Tomás no entendía muy bien cómo había acabado en el departamento de Sofía. Todo había ocurrido demasiado rápido, como si la lluvia hubiera arrastrado su juicio y lo hubiese depositado, empapado, frente a aquella puerta. Ahora estaba ahí, de pie, con la ropa húmeda pegada al cuerpo, observando en silencio desde una ventana que daba a un callejón estrecho, vacío, donde los charcos reflejaban la pálida luz de los faroles.
El lugar era... sombrío. No había otra forma de decirlo.
No lúgubre en el sentido siniestro, sino en ese otro, más triste. En el que las cosas parecen haber dejado de importar hace mucho. El mobiliario era escaso, y el único adorno en las paredes era una fotografía enmarcada, antigua, casi desvaída, de lo que debían ser sus padres. Un sillón de cuero oscuro, ajado, con la piel cuarteada en algunos bordes, dominaba el pequeño living. La cocina, angosta y funcional, estaba limpia, pero no cuidada. Lo único que parecía tener atención era el refrigerador: impecable, moderno, en contraste con todo lo demás.
Sofía se había metido a la ducha sin decir mucho. El sonido del agua llegaba amortiguado desde el baño, como un telón de fondo distante.
Tomás se sentía fuera de lugar. No sabía si debía sentarse, caminar o simplemente quedarse de pie como un mueble más. Al final, tomó una decisión que sabía que podía costarle una reprimenda: fue hasta la cocina.
"Que me rete si quiere", pensó. "Pero al menos que coma algo decente."
Abrió el refrigerador. Su contenido le heló el alma: botellas de vino, agua mineral, huevos, un trozo de queso. Nada más. Revisó la alacena. Pasta seca. Fideos instantáneos. Un par de paquetes de arroz. Sal. Pimienta. "Dios santo", murmuró, como si acabara de descubrir una verdad amarga. Esa mujer sobrevivía a base de impulsos y vino tinto.
Suspiró, resignado, y se puso manos a la obra.
Puso agua a hervir, separó dos yemas de huevo con el cuidado de un alquimista, y buscó un rallador que encontró —casi milagrosamente— entre los platos. Ralló el queso con paciencia, sin mirar el reloj, sin pensar demasiado. Era lo único que podía hacer para no sentir que se deshacía por dentro.
Mientras la olla comenzaba a burbujear, lanzó los espaguetis con delicadeza. Recordó a Bella en la cocina. Aquello no era ni una sombra de su habilidad. ¿Carbonara sin guanciale? ¿Sin siquiera tocino? Bella lo asesinaría si pudiera verlo ahora. Pero no tenía otra opción.
Mezcló el queso y las yemas, salpimentó con cuidado, reservó un poco del almidón del agua, y cuando la pasta estuvo al dente, la incorporó todo en la sartén, moviéndolo con destreza hasta lograr esa crema suave, dorada, cálida. Le ralló encima lo poco que quedaba de queso. Nada más.
Sofía salió del cuarto con la toalla sobre la cabeza, secándose el pelo con movimientos lentos. Lo vio junto a la cocina y frunció el ceño.
—¿Qué estás haciendo?
—Cocinando algo —respondió Tomás sin dejar de mover los fideos—. Parece que no comes algo normal hace tiempo.
Sofía se acercó, aún con la toalla al cuello, el cabello húmedo cayendo sobre los hombros.
—¿Crees que esta es tu casa?
—No, pero si ya me trajiste hasta aquí, al menos deja que prepare algo decente. Come antes de que se enfríe. Luego puedes seguir retándome.
Ella vaciló. Finalmente se sentó y comenzó a comer sin decir nada. Dio el primer bocado. Después otro. Al tercer bocado pidió:
—Dame una botella de vino. Y una copa.
Tomás obedeció. Encontró una botella abierta en el refrigerador, y la única copa limpia sobre la encimera. La llenó.
—Ponle un poco más —ordenó Sofía, sin levantar la vista del plato.
La copa quedó llena hasta casi el borde. Sofía bebió un trago largo, cerrando los ojos por un instante. Luego retomó la comida en silencio.
—¿Me vas a retar más? —preguntó Tomás con cautela.
—¿Quieres arruinar mi cena? —replicó ella, limpiándose los labios con una servilleta arrugada—. Anda a ducharte. Dejé la ropa más grande que encontré sobre la cama. Pon la tuya en la secadora.
