¡Sube!

Él se detuvo en seco, girando el rostro.

— ¿Qué?

—Sube, Tomás. Ya no sé qué estoy haciendo… pero sube rápido antes de que me arrepienta.

Él dudó por apenas un segundo. Luego dio la vuelta al auto, abrió la puerta del copiloto y se metió, cerrándola justo antes de que una ráfaga de viento le mojara la espalda.

Adentro, olía a cuero mojado y perfume floral. El silencio era espeso.

Sofía encendió el motor, respiró hondo y se ajustó en el asiento. Y entonces, sin mirar atrás, Sofía sacó el auto del estacionamiento.

La lluvia golpeaba el parabrisas como si también buscara respuestas.

El rostro contrariado de Sofía le decía todo. No hacía falta que hablara; cada gesto, cada línea de tensión en su cara, gritaba lo que no quería admitir. Tomás se sintió incómodo. Era evidente que hubiera preferido no llevarlo. Tal vez, pensó, debió haberse negado con más firmeza desde el principio.

Avanzaron un buen trecho en silencio, con solo el sonido de la lluvia golpeando el parabrisas como banda sonora de su incomodidad.

—No tenías que hacerlo si es tan complicado —dijo Tomás al fin, con la voz tensa, cansado de sentirse invisible, como si él fuera siempre el origen de todos los problemas.

Sofía frenó de golpe a un costado del camino. El coche se estremeció levemente al detenerse, y el zumbido del motor se apagó. El sonido de la lluvia, de pronto sin filtros, se volvió ensordecedor.

—¿Lo haces a propósito? —preguntó ella, sin mirarlo.

—¿Qué cosa?

—Eso que haces… siempre sabes qué decir para hacerme sentir como una idiota.

Sus manos se aferraban al volante con fuerza, los nudillos blancos. El cabello mojado le cubría parte del rostro, como una cortina tras la que se ocultaba.

—No entiendo qué quieres decir —respondió Tomás, apoyando el codo en la puerta y girándose hacia ella—. Solo dije lo que es evidente. Se te nota en la cara que no querías llevarme. Si era tanto problema, no tenías que hacerlo. A mí no me molesta caminar —apretó su paraguas como si contuviera en él toda su contención—. Te lo dije, ¿o no?

—¿No podías simplemente aceptar que te llevara en silencio? —preguntó ella con los ojos todavía clavados en el frente.

—¿Dije algo malo?

—No —respondió ella con un suspiro largo, cargado de rabia contenida—. No dijiste nada malo. Pero te recuerdo que todo esto es por tu culpa. Deberías intentar ponerte en mi lugar.

—Eso intento —replicó él, en un tono más duro del que quería usar—. Te lo dije, no era necesario que me llevaras. Y no soy el único culpable. Somos los dos. Te recuerdo que tú me golpeaste ese día. Estábamos los dos ahí… "juntos".

Sofía cerró los ojos con fuerza y apretó aún más el volante. Finalmente lo golpeó con ambas manos, dejando escapar un ruido seco, desesperado.

—¿Tan mal está todo?

—Peor a ratos —respondió sin levantar la vista—. Pensé que todo pasaría rápido, que podría con esto, pero mi paciencia se está acabando.

—¿Puedo hacer algo para ayudar?

—Nada —murmuró, hundiéndose en el asiento—. No hay nada que puedas hacer.

Tomás la miró en silencio. Quiso decir algo, pero las palabras se amontonaban, inútiles. Se inclinó hacia la puerta y acercó la mano a la manilla.

—Lamento causarte tantos problemas —dijo, mientras la lluvia golpeaba el techo sin detenerse un segundo—. Procuraré mantenerme lejos.

Ella no se movió. No reaccionó. Parecía atrapada en un lugar donde él ya no podía alcanzarla.

—Perdón —susurró, y abrió la puerta.

Una bocanada de aire frío invadió el habitáculo. Tomás abrió su paraguas y salió. Al cerrar la puerta, sintió un nudo en el pecho, apretado, áspero, como si unas manos invisibles le estrujaran las costillas sin compasión. La miró una última vez a través del parabrisas. Ella seguía inmóvil, con la cabeza gacha, apretando el volante como si de ello dependiera su estabilidad.

Avanzó por el camino bajo la lluvia. El viento hacía crujir las ramas de los árboles y sacudía su paraguas como si quisiera arrebatárselo. Finalmente, lo cerró y siguió a pie, empapado, cabizbajo, con una frustración punzante en el estómago.

¿Qué podía hacer por ella? ¿Qué tenía que ofrecerle más allá de más problemas?

Apretó los puños, los dientes, los recuerdos.

Tan absorto estaba en sus pensamientos que no escuchó el coche detenerse a su lado. Solo notó la bocina sonar una y otra vez. Giró la cabeza. La lluvia le golpeó el rostro con fuerza, cegándolo por un instante.

Sofía se bajó del coche, dejando la puerta abierta de par en par.

—¿A dónde crees que vas? ¿Planeas dejarme sola así? —gritó desesperada, con una mezcla de rabia y angustia que se le enredaba en la garganta—. ¿Estás huyendo de mí?

Tomás la miró, empapado, cansado, aturdido.

—¿Qué quieres que haga? —gritó de vuelta—. Si me acerco, me empujas. Si me alejo, también te molesta. ¡Dime qué se supone que haga, porque no tengo ni idea!

Sofía se acercó y lo tomó por el abrigo con las dos manos, temblando de frío o tal vez de todo lo que había callado demasiado tiempo.

—No importa lo que te diga. No importa lo que haga. No puedes abandonarme —sus ojos, enrojecidos, lo buscaron con furia, con desesperación—. Esto también es tu culpa.

—Lo sé —dijo él, sin moverse, sin apartar la mirada.

—Entonces no te deshagas de mí.

—No era mi intención.

Por un segundo, solo se miraron. Había demasiado peso en el aire entre ellos, una cuerda invisible que los conectaba y que parecía a punto de romperse… o de arrastrarlos de vuelta el uno al otro.

—Sube al auto… —dijo ella, bajando la voz como si se disculpara con el universo—. Por favor.

Tomás dudó apenas un momento, y luego asintió. Caminó en silencio hacia el coche. Esta vez, no dijo nada.

Y ella tampoco.

Ambos volvieron a entrar, mojados, temblorosos. El motor rugió de nuevo y el coche retomó su camino bajo la lluvia.

Pero algo, aunque mínimo, había cambiado.

Y ninguno de los dos supo si era para bien… o para peor.