Tomás asintió. La ducha estaba al fondo, en su habitación. Cruzó rápido el umbral, queriendo ver lo menos posible, pero aún así, lo notó todo: la cama sin hacer, un escritorio con libros apilados, una silla tapada de ropa, un espejo sucio apoyado contra la pared. Todo lo justo. Nada más.
La ducha fue rápida, silenciosa. Usó su champú, su jabón. Se vistió con la sudadera que le dejó y un pantalón que apenas le cubría los tobillos. Al verse en el espejo del baño, tuvo que reír.
Al regresar, Sofía estaba con la copa en la mano, bebiendo con más lentitud. El plato vacío seguía sobre la mesa. Tomás se acercó y lo tomó para lavarlo. Ella lo observó con una ceja arqueada.
—No es necesario que hagas eso.
—Déjame hacerlo. Cocinar y lavar. Es lo único que sé hacer bien.
Ella no insistió.
Cuando terminó de lavar los utensilios, ella se puso de pie, sacó otra botella del refrigerador, pasó detrás de él y la destapó sin esfuerzo.
—¿Decepcionado? —preguntó con tono neutro, mientras volvía a llenar su copa.
—¿De qué?
—De todo esto. ¿Pensabas que tu profesora vivía así?
—Me lo imaginaba —respondió Tomás con honestidad—. Nunca pareciste alguien que disfrutara del lujo. Pero... tampoco esperaba tanto vacío.
Ella lo miró en silencio. Después rió con sequedad.
—Una forma educada de decir "eres una mujer sola y desordenada".
—No. Una forma sincera de decir que me preocupas.
Sofía bajó la vista.
—No tienes por qué preocuparte por mí.
—Sí tengo. No quiero verte mal. No quiero que un día llegues a clase, y no seas tú. O peor... que no llegues.
Ella bebió otro trago. Luego otro.
Tomás se acercó y le quitó la botella con delicadeza.
—Quizá basta por hoy.
—¿Y tú qué sabes? —musitó Sofía, pero sin fuerza. Sin resistencia.
—No mucho. Pero sé que esto —señaló la botella— no te cura. Solo te apaga.
—¿Y qué si quiero apagarme?
—Entonces no me invites a encenderte otra vez.
Ella lo miró largo rato. El silencio entre ambos era espeso. La noche los rodeaba con su oscuridad pesada, y aún así, entre ellos parecía haber una luz que no se apagaba.
—Supongo que ahora conoces mi peor cara —murmuró ella.
—No —respondió Tomás, sin vacilar—. Solo conozco a alguien que lleva demasiado tiempo cargando sola con todo esto.
—Qué atrevido. ¿Crees saberlo todo?
—No sé nada. Pero estoy aquí. Eso es algo.
Sofía dejó la copa sobre la mesa y se pasó las manos por el rostro.
—¿Te gustan así? ¿Las mujeres rotas?
Tomás la miró con los ojos firmes.
—Me gustan las personas que no se rinden. Incluso si están hechas pedazos.
Ella sonrió, apenas. Una mueca triste y agotada.
—Supongo que eso me incluye. Por ahora.
—Por ahora está bien —dijo él
Sofía se quedó en silencio un largo rato. Sus dedos acariciaban con pereza el borde de la copa vacía, como si el vidrio pudiera responderle las preguntas que ella no se atrevía a formular. Afuera, la lluvia había cesado, pero la humedad persistía en los cristales. El aire tenía ese olor a tierra mojada, a calles vacías y corazones con sed de algo que no saben nombrar.
—¿Sabes? —dijo al fin, su voz apenas un susurro—. Mientras leía tu manuscrito… no podía dejar de pensar en esa mujer mayor.
Tomás no respondió. Sabía de quién hablaba, pensaba que era ella, quizá.
—Esa mujer que ama con miedo —continuó—. Que se esconde en su soledad, como si fuera su único refugio. ¿La creaste tú o la encontraste dentro de mí?
—No respondas a eso —agregó ella de inmediato, negando con la cabeza—. No quiero saberlo. Porque si fuiste tú, entonces estoy más expuesta de lo que pensé. Y si fui yo… entonces ya no hay marcha atrás.
Tomás tragó saliva con dificultad. El cansancio comenzaba a pesarle en los hombros, pero más que eso, era el dolor de verla así. Vulnerable. Hiriéndose a sí misma con palabras afiladas como agujas.
Sofía volvió a llenar la copa, aunque ya no la bebía con el mismo ritmo. La acercó a sus labios, la sostuvo un segundo… y rio sin humor.
—¿Te has dado cuenta de lo fácil que sería amarte?
Las palabras se le cayeron como monedas en un pozo. Sonaron pesadas, irreparables.
Tomás se irguió en su asiento. El temblor que se apoderó de él no vino del frío, ni del silencio, sino de esa verdad repentina. ¿Acaso era eso lo que ella venía conteniéndose desde hacía tanto?
—Pero no lo haré —continuó Sofía con voz más firme, casi cruel—. No puedo. Porque si lo hiciera, te destruiría. Como todo lo que toco, de hecho, deberías alejarte de mí, solo te haré daño.
Tomás sintió cómo su corazón era golpeado, resquebrajándose. No brutalmente, pero una grieta más. Una grieta más en ese vaso que había estado sosteniéndose apenas por la fe. Le sostuvo la mirada.
—¿Decir eso te ayuda? —preguntó, seco, dolido—. ¿Te hace sentir mejor?
Sofía lo miró como si acabara de abofetearla. Su copa tembló en sus dedos y la dejó sobre la mesa con un pequeño golpeteo de cristal contra madera.
—No. Pero me protege.
—¿De qué?
—De ti.
El silencio fue más brutal que cualquier grito. Tomás bajó la mirada. Su corazón se sentía pesado, y no había una sola palabra que pudiera deshacer lo que acababa de suceder. Alzó los ojos solo para encontrar a Sofía tambaleándose ligeramente, como si de pronto su cuerpo recordara todo el vino que había bebido.
—Vamos —dijo él, acercándosele.
Ella no respondió. No opuso resistencia cuando Tomás la ayudó a levantarse y la guió hasta su habitación. Su cuerpo se sentía liviano, como si el alcohol le hubiese robado el alma por unas horas, y ahora no fuera más que un cascarón triste.
Entraron a su cuarto, y Tomás la sentó en el borde de la cama. Ella intentó sacarse el suéter, pero sus dedos no cooperaban. Él se arrodilló frente a ella, le cogió con delicadeza las manos y le ayudó. Luego, sin decir nada, la recostó con cuidado, asegurándose de que estuviera cubierta, de que no tuviera frío.
—Tienes que dejar de hacerte esto —susurró.
Sofía no respondió. Solo lo miró con una tristeza que no era de este mundo. Una tristeza antigua, como un eco que había estado resonando dentro de ella desde hacía años.
Tomás volvió al baño. Sacó su ropa de la secadora —estaba lo suficientemente seca para vestirla sin problemas— y se cambió en silencio. Guardó la sudadera y los pantalones que Sofía le había prestado sobre la silla junto a la puerta.
Antes de salir, se detuvo en el umbral de su habitación. La observó en la penumbra, tendida de lado, abrazando la almohada como si se aferrara a un sueño imposible. Su cabello caía en mechones oscuros sobre el rostro, enredado, húmedo todavía.
Avanzó un paso, luego otro. Se inclinó lentamente junto a la cama, hasta quedar frente a su rostro.
Y, con una ternura que le dolía en los huesos, le acarició la mejilla.
Su piel estaba tibia, apenas sonrosada por el vino. Pero su expresión… su expresión era la de alguien que había aprendido a dormir sola por demasiado tiempo. Y no sabía cómo dejar de hacerlo.
Tomás sintió un nudo en el pecho, uno que se negó a deshacerse.
"Eres igual que yo", pensó. "Solo que tu soledad es más antigua. Más temida. Más terrible."
Le acarició una vez más la mejilla. Luego se irguió, le echó una última mirada, y salió cerrando la puerta con suavidad.
El pasillo del edificio lo recibió con su luz tenue. Bajó las escaleras en silencio. El mundo afuera seguía mojado, las calles reflejaban las luces anaranjadas de los postes. Pero ya no llovía.
El aire estaba frío, cortante. Pero él apenas lo notaba.
Caminó con las manos en los bolsillos, con el rostro hacia el suelo. Y en su pecho, el peso de esa soledad compartida le parecía insoportablemente humano